Cinco días
después, el grupo llegó a la cordillera Oscura, al pie de las montañas.
Gracias al
carruaje habían viajado mucho más rápido que al principio y Darius Gulfrait
estaba muy complacido por ello. Habían tardado menos de la mitad de lo que hubiesen
tardado si los hechiceros hubiesen seguido en su carro, los tiderianos al paso
en sus caballos y el pastor belirio caminando.
La guerra
había estallado definitivamente y la frontera en las montañas era un hervidero
de batallas y luchas. Los Innos habían logrado pasar los pasos de montaña de un
lado al otro y ya estaban en Rodena, aunque los ejércitos del rey Máximus
habían evitado que se desperdigasen por el reino. Los ejércitos invasores de
Innos seguían cerca de las montañas, peleando pueblo a pueblo por las laderas y
al pie.
La lucha era
encarnizada y violenta, intensa, pero por ahora el ejército de la espada
mantenía al enemigo controlado y evitaba que se colara en el reino de Rodena.
Los hechiceros del rey Al-Jorat se habían integrado con los caballeros y
luchaban con ellos, usando sus artes mágicas. Además, un nutrido destacamento
de ellos protegía la parte sur de la cordillera, impidiendo que los Innos
accediesen a los Cuatro Reinos desde allí. En el norte, cerca de donde el grupo
había llegado a las montañas, los soldados armados con bastos del rey Krann
mantenían a raya a los invasores. Al norte la lucha era más esporádica y apenas
había batallas, porque los Innos sabían que los pasos de montaña en aquella
zona eran más abruptos, controlados por los bárbaros del reino del basto.
Todas estas
noticias las habían ido escuchando en los pueblos por los que pasaban y
cruzaban, de boca de los vecinos. A medida que se acercaban más a la cordillera
Oscura más noticias obtenían y más fiables.
- Los pasos
que conozco para cruzar las montañas están más al sur, en el centro de la
cordillera – comentó el coronel Gulfrait. – Pero la guerra está en marcha allí,
así que no podemos utilizarlos.
- Yo conozco
algún paso por aquí – asintió Cástor, desde el carruaje, asomado por la parte
trasera. – Hay que remontar el río Uro hasta el nacimiento. Una vez allí
estaremos casi al otro lado y el descenso será más fácil.
- Pero tendrá
que ser más cuidadoso – comentó Eonor, asomándose al lado del pastor de cabras.
– Estaremos ya en la tierra de las Canteras Eternas y allí sí que habrá Innos
por doquier....
- Eso lo
veremos cuando lleguemos arriba.
Se pusieron en
marcha, siguiendo las indicaciones de Cástor, que cambió su sitio con Dímoras
en el pescante, para poder guiar al grupo. Remigius continuó llevando el
carruaje.
El ascenso fue
sencillo al principio, pues el terreno era plano, aunque fuese empinándose cada
vez más. Los caballos caminaban al paso con seguridad y el carruaje seguía su
camino sin problemas. Cuando llegaron a las faldas de las montañas el viaje se
hizo un poco más complicado: ya no había senderos al lado del río por los que
podían caminar los caballos ni rodar el carruaje, el paisaje era cada vez más
rocoso y había bosques de pinos y abetos que dificultaban el avance.
La segunda
noche de ascenso se detuvieron en una terraza natural, desde la que veían toda
la extensión llana del reino de Rodena y, si se orientaban hacia el noroeste,
se podía intuir el terreno ondulado de Belirio.
- El carruaje
nos retrasa – comentó Cástor, mirando la danza de las llamas de la hoguera. –
Quizá debamos dejarlo, pero entonces tendremos que seguir a pie....
Los
“embajadores” estaban reunidos en torno a una hoguera pequeña, compartiendo sus
dudas. En otra hoguera más grande compartían cena, risas y despreocupaciones
los veinticinco caballeros de la tropa que acompañaban a Darius Gulfrait.
- Todavía se
puede utilizar para que viajéis – dijo el coronel. – El terreno es empinado
pero no peligroso. Estáis seguros en él y aún podemos viajar un poco ligeros.
Cuando el terreno se vuelva impracticable veremos qué solución tomamos.
- El problema
que yo veo es qué hacer con el equipaje – comentó Remigius. – Personalmente no
llevo mucho y Zanigra y Cástor tampoco. Pero Eonor y Dim (no me malinterpretéis,
no es una queja) llevan mucho, entre efectos personales y material de hechizos.
Si nos deshacemos del carruaje, no sé cómo podremos transportarlo....
- Bueno,
podríamos reducirlo a lo imprescindible, para que entre mi aprendiz y yo
podamos llevarlo a la espalda, en unas mochilas.
- Pero quizá
nos dejásemos algo que necesitemos más adelante, yumón....
- Eso también
puede pasarnos si nos llevamos todo – dijo el maestro, con tono de enseñanza. –
¿Y si lo que necesitamos para evitar que Thilt sea liberado nos lo hemos dejado
en casa, en Medin? No pienses de esa forma: piensa más bien en todo lo que
puedes hacer con lo que tienes, no con lo que te falta....
- Si tenemos
que abandonar el carro, los caballos de mis soldados pueden transportar parte
de la carga, igual que os llevarán a vosotros – dijo Darius. – Son caballos de
guerra, acostumbrados al trabajo duro, al peso y a las distancias largas.
Ninguno dijo
nada más sobre aquel tema, aquella noche. La conversación derivó hacia otros
temas pendientes, como los sueños que tenía Dim cuando por fin fuese hechicero,
las historias que Zanigra se sabía de memoria y les contaba cada noche o las
esperanzas de éxito que cada uno tenía en aquella empresa.
El más
optimista era Darius Gulfrait y el menos Dímoras. Los demás se debatían entre
uno y otro, a cada rato moviéndose en la escala, entre los dos límites.
Al día
siguiente la marcha se hizo mucho más dificultosa, no para los caballos, sino
para los que iban en el carruaje. La inclinación del terreno era peligrosa y
las rocas y piedras hacían sacudirse al carro y amenazaban con partir una rueda
o un eje. No avanzaron mucho y además fue muy incómodo.
El día que
siguió fue el último del carruaje. No hizo falta que se rompiese una rueda o un
eje, o que volcara. Sus pasajeros dieron el alto a los caballeros y bajaron por
su propio pie del vehículo.
- No podemos
seguir ahí dentro – dijo Eonor, cuando el coronel Darius Gulfrait se acercó a
lomos de su caballo.
- Nos
sacudimos como dados dentro de un cubilete – dijo Zanigra, que veía jugar a la
gente en una taberna de Nau donde iba a menudo con alguna compañera.
- El carro
parece que se va a romper a cada vuelta del camino – le dijo Remigius al
caballero. – Si volcamos yo desde el pescante podré saltar al suelo, pero los
de dentro estarán perdidos.
- Así es –
asintió Cástor.
- Está bien.
Seguiremos ascendiendo sólo con los caballos. Buscaré a los caballos más
fuertes o a los hombres más delgados, que puedan compartir montura.
Los viajeros
del carruaje se repartieron en la grupa de varios caballos y tres caballeros
llevaron tras ellos parte del equipaje de Eonor y Dim, envuelto en fardos. En
el carruaje sólo dejaron el baúl y los libros más pesados, que Eonor creyó que
no necesitaba consultar.
Esperaba estar
seguro.
El día
transcurrió sin más incidentes y los caballos no sufrieron accidentes. Todos,
animales y humanos, llegaron a salvo a la noche.
Al día
siguiente el río Uro se convirtió en un riachuelo alborotado: estaban cerca de
su nacimiento. En un par de jornadas más llegarían a la cima de las montañas y
entonces empezaría el peligroso descenso por la otra vertiente.
- Estamos
cerca – dijo Cástor, desde la grupa del caballo de un caballero fornido. El
pastor señalaba el río y todos observaron lo que quería decir.
- Qué bien –
dijo Zanigra, contenta.
Darius
Gulfrait no parecía compartir la alegría generalizada del grupo. Estaba muy
tenso y serio, atento a algo.
- ¿Qué ocurre,
coronel? – le preguntó uno de sus hombres, el que llevaba a la espalda a
Remigius. El alguacil observó la cara del coronel y comprendió que algo le
preocupaba, así que él también miró alrededor y escuchó con atención.
- ¿Por qué no
seguimos? – preguntó Dim, desde la parte trasera de un caballo, que compartía
con un caballero joven.
- Silencio
todo el mundo – ordenó el coronel y la tropa obedeció. Incluso los caballos
parecieron dejar de piafar y golpear las rocas con sus cascos. Remigius, que
estaba muy atento desde que vio el rostro concentrado y preocupado del coronel
Gulfrait, pudo oír lo mismo que él.
- Eso no es
bueno – dijo el alguacil, buscando el origen de los sonidos. El coronel le
miró y supo que el alguacil había escuchado lo mismo que él.
En el suelo, a
los pies de los caballos, Ceniza se
puso a gruñir, con las orejas pegadas al cráneo, mirando hacia unos matorrales
espesos.
El coronel
Gulfrait y Remigius miraron hacia allí, alertados por el perro.
No se veía
nada.
Entonces, de
entre el ramaje, salió un grupo de Innos, chillando agudamente y lanzándose a
por el grupo a caballo.
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