El Sumo
Sacerdote Oscuro Kuliaqán había repasado con rapidez el hechizo, aprendiéndolo
inmediatamente y con la seguridad de que funcionaría. Era un gran hechicero y
tantos años de estudio y entrenamiento (y la venta de su alma a una maldad
superior) daban ciertas ventajas.
- Erlekthám, caloc. Vendrem gert, derundem gert. Isalhá, mestrum Thilt. Isalhá – comenzó
a pronunciar el hechizo, con los ojos cerrados, aunque nadie podía haberlo
asegurado, en su átona faz. Alzó las manos, cerradas en puños, por encima de la
cabeza, mientras recitaba el hechizo de memoria. Era largo y algo complicado,
así que Kuliaqán procedía con cautela y tranquilidad.
Alzó la
cabeza, mientras seguía recitando. Una bola de fuego surgió por encima de él,
cerca del techo de roca de la caverna en
la que se encontraba. El fuego ardía en riadas, retorciéndose unas sobre otras,
formando una bola. Las llamas lamían la superficie, se introducían en su
interior y salían por el otro lado. Parecía una bola compuesta por multitud de
llamas y brazos de fuego con vida propia. El Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán
seguía recitando el hechizo.
Abrió los
ojos, con las últimas frases del hechizo, y la bola de fuego se inflamó, más
fuerte. Las llamas crecieron en intensidad y tamaño, y su color se hizo más
intenso.
- Isalhá,
mestrum Thilt. ¡¡Isalhá!! – terminó, al mismo tiempo que abría las manos y
estiraba los dedos. La bola de fuego se estiró, formando una columna que se
retorcía, a la vez que avanzaba por el aire. Reventó el techo de roca de la estancia
de Kuliaqán, saliendo al exterior, viajando en un amplio arco hacia el lugar
donde lo había dirigido el Sumo Sacerdote Oscuro.
Al lugar donde
reposaba Thilt encerrado en su sarcófago de bronce.
La caverna se
derrumbó, aplastando el mobiliario, el tocón de columna donde reposaba la bola
de cristal y al mismo Kuliaqán.
- ¿Qué ocurre?
– preguntó Dim, asustado.
- Me temo que
un hechicero muy poderoso está liberando a Thilt ahora mismo – se lamentó
Eonor.
- ¡¡No puede
ser!! – chilló Zanigra. – ¡¡Tenemos que hacer algo!!
- No sé qué
podemos hacer.... – Eonor parecía abatido. – No nos dará tiempo a alejarnos lo
suficiente para que el hechizo no alcance el relicario. Y una vez que Thilt
esté aquí....
- ¡¡Algo habrá
que podamos hacer!! ¡¡Antes de que Thilt salga de su prisión!!
- No sé....
Puedo intentar alguna cosa, aunque no se me ocurre qué.... Pero tendría que
dejar de conjurar la burbuja....
- ¡¡Hágalo, yumón!! – pidió Dim. – Lo importante es
el relicario, no nosotros.
Eonor bajó los
brazos y dejó de concentrarse. La burbuja se deshizo en un montón de chispas
azules, que viajaron por el aire, apagándose. Se giró hacia los relicarios: uno
brillaba intensamente y se sacudía, vibrando. El otro estaba inmóvil, inerte.
El hechicero
tuvo una idea.
- Quizá.... No
sé si funcionará....
- Pruebe, yumón, confío en usted.
- Haga algo,
Eonor, sólo usted puede hacerlo....
En ese momento
un Inno aullando se lanzó a por ellos tres, que se giraron y lo vieron
acercarse, asustados. Dim y Zanigra chillaron y Eonor pensó en un conjuro para
protegerse. Pero antes de que pudiera pronunciarlo Ceniza saltó por el aire, atrapando el cuello del Inno en mitad del
vuelo. El peso del perro hizo que el Inno cayera al suelo y fallara en su
ataque. Ya en el suelo, el perro lo destrozó a dentelladas.
- Ese perro me
gustaba, pero ahora no sé si me atreveré a acariciarle.... – comentó Dim,
atónito.
- Hay que
darse prisa: Zanigra, coge el relicario vacío y sepáralo. Dim, busca entre
nuestras cosas y dame un ala de murciélago y una rama de lavanda....
Los dos
obedecieron, justo a tiempo: en aquel instante la columna de fuego que viajaba
por el aire descendió e impactó contra el relicario en el que se hallaba
atrapado Thilt, fundiéndolo, ennegreciéndolo y deshaciéndolo. El impacto del
fuego hizo que Eonor cayera hacia atrás, que Zanigra cayera de bruces con el
relicario vacío en las manos y que Dim rodara por la tierra.
Los Innos
aullaron asustados y salieron corriendo de allí con sus patas de hormiga.
Apenas quedaba la mitad de los que habían atacado al principio y los tres
guerreros que les habían hecho frente los vieron irse con una mezcla de asombro
y alivio. Los tres estaban cansados y todos tenían más o menos heridas:
arañazos, cortes, magulladuras y algún mordisco, que había que tratar cuanto
antes para que no se infectaran.
Pero no había
tiempo para aquello.
Los tres
miraron la columna de fuego que acabó por extinguirse, cayendo en su totalidad
sobre el relicario que acababan de encontrar. El metal estaba fundido, quemado,
lleno de hollín: ya no había relicario, sólo un montón de metal fundido sin
forma alguna.
Del interior
empezó a salir Thilt.
- ¡Maldita
sea! – soltó Darius Gulfrait.
- ¡Bosta de
caballo! – gritó Cástor.
Remigius
estaba sin palabras.
El maligno
hechicero salía del interior del relicario destruido como si saliera de un pozo
estrecho: primero asomó su cabeza, cubierta con la capucha roja de su capa.
Movió los hombros para sacarlos después y luego hizo unos movimientos a cada
lado, para hacer sitio y sacar un brazo, con el que se apoyó en los restos
fundidos de bronce para hacer fuerza y poder sacar el otro brazo.
Los seis lo
miraron atónitos, aterrados y vencidos. Thilt había sido un hombre, hacia
cientos de años, pero la magia lo había consumido: ahora era un simple esqueleto,
con una piel gris pegada al hueso. Tenía ojeras negras que le rodeaban los
ojos, que ardían como si fueran antorchas. Su cráneo, oculto en la capucha roja
de la capa, estaba cubierto de cuernos, pequeños y anchos. Los brazos eran
delgados, con los tendones marcados en la piel gris, acabados en manos
descarnadas, con uñas gruesas y largas, de color amarillo, parecidas a las
garras de un animal.
Thilt bramó,
con medio cuerpo fuera de su prisión, haciendo fuerza con los brazos apoyados
en el suelo, para sacar por completo su cuerpo.
- Hemos
fallado.... – musitó Darius Gulfrait, para el que existía una máxima por encima
de las demás: “no hay fracaso para un caballero”.
- Todavía no –
dijo Eonor, y a pesar del miedo que sentía el hechicero, había conseguido que
sus palabras sonaran con seguridad, haciendo que sus compañeros tuvieran un
poco de esperanza. – Hay algo que podemos hacer.
- ¿Qué es, yumón?
- ¡¡Hágalo!!
- ¡Adelante!
- Puede que no
funcione, es una idea desesperada – advirtió Eonor, mientras Thilt sacó su
cuerpo hasta la cintura, bramando.
- ¡¡No
importa!!
- ¡¡Pruebe!!
- ¡¡Hágalo!!
Eonor se
volvió a Dim, que le entregó el ala de murciélago y la lavanda que le había
pedido. El aprendiz sabía lo que su yumón
pretendía hacer, aunque no sabía si funcionaría. Le apretó la mano al
entregarle los ingredientes, con confianza, y el hechicero le sonrió, en
agradecimiento.
Eonor se
acercó al relicario vacío que Zanigra había apartado del otro y se restregó la
lavanda en las palmas de las manos, mientras musitaba el conjuro, entre
dientes. Lo hizo rápido, aunque muy concentrado: reservó un rincón de su
cerebro para seguir deseando que funcionase. Después soltó el ala de murciélago
en el aire, que revoloteó ella sola, al tiempo que Eonor colocaba sus manos
rodeando el relicario de bronce, el que se había construido como suplente del
que se utilizó para atrapar a Thilt.
El Gran
Hechicero Maligno salió de su prisión, al fin. Se puso en pie, todo lo alto que
era (llegaba a los dos metros) y observó a los humanos que le rodeaban. Su
mirada era fría y calculadora, llena de maldad y de oscuras intenciones.
Entonces el
ala de murciélago se pegó a su fina frente, anclándose allí como si fuese su
lugar natural y no la espalda de un murciélago. Thilt aulló, aunque ninguno
supo si fue de sorpresa o de dolor. El ala empezó a aletear y arrastró a Thilt
al otro relicario, que Eonor seguía rodeando con las manos. El recipiente
brilló con una luz amarilla y potente y el Gran Hechicero Maligno, recién
liberado, aún recuperando sus poderes dormidos durante cientos de años, fue
encerrado dentro de un nuevo relicario de bronce, creado especialmente para
aquel propósito.
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