- Es aquí –
dijo Eonor, levantando la mirada del mapa. Comprobó los alrededores: estaban en
una llanura, apartados de cualquier entrada de minas, al sur de una roca
estrecha y erguida que se alzaba doce metros del suelo, a unos dos kilómetros
del cauce seco del río Marth. No había duda. Era allí.
- ¿Estás
seguro? – preguntó el coronel.
- Bueno, la
señal en el mapa no es muy precisa, pero está claro que estamos en la zona.
Tiene que estar por aquí....
Los seis
bajaron de las cabras y buscaron por la zona.
Los animales se quedaron por allí,
dóciles, buscando hierbajos para mascar.
- ¡Creo que es
aquí! – llamó Zanigra. Todos corrieron a reunirse con ella. La bibliotecaria
estaba asomada a una grieta en el suelo, estrecha y retorcida. Estaba muy oscura
y no se veía el fondo ni lo que podía haber en él. – “Quedó atrapado en el relicario y fue arrojado a una grieta perdida de
la roca”. Eso decían las leyendas y los cuentos.
- Sí, podría
ser – dijo Eonor, esperanzado. – Muy bien, Zanigra.
- ¿Cómo lo
sacamos de ahí? – preguntó Cástor. – El espacio es angosto y estrecho: ni
siquiera el muchacho o yo cabremos ahí dentro.
- Podemos usar
una polea.... – aventuró el hechicero.
- Ya, pero
tenemos que asegurarnos de enganchar el relicario, si está ahí debajo.... –
replicó Remigius. – ¿Cómo haremos eso?
- ¡Yo lo sé! –
dijo Zanigra, teniendo una idea de repente. – Necesito una daga o una pieza de
metal de ese tamaño.... y tu escudo, Remigius. Los demás buscad palos o
troncos, para hacer la polea.
Recogieron
diversos palos de madera que encontraron por allí, aunque les costó
encontrarlos. Aquella zona de Gondthalion no era muy boscosa y las plantas,
arbustos y árboles escaseaban. Mientras montaban un caballete, con una pequeña
rueda en lo alto (Eonor tenía de todo en su equipaje) Zanigra frotaba la daga
contra el escudo, confiando en darle un cierto magnetismo, que no estaba
segura de conseguir. Había leído en los libros que frotando dos metales podía
imantarse uno de ellos, pero no lo había probado nunca, ni sabía si los metales
de la daga del coronel Gulfrait y el escudo de Remigius eran los adecuados.
Cuando el
caballete con la polea estuvo colocado, clavado en el suelo, Zanigra y Dim
ataron la daga al extremo de una cuerda. Pasaron la cuerda por la polea y la
dejaron caer dentro de la grieta, con la daga imantada por delante.
El coronel
Gulfrait y Remigius dejaron caer la cuerda, poco a poco. Podía ocurrir que se
enganchara en algún saliente, así que procedían con cautela.
Al cabo de un
rato la cuerda empezó a doblarse en bucles, cuando la soltaban para que bajara.
- Hemos
llegado al fondo – informó Eonor.
- No se ha
notado nada – dijo el coronel.
- Tirad, con
cuidado – dijo Cástor, que estaba asomado a la grieta.
El coronel y
el alguacil tiraron de la cuerda, con cuidado. Cuando se puso tensa notaron una
resistencia en el otro extremo. Remigius y el coronel Gulfrait se miraron.
- Se ha
enganchado en algo....
- O la daga ha
funcionado. Tira más fuerte.
Los dos
hombres tiraron con más fuerza, pero sin dar tirones bruscos. Cástor vigilaba
la grieta, cogiendo la cuerda vertical de vez en cuando, para facilitar su
salida del agujero. Después de tirar durante un rato, por el borde de la grieta
asomó el final de la cuerda, la daga de Darius y pegada a ella un relicario como
el que Cástor le había quitado a los Innos hacía semanas en la estepa de
Berilio.
- ¡¡Lo
encontramos!! – se alegró Dim. Zanigra reía a su lado, abrazándose al chico.
Los dos
cogieron el relicario de bronce y lo sacaron del agujero, despegando la daga.
Cástor se entretuvo deshaciendo el nudo y Remigius y el coronel Gulfrait
recogieron la cuerda, enrollándola. Zanigra puso el relicario en el suelo y Dim
y ella lo admiraron con temor. Ceniza,
al lado de los dos, meneaba la cola, pero no en gesto de alegría. El perro
parecía incómodo con aquel objeto delante.
- Apartaos,
por favor – pidió Eonor. La bibliotecaria y su aprendiz se apartaron y el
hechicero pudo ver el relicario. Lo cogió del suelo y lo sopesó en sus manos. –
Es exactamente igual que el otro, el que encontraste tú, Cástor. Pero éste es
más pesado, y parece que algo en su interior ensombrezca el alma....
El relicario
pasó de mano en mano y todos lo compararon con el de Cástor, que el pastor
había sacado de su petate. Los dos relicarios con forma de farol pentagonal
eran idénticos, pero se diferenciaban fácilmente a simple vista: uno brillaba
con los escasos rayos del Sol; el otro parecía absorber la luz y no la
reflejaba, devolviendo sombra y oscuridad.
- Muy bien. ¿Y
ahora?
- Ahora hay
que salir de aquí – respondió Eonor. – Alejarnos de este lugar. Salir de
Gondthalion, incluso. Sea quien sea quien quiere liberar a Thilt, no está aquí
para hacerlo, así que supongo que lanzará su hechizo a distancia. No sabemos si
ya tiene el grimorio de Kórac, pero cuando lo tenga lanzará el hechizo de
liberación a este punto, donde él sabe que está el relicario que aprisiona a
Thilt. Si hemos movido el relicario el hechizo será inútil....
- Entonces,
bastaría con moverlo unos metros, ¿no? ¿Por qué hemos de salir de Gondthalion?
– preguntó Remigius.
- No sé qué
radio de acción tendrá el hechizo – Eonor se encogió de hombros. – Quizá
apartemos el relicario unos metros y cuando el hechizo impacte en la grieta también
alcance el relicario....
- Hay hechizos
que tienen hasta un kilómetro de radio de acción – apuntó Dim, algo
avergonzado, como cada vez que explicaba algo que sabía con seguridad. –
Deberíamos alejarnos bastante y llevarnos ese relicario lejos de aquí....
- Muy bien –
asintió Remigius.
- ¿Todavía
podemos usar las cabras? – preguntó Darius Gulfrait.
- Sí – Cástor
se volvió a mirar el rebaño. Se había alejado un poco, mientras ramoneaba entre
las hierbas verde oscuro.
- Entonces
montemos en ellas – el coronel recogió sus cosas y echó a andar, acercándose al
rebaño. Los demás hicieron amago de acompañarle, pero las cabras trotaron,
repentinamente asustadas, alejándose de allí, saltando entre las rocas,
perdiéndose de vista. – ¿Qué ocurre?
Todos miraron
alrededor. El aire empezó a agitarse, casi como si un vendaval se hubiese
formado justo en el sitio en el que estaban.
- ¡Guano de
murciélago! ¡¡Un cuélebre!! – señaló Dim, a medias aterrorizado y a medias
fascinado.
Desde el
cielo, un enorme cuélebre llegó volando hasta ellos, manteniéndose en el aire
batiendo sus grandes alas: eso era lo que provocaba el vendaval. Chilló con un
grito agudo, que hizo que todos se cubriesen las orejas. Montado en el
cuélebre, había una criatura horrorosa y monstruosa, más que la montura. Sólo
Eonor podía ponerle nombre.
- Un Dharjûn....
– musitó.
- Así que
habéis encontrado a Thilt, ¿eh? – dijo el Dharjûn. No parecía molesto ni
enfadado. Tampoco excesivamente amenazador: su tono era divertido. – Eso está
bien. A ver cómo se desenvuelven ahora los acontecimientos....
Se giró en la
silla de montar del cuélebre y lanzó una orden en un idioma extraño, que
ninguno de los seis hablaba, pero que conocían, por haberlo escuchado recientemente:
era el idioma de los Innos.
Un grupo de
unos cuarenta saltó las rocas que había a trescientos metros, corriendo por la
llanura hacia ellos. Darius Gulfrait desenvainó la espada, Remigius se descolgó
el escudo redondo y dorado de la espalda y Cástor blandió su basto, con Ceniza al lado de la rodilla, gruñendo y
enseñando los colmillos.
Eonor lanzó al
cuélebre una bola de fuego que conjuró entre sus manos (uno de los poquísimos
hechizos que conocía para atacar). Su jinete tuvo que tirar de las riendas para
hacerlo girar en el aire y esquivar el dañino fuego. Por esta maniobra perdió
la estabilidad y tuvo que alejarse, planeando desestabilizado, mientras el
cuélebre lanzaba chillidos agudos.
- ¡¡Hay que
proteger el relicario!! – gritó Darius Gulfrait, con la cara torcida por la
tensión de la inminente pelea. Zanigra corrió y cogió los dos relicarios,
abrazándolos contra el pecho.
- ¡Tráelos
aquí, Zanigra! – mandó Eonor, mientras recogía sus fardos con Dim, reuniéndolos
todos en un sitio. Cuando la bibliotecaria llegó hasta ellos y puso los
relicarios en el suelo, Eonor pronunció otro conjuro y creó una especie de
burbuja de una energía de color azul, rodeándolos. La energía parecía estar
formada por multitud de pequeños rayos, que se entrelazaban unos con otros, sin
parar de moverse y sin morir en ningún sitio. – Aquí dentro estaremos a salvo.
- ¡¿Y ellos?!
– preguntó Zanigra, asustada, señalando a Remigius.
- Creo que
podré dejarles entrar cuando quieran....
Los Innos
llegaron sobre ellos. Darius Gulfrait lanzó un mandoble al primero, cortándole
la cabeza, y luego movió la espada hacia el otro lado, atravesando al siguiente
enemigo. Sacó la espada del estrecho cuerpo del monstruo caído y saltó dentro
del grupo.
Remigius
detenía a los enemigos protegiéndose detrás del escudo y luego lo utilizaba
para golpearlos, moviéndolo de frente o hacia los lados, con movimientos de
barrido. Las garras de los Innos arañaban contra la superficie bruñida del
escudo, impotentes, y después caían inconscientes al suelo, cuando recibían un
golpe del escudo, que sonaba casi como una campana cuando Remigius lo golpeaba.
Cástor movía
su basto con mucha soltura, como si en realidad fuese un guerrero bárbaro y no
un sencillo pastor. Los Innos le alcanzaron en los brazos, llenándole de
heridas y arañazos, pero al belirio no le importó. Siguió moviendo su basto de
un lado a otro, manejándolo con una mano o con otra indistintamente, haciendo
molinetes y lanzando golpes, machacando cabezas y rompiendo espaldas. Ceniza, gruñendo como un perro rabioso,
saltaba por entre los Innos, mordiendo aquí y allá, destrozando enemigos.
El cuélebre
volvió a la carga, después de haber asegurado su vuelo. Se lanzó en vuelo
rasante sobre la pelea, lanzando su chillido, tratando de amedrentar a los
combatientes, pero los tres hombres eran valientes y no hicieron caso, luchando
sin parar. Después el Dhârjun lanzó su
montura alada contra la burbuja de energía de Eonor, en picado. Éste se
concentró, para evitar que pudiera quebrarla.
- Esto puede
ser una genialidad o un desastre – murmuró el Dharjûn, con una media sonrisa en
los labios. El cuélebre chocó contra la burbuja, se partió el cuello, rebotó,
salió despedido, dio vueltas por el aire y cayó al suelo, resbalando por la
tierra. Su jinete cayó separado de la montura, aparentemente inconsciente.
- Tenemos que
salir de aquí – dijo Eonor, manteniendo la burbuja: gruesos goterones de sudor
le caían por la frente, por el esfuerzo al aguantar el ataque del cuélebre suicida.
– Hay que alejar el relicario de este lugar.
- ¿Pero cómo lo
hacemos maestro? – Dim señaló fuera de la burbuja: los Innos se veían reducidos
en número, pero aún eran muchos.
Eonor no
contestó. Pensaba cómo huir de allí con el relicario en el que estaba preso
Thilt sin que un par de Innos se separaran de la pelea y los siguiera,
atrapándolos por sorpresa.
- ¡¡Mirad!! –
señaló Zanigra. Los dos hechiceros, yumón
y aprendiz, miraron el relicario donde reposaba Thilt.
Había empezado a brillar con una luz refulgente
y penetrante.
- Oh, no....
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