El Sumo
Sacerdote Oscuro Kuliaqán se levantó de su sillón, apoyándose en los brazos
tapizados. Anduvo despacio hasta el tocón de columna que había en medio de la
habitación y destapó la bola de cristal, quitándole el retal de seda negra que
la cubría.
El interior de
la bola estaba lleno de humo gris, que giraba, que se movía y que se retorcía.
No se veía nada claro. El Sumo Sacerdote lo había imaginado y no se inquietaba
por ello: aún era pronto. Su plan estaba empezando, así que era normal que los Grandes
Poderes no tuvieran claro qué camino iba a tomar la revuelta y la invasión.
Volvió a tapar
la bola de cristal con la seda negra, sin inmutarse. Cuando vio en ella las
últimas visiones había sido porque era algo inapelable, algo certero y que se
iba a cumplir. Ahora él había puesto en movimiento muchos peones, que estaban
revolucionando a las torres, a algunos caballos y alfiles. Pero sobre todo
había alterado a los cuatro reyes.
No había nada
concreto todavía que pudiese ver en la bola. Sólo suposiciones.
Salió de la
sala, recorrió luego el pasadizo y salió al aire libre, rodeado de rocas negras
y puntiagudas, grietas estrechas pero profundas y grava de diferentes tonos de
gris y negro.
Caminó por la
cantera a cielo abierto en la que había instalado su cubil y ascendió por la
rampa que llevaba hasta la parte central, la más deprimida, donde estaba la
entrada a su guarida, en las entrañas de la roca. Una vez que llegó hasta
arriba se detuvo, al borde del círculo de la cantera. Era como un embudo en la roca,
donde los hombres de los Cuatro Reinos habían arrancado la roca negra del seno
de su nacimiento, durante años. La cantera llevaba muchas décadas abandonada y
por eso el Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán la había elegido como guarida.
El Sumo
Sacerdote era de una antigua raza de seres, dedicados a la hechicería y a la
magia oscura. Nunca se había visto a ninguno en la zona de los cinco
territorios, porque eran originarios de una tierra anciana a muchas leguas de
allí, más allá del mar y de la jungla impenetrable.
Nadie sabía
cómo había llegado a Gondthalion, pero ya había estado allí cuando la aparición
de Thilt y su intento de invadir los Cuatro Reinos. Desde aquello había
esperado en la sombra, en las entrañas de la tierra, alimentando su odio y su
venganza. Y ampliando sus poderes mágicos.
Kuliaqán era
un ser con aspecto humano, era una figura que parecía un hombre, pero con
algunas diferencias. Era de color oscuro, sin rasgos faciales ni marcas en la
piel. No tenía ni uñas. Su cuerpo estaba cubierto de una fina pelusilla negra,
como si fuese terciopelo. Pero su rasgo más espeluznante e intimidatorio eran
los cuernos que salían de su cabeza, a ambos lados, casi en las sienes: eran
cuernos largos y ramificados, como los de los ciervos.
Vestía siempre
una túnica púrpura, con una coraza de acero esmaltado de negro, brillante. Por
encima de todo eso llevaba una capa con mangas y capucha, de color gris oscuro.
Siempre llevaba la capucha puesta, que tenía dos agujeros para dejar salir sus
cuernos. El interior de la capucha siempre estaba oscuro, sin poder verle la
átona cara, sin rasgos ni marcas.
Desde lo alto
de la cantera a cielo abierto pudo ver a varios cientos de Innos deambular por
allí, al otro lado. Eran sus sirvientes, su ejército cuando llegara el momento
de la invasión. Los Innos eran criaturas salvajes y estúpidas, pero muy
sanguinarias, lo que era muy adecuado para sus planes.
Si por él
hubiese sido, los Innos sólo le hubiesen servido para pelear contra los
ejércitos de los Cuatro Reinos, pero Zard había creído oportuno que realizasen
también la primera parte de su plan.
Esperaba que
Zard llegase ese día para informarle sobre los escuadrones de Innos que habían
enviado a Tiderión, Belirio y Tâsox.
Allí sólo
había unos cientos de Innos. Cerca de diez mil esperaban en el este, en el
interior de Gondthalion. Y otros casi treinta mil estaban de este lado de la
cordillera Oscura, esperando la orden del Sumo Sacerdote para atacar.
En aquel
momento los Innos de la llanura parecieron alterarse. Seguían moviéndose como
antes, pero para organizarse en grupos, ordenados a ambos lados del sendero
gris de arena prensada. Parecían formar como un ejército. Kuliaqán entrecerró
sus ojos en el interior de la capucha y vio a Zard viniendo a lo lejos,
caminando por el sendero. Los Innos le rendían reverencia a su comandante.
- Sumo
Sacerdote Kuliaqán.... – dijo Zard, una vez que llegó ante él, haciendo una
reverencia e imitando con burla el gesto educado que se hacía en los Cuatro
Reinos: en lugar de llevarse los dedos índice y corazón estirados al entrecejo,
sólo lo hizo con el dedo corazón, haciendo un gesto obsceno.
- Bienvenido,
Zard – dijo el Sumo Sacerdote. Su voz era profunda y fría. Parecía que no
albergaba ningún sentímiento. – Te esperaba impacientemente para que me informaras
de la situación....
Zard sonrió y
se incorporó, aunque no mucho: los Dharjûn siempre caminaban encorvados.
Zard era un
Dharjûn, una criatura nacida del caos, gracias a la magia de Thilt. Se decía
que sólo había cinco de su raza, lo cual era un alivio para todas las demás:
los Dharjûn sólo vivían y trabajaban para el caos, para propagarlo y
alimentarlo. Habían nacido del caos y servían al caos.
Los Dharjûn eran seres de
dos metros de alto, pero caminaban encogidos, con la espalda encorvada, así que
no parecían tan altos como en realidad eran. Su piel era gris oscura, muy dura
y seca. Tenían la espalda bulbosa, brazos largos con manos de cuatro dedos, de uñas
amarillentas y duras. No tenían cuello y la cabeza les salía directamente entre
los hombros, redondeada, con la nariz larga y puntiaguda apuntando hacia abajo.
Los huesos orbitales eran muy sobresalientes y abultaban sobre sus ojos. Tenían
colmillos afilados que sobresalían de sus bocas y las orejas puntiagudas. No
tenían pelo, eran calvos, salvo por una mata de cabello negrísimo que les salía
de la coronilla y que todos llevaban sujeto en una coleta larga. Nunca se vio a
ninguno usar camisas, aunque llevaban pantalones con cintos anchos de cuero, de
donde llevaban colgadas espadas, cuchillos y hachas. Sus ojos eran amarillos,
con una pupila rasgada como la de los gatos.
O las serpientes.
Zard era un
Dharjûn que daba perfectamente el tipo. Tenía una coleta larga que caía por su
espalda hasta la cintura del pantalón, de color marrón, sucio de sangre seca y
deyecciones. Tenía los ojos de un amarillo vivo y sus orejas eran muy largas y
muy puntiagudas. Otros Dharjûn llevaban espadas o machetes, pero Zard prefería
usar una especie de hacha de carnicero, con el mango corto, de madera, y una hoja
rectangular y alargada, con filo sólo por un lado.
Y su sonrisa
era afilada, peligrosa, terrorífica: podía helar la sangre del guerrero más
avezado y valiente.
- ¿Y bien?
¿Qué ha sido de los Innos?
- El escuadrón
de Tiderión logro su objetivo – explicó Zard, encorvado y rastrero. – Pero fue
abatido mientras volvía a Gondthalion.
- ¿Dónde?
- Cerca de las
colinas Prye – dijo el Dharjûn. – Por caballeros de Rodena.
- Se les
ordenó muy claramente que volviesen por Belirio, dando un rodeo, atravesando la
estepa prácticamente despoblada – replicó Kuliaqán, molesto.
- Así fue, mi
señor, pero ya sabéis que los Innos son estúpidos – dijo Zard. A pesar de su
aspecto monstruoso, el Dharjûn tenía una voz bastante musical, incluso
atractiva. – Sabíamos que podía ocurrir alguna locura como ésta, pero
obtendremos muchas satisfacciones gracias a ellos, mi señor.
- Eso espero –
dijo Kuliaqán. – Su número será decisivo en la guerra, a pesar de su
inteligencia.
- A los
soldados se les presupone el valor, mi señor. La inteligencia no es
necesaria.... – dijo Zard, con humor, pero con acierto.
- ¿Y los Innos
de Belirio? ¿Qué fue de ellos? ¿Consiguieron el relicario?
- No, mi señor
– contestó Zard. Seguía sonriendo, a pesar de las malas noticias. – No sé qué
habrá sido de ellos, pero no he recibido noticias. Me temo que tenemos que
esperar lo peor y suponer que no lo han conseguido.
- Trataré de
arrancarle alguna información a la bola de cristal – musitó Kuliaqán – Veremos
si es posible averiguar qué les ha pasado a esos Innos....
- Sin embargo,
he recibido una urraca del escuadrón de Innos de Tâsox – dijo Zard, ampliando
su sonrisa peligrosa. – Tienen el grimorio, mi señor. Lo han robado en Medin,
donde suponíamos que estaba.
- Lo averigüé
gracias a la magia.... – comentó el Sumo Sacerdote.
- Han tenido
que dar un rodeo para volver a Gondthalion por el sur, recorriendo el desierto
de Tâsox – explicó Zard. – Al menos eso he entendido: esos malditos Innos
tienen una caligrafía terrible....
- La frontera
entre los reinos está muy vigilada – dijo el Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán. –
Hacen bien en tomar precauciones....
- Desde
luego....
Kuliaqán miró
otra vez a la llanura, en silencio, observando a los Innos hormiguear por todo
el terreno. Apoyó sus manos aterciopeladas y sin arrugas en una roca negra que
se alzaba hasta su cintura, delante de él. Zard esperaba en silencio y con
paciencia a su lado.
- No queda más
tiempo – dijo al cabo de un rato de meditación. – La rebelión está en marcha.
El Maestro será liberado sin tardanza.
- Así es, mi
señor – dijo Zard, sin dejar de sonreír. – Sin embargo, quería pediros un
favor, una licencia....
- Dime, Zard.
- Dadme
permiso para comandar el ejército de Innos, mi señor – solicitó Zard. No había
cambiado su tono de voz, no se había vuelto meloso ni rastrero. Seguía sonando
igual, tal era la confianza del Dharjûn. – No esperemos a tener el grimorio o a
conseguir el segundo relicario. Demos comienzo ya a la invasión.
- ¿Quieres
comenzar ya el ataque?
- Por razones
militares – explicó Zard. – Movilizaremos a los ejércitos de los Cuatro Reinos,
conseguiremos que cunda el caos con antelación. Así nuestros Innos podrán
volver más fácilmente a Gondthalion. Así nos será más fácil pasearnos por los
Cuatro Reinos para lograr nuestros propósitos.
El Sumo
Sacerdote Oscuro se llevó una mano al interior de la capucha, para acariciarse
la barbilla.
- Traed hasta
aquí a los Innos del este, para que guarden la cordillera Oscura desde este
lado. Mantened aquí a estos Innos, para que os protejan. Ponedme a mí al mando
del grueso del ejército, para cruzar la cordillera y atacar Rodena. Es el reino
más fuerte y así contaremos con la ventaja de la sorpresa y del primer
movimiento táctico.
Kuliaqán aún
estuvo un rato en silencio, sopesando las opciones.
- Me parece un
buen plan – dijo al fin.
- Gracias, mi
señor.
- Adelante.
Toma un Cuélebre y viaja hasta la cordillera, para ponerte al mando de los
treinta mil Innos que esperan allí – dos puntos de color violeta se encendieron
en las profundidades oscuras de la capucha, allí donde el Sumo Sacerdote Oscuro
Kuliaqán tendría sus ojos – Comienza la conquista.
Zard sonrió
todavía más. Su sonrisa se volvió más peligrosa que de costumbre.
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