- ¡¡Innos!! –
gritó Cástor, saltando desde el caballo que lo transportaba. – ¡¡Ceniza!! ¡¡A mí!!
El pastor y el
perro se metieron entre los Innos, uno utilizando sus colmillos y el otro su
basto, para pelear contra ellos.
- ¡¡Caballeros
de Rodena!! ¡¡Al ataque!! – ordenó el
coronel Gulfrait, desenvainando la
espada con un movimiento diestro. Eonor, Dim, Zanigra y Remigius bajaron de
los caballos antes de que los caballeros se enzarzaran en combate con las
asquerosas criaturas.
- ¡¿Qué
hacemos?! – dijo Zanigra, asustada. Dim estaba agarrado a ella, también
nervioso.
- Hay que
alejarse de aquí – dijo Remigius, con el escudo redondo y dorado colocado en el
brazo, dispuesto entre los Innos y ellos. – Ponernos a salvo.
Dos Innos
corrieron hacia ellos, aullando. Remigius afianzó los pies, pretendiendo
detenerles con el escudo. Eonor dio un paso al frente, con la mano extendida,
pronunciando unas palabras en un idioma desconocido. Los dos Innos se quedaron
congelados en medio del ataque, sin poder moverse ni seguir avanzando. Zanigra
y Remigius observaron a las criaturas con asombro y Dim con orgullo hacia su yumón. Entonces, un caballero que
trotaba con su caballo, pasó al lado de los dos Innos inmóviles: con un arco
fluido de su espada los decapitó de un solo movimiento. Los dos Innos muertos
salieron de su inmovilidad y se derrumbaron en el suelo.
- Atrás. Vamos
hacia atrás – ordenó Remigius, reculando, con el escudo dorado en todo momento
alzado entre ellos y los atacantes. El grupo de cuatro se ocultó entre unos
árboles delgados y el escudo tideriano del alguacil.
Cástor se
movía con rapidez, golpeando a los Innos con su basto a dos o a una sola mano. Ceniza corría entre los Innos y los
caballos, mordiendo a los enemigos y cercenando brazos, patas y cabezas. Los
caballeros de Darius Gulfrait caracoleaban con sus caballos entre las
criaturas, manejando sus espadas. Los Innos se llevaron la peor parte, pero
algunos de los caballeros cayeron al suelo, arrastrados por las criaturas, y
murieron allí.
- ¡Coronel!
¡Llévese a los demás! – le dijo un sargento a Darius Gulfrait.
- ¿Cómo dice?
- ¡Nosotros
nos quedaremos aquí, cubriéndoles! ¡Vienen más Innos y los detendremos, pero
ustedes deben irse de aquí!
- ¡Tengo que
pelear con mis hombres! – rechazó el coronel.
- ¡En otras
circunstancias no le llevaría la contraria, señor, pero ahora debe proteger al
grupo importante! ¡Ustedes tienen una misión en Gondthalion!
Darius
Gulfrait cercenó la cabeza de un Inno y pensó en lo que su sargento acababa de
decirle, mientras veía cómo otro grupo de unos quince Innos cruzaba el
riachuelo Uro y se unía a la pelea.
Era cierto:
debía proteger al grupo de “embajadores”, para que pudieran llegar hasta el
lugar marcado en el plano con la quemadura. Aquello era lo importante, no despedazar
a unos pocos Innos en un lugar perdido de la cordillera Oscura.
- ¡¡Ia!! –
azuzó a su caballo, cruzando la pelea entre Innos y caballeros, tomando las
riendas de dos caballos que habían perdido a su jinete. Cogió los fardos de las
grupas de los caballos de tres de sus caballeros que seguían en liza y salió
del desbarajuste que era la pelea, reuniéndose con el grupo que estaba
protegido tras el escudo dorado del alguacil Remigius. – ¡Monten!
Remigius y
Zanigra compartieron un caballo, con parte del equipaje de los hechiceros
detrás, y Eonor y Dim hicieron lo propio con la otra montura, que también
llevaba sus útiles en la grupa.
- ¿Y Cástor? –
preguntó Dim.
- Iré a por
él. Vosotros seguid remontando el río. Os alcanzaremos en un momento. ¡¡Ia!!
El coronel
azuzó a su montura y se dio la vuelta, bajando por la ladera unos quince metros
y metiéndose de lleno en la pelea, para buscar al pastor de cabras belirio.
Remigius dio la vuelta a su montura y Eonor hizo lo mismo con la suya,
alejándose de allí trotando cuesta arriba.
Más Innos se unían a la pelea en ese momento. Los
caballeros de Rodena les hicieron frente y dominaron la situación, como hasta
entonces.
Los tres
caballos y el perro llegaron hasta el nacimiento del río Uro y siguieron
subiendo hasta la cima de la montaña, guiados por Cástor, que viajaba a la
espalda del coronel. Habían tardado un día más. Darius Gulfrait y Cástor se
habían unido a los demás a medio camino, subiendo la montaña al trote. El
caballero había recogido al pastor de cabras y lo había subido a su montura,
saliendo de la pelea, dejando a su sargento al mando. Ceniza los siguió trotando, con la rosada lengua fuera.
- Aquí empieza
la bajada – señaló Cástor, haciendo que los tres caballos se detuvieran.
- Gondthalion
– musitó Eonor.
Estaban en una
placa de roca plana, entre dos picos de tres metros, a cada lado. Desde allí
podían ver la ladera por la que tenían que descender y, al fondo y por delante
de ellos, la tierra de las Canteras Eternas. Aunque estaban muy lejos, podían
distinguirse los embudos escalonados de las minas a cielo abierto y las
entradas a las galerías de las minas en profundidad. Había docenas de ellas y
podían verlas debido a su tamaño, gigantesco.
- La bajada es
muy peligrosa – comentó Cástor. Se bajó del caballo de Darius Gulfrait de un
salto y Ceniza no perdió tiempo para
acercarse a las piernas de su amo y restregarse contra ellas. – Los caballos
pueden romperse una pata o resbalar fácilmente. Será mejor que los dejemos
aquí.
- ¿Es
necesario? – preguntó el coronel Gulfrait. – Con los caballos viajaremos más
rápido....
- Y los Innos
están por esta zona – aportó Remigius. – Lo sabemos muy bien. A caballo tenemos
más oportunidades de escapar.
- No iremos
andando – prometió Cástor, acariciando a Ceniza
en el pescuezo y entre las orejas. – Solamente os digo que dejemos aquí los
caballos. Es peligroso para ellos y también para nosotros, si un caballo
resbala y vamos montados en él. Más adelante conseguiré unas monturas con las
que podremos bajar con seguridad y cruzar la llanura de abajo, hasta el punto
que nos diga Eonor. Lo prometo.
- De acuerdo,
entonces – dijo el hechicero, convencido con las palabras del pastor de cabras.
Era un tipo hosco y serio, pero que había demostrado durante la asamblea y todo
el viaje posterior que era digno de confianza. Dim imitó a su yumón, que empezó a coger los fardos que
iban a la grupa de los caballos y a hacer un par de petates con ellos,
colocando la carga y atando bien la tela que la rodeaba para que no se soltara
ni se perdiese nada.
Los demás se
bajaron de las monturas y se prepararon para seguir andando. Cástor los vio
hacer, satisfecho, sin dejar de acariciar a su perro. Remigius y Zanigra
llevaban sus pocas pertenencias en dos mochilas, además del escudo dorado del
alguacil, que iba colgado encima de la mochila, refulgiendo al Sol. Darius
Gulfrait llevaba un pequeño fardo cruzado sobre la coraza, a la espalda. Eonor
y Dim se acomodaron los dos petates que acababan de confeccionar y se pusieron
en pie, listos y preparados.
- ¿Todos
listos? – preguntó Cástor, al ver a sus compañeros de pie y mirándole. – Muy
bien. Seguidme con cuidado, sin saliros de la senda que yo trace....
El pastor echó
a andar, precedido por su perro. Los demás fueron detrás, pisando donde él pisaba.
El coronel Gulfrait dedicó unos segundos a despedirse de su caballo, compañero
en cientos de batallas y aventuras. Lo dejó atrás con un nudo en la garganta.
Los tres
caballos vieron alejarse a los humanos y después, con el caballo del coronel en
cabeza, bajaron de la cima de la montaña por donde habían venido, al paso,
tranquilamente. Iban a reunirse con el resto de caballeros, esperando que después
de pelear contra los Innos el día anterior quedara alguno con vida.
Bajaron
durante toda la mañana, con mucho cuidado, a un ritmo lento, seguro y regular.
Cástor se detuvo en una especie de mirador redondeado, rodeado de rocas. Allí tomaron
un bocado, para recuperar fuerzas, y se sentaron.
- Tengo los
pies destrozados – comentó Dim, con voz lastimera. Se quitó una bota y se
masajeó la planta del dolorido pie.
- No
necesitaremos andar más – dijo Cástor, haciendo visera con la mano plana sobre
los ojos, mirando en la lejanía.
- ¿Por qué?
- Os prometí
monturas y las vamos a conseguir – dijo Cástor. No sonrió, tal era su
costumbre, pero su voz sonó alegre y risueña. Sacó un silbato hecho de hueso,
que llevaba colgado al cuello con un cordón, y miró otra vez a la lejanía,
hacia el este, antes de soplarlo con fuerza, cinco veces seguidas. Fueron
silbidos largos, potentes.
- ¿No
llamaremos la atención de los Innos con eso? – preguntó Zanigra, recelosa.
- Puede ser,
es verdad, pero también atraeremos a las monturas – contestó Cástor, mirando
alrededor, prevenido. Remigius y Darius Gulfrait también vigilaron los alrededores,
por si los Innos se acercaban a ver qué eran esos pitidos que habían escuchado,
como había temido Zanigra.
Pero las que
se acercaron fueron un rebaño de cabras, peludas y con ojos estrábicos. Eran
unos animales grandes, de patas fuertes, lanudas, con cuernos retorcidos en la
cabeza. Los cinco se quedaron asombrados.
- ¿Quieres que
montemos en cabras? – se sorprendió Darius Gulfrait. Cástor asintió.
- Son fuertes
y resistentes, y más seguras a la hora de viajar por peñascos y rocas sueltas.
- Pero....
¡son salvajes! – se quejó Remigius.
- Sí, eso
creo. Pero las cabras atienden a este tipo de silbido: los pastores de Belirio
lo usamos desde hace muchos años. Obedecerán al silbato, no tenemos que temer
nada.
- Son muy
feas.... – dijo Dim, con cara de asco.
- A mí me
parecen muy simpáticas – dijo Zanigra, sonriendo, acercándose a una con
cautela, para acariciarla. La cabra, ya fuese porque no tenía nada que temer de
la bibliotecaria o porque seguía hipnotizada por la llamada del silbato, no se
movió y se dejó acariciar. – Ven, Dim, prueba tú también....
Los cinco
reticentes acabaron convenciéndose, al acercarse a las cabras y comprobar que
entre Cástor (con el silbato) y Ceniza
(con sus maneras de perro pastor) las tenían controladas. El rebaño era
abundante (quince o veinte animales), pero ellos sólo utilizaron seis cabras
para desplazarse. Las demás las siguieron como guardia de honor.
El coronel
Gulfrait reconoció que eran un medio seguro y eficaz para descender de las
montañas a la llanura, pero esperaba que nunca se supiese que un coronel de
caballería de Rodena había montado a lomos de una cabra montesa salvaje.
Durante tres
días con sus noches los seis bajaron de las laderas de las montañas y
recorrieron la llanura, a lomos de cabra, en busca del lugar donde estaba
oculto y enterrado el “sarcófago” de bronce de Thilt.
En los Cuatro
Reinos seguía la guerra, a lo largo de la cordillera Oscura. Pero en
Gondthalion podía estar el final de la contienda.
El detalle
importante era ver hacia qué lado se inclinaría ese final que estaba cerca.
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