- ¡¿Entrar en
Gondthalion?! ¡¡Es una locura!! – dijo Remigius, tratando de sonar vehemente y
convencer al resto de embajadores. – ¡No sabemos qué hay allí!
-
Probablemente esté infestado de Innos – opinó Eonor, mirando al coronel
Gulfrait, que asintió. – De algún sitio habrán tenido que salir los que
corretean por nuestros reinos y supongo que será de allí.
- Es lo más
lógico, sí – dijo el coronel rodeniense.
- ¡¿Y
pretendéis entrar en la tierra de las Canteras Eternas, infestada de esas
repugnantes criaturas?! Estáis locos....
- Quizá sí –
reconoció Eonor. – Pero personalmente tengo el permiso de mi monarca para hacer
todo cuanto esté en mi mano para arreglar esta crisis. Mi trabajo no se limita
solamente a venir a la asamblea real y dar mi opinión. Si puedo hacer algo más
para detener a quien sea que quiere liberar a Thilt, lo haré.
- Y mis
hombres y yo también, por supuesto – dijo el coronel Gulfrait, con orgullo.
Estaban
rodeando la hoguera. Después de haber vencido sus reticencias tras el conjuro
(y haber visto lo que había salido de las llamas) los seis se habían reunido a
la luz del fuego. La hoguera ardía ahora con llamas normales, así que podían
verse de un lado a otro del círculo sin problemas, y el calor del fuego era
soportable, incluso se agradecía: la noche al pie de las montañas Prye era
fresca.
- Yo soy
pastor – empezó a decir Cástor y todos le miraron con atención: era la primera
vez que el de Belirio hablaba – y no sé nada de magia ni de caballería, pero sé
algo de Gondthalion. Vivo al pie de la cordillera Oscura y he remontado sus
laderas y caminado sus picos varias veces. No es fácil entrar en Gondthalion y
mucho menos si esos bichos están por allí.
- Tengo
veinticinco de mis mejores caballeros – dijo Darius Gulfrait. – Los Innos
pueden ser una gran amenaza, lo reconozco, pero les plantaremos cara.
- Además, no
tenemos que recorrer toda la tierra de las Canteras Eternas – dijo Eonor,
cogiendo el mapa de Remigius, con la marca de la quemadura. – El lugar señalado
está al norte, cerca de la cordillera.
- No será
fácil, eso es verdad. Lo que digo es que no es imposible – afirmó el coronel. –
Y reconozco que nos vendría bien un guía que haya cruzado ya las montañas....
Cástor
asintió, serio.
- Voy a ir. No
he dicho que no lo vaya a hacer – dijo, certero. – Solamente os advertía de que
la travesía no iba a ser sencilla. La estepa y las montañas son duras.
- El desierto
de Tâsox tampoco es un paseo – dijo Dímoras, un poco picado por el comentario
del pastor. Su yumón sonrió con
orgullo y el coronel Gulfrait lo hizo con diversión. Al caballero le caía bien
el muchacho y le removió el pelo, estirando el brazo, pues lo tenía al lado.
- El desierto
endurece, ¿verdad, hechicero? – bromeó.
- Aprendiz de
hechicero – puntualizó el muchacho, pero sonrió divertido.
- Entonces
Belirio, Rodena y Tâsox están en esto juntos. El rey del basto, el de la espada
y el de la copa van a pasar a la acción. ¿Qué dicen los embajadores del rey del
oro? ¿Podemos contar con Tiderión?
Remigius miró a
Zanigra antes de contestar, con mirada llena de pesar. El alguacil sabía lo que
tenía que contestar, aunque no le gustase lo más mínimo.
- Sí. Podéis
contar conmigo. Tiderión también luchará en esta guerra.
- Y yo también
– dijo Zanigra, con voz decidida, aunque débil. Remigius se giró hacia ella.
- No hace
falta, Zanigra. Puedes volver a Nau con Syr Wilfretd Goldbloom y la escolta.
Estarás allí en unos pocos días.
- Ya lo sé.
Pero quiero ir. Soy la embajadora del rey Corasquino, ¿no es así? Si todos los
demás embajadores van a ir en grupo, yo también debería ir, ¿verdad?
- Muy bien,
niña. Ése es el espíritu – dijo Darius Gulfrait, con una sonrisa amable.
Remigius parecía preocupado, pero también un poco orgulloso al ver cómo Zanigra
vencía su natural timidez por una causa mayor.
- Entonces
estamos todos de acuerdo, ¿no es así? – resumió el hechicero. – Mañana
viajaremos a Gondthalion, al lugar donde se esconde la tumba de bronce de
Thilt, para hacernos con ella antes que los Innos y quienquiera que los dirige.
¿Todos de acuerdo?
Hubo
asentimientos alrededor de la hoguera.
- Entonces
vamos a dormir – intervino Darius Gulfrait. – Mañana empezamos un viaje largo.
Tres días
después, la comitiva seguía de viaje, a un ritmo lento, demasiado para el gusto
del coronel Gulfrait.
Él y sus
soldados viajaban a caballo, unas poderosas monturas habituadas a cabalgar.
Pero durante aquellos días no lo habían hecho, pues sus compañeros de viaje no
tenían tanta suerte.
Para empezar,
Eonor y Dímoras viajaban en carro, tirado por su fiel burro. El animal era
resistente y muy fuerte, pero su paso era lento, aunque se mantuviese constante
durante toda la jornada. Remigius y Zanigra, por su parte, también viajaban a
caballo, pero lo hacían despacio, al paso del carro de los hechiceros.
Pero el que
más retrasaba era Cástor, que marchaba a pie con su perro Ceniza. Era verdad que su paso era ligero y no bajaba el ritmo en
toda la jornada, pues era un hombre habituado a caminar, pero estaba claro que
no podía seguir el ritmo de un caballo al trote. Cada poco los hechiceros del
carro y los tiderianos a caballo paraban para que les alcanzara.
El coronel
Gulfrait estaba desesperado.
El camino
había sido cómodo, recorriendo Rodena. El reino de la espada estaba cruzado por
multitud de caminos asfaltados con piedras o si no de tierra prensada,
adecuados para recorrerlos con carro o a caballo. Habían dormido al lado del
camino cada noche, montando el campamento con rapidez, gracias a sus soldados.
El viaje estaba siendo muy plácido, demasiado para su gusto.
Las noticias
de que la guerra había comenzado les llegaron en cuanto pasaron por el primer
pueblo que encontraron. Los Innos habían cruzado la cordillera Oscura y el
ejército de Rodena les había plantado cara. El coronel deseaba estar peleando
junto a sus compañeros del ejército, pero también sabía que su actual misión
era igual de importante, o más, que defender las fronteras de su reino, así que
no le ponía nervioso estar allí en lugar de en el frente de batalla.
Lo que le
desquiciaba era el ritmo de su viaje, pensar que amigos suyos estaban luchando
y muriendo contra los monstruosos Innos y él estaba recorriendo la pradera rodeniense
a ritmo de paseo.
Tenían que
apresurarse.
El coronel dio
el alto a sus hombres y esperaron montados sobre sus caballos a que los demás
les dieran alcance.
- ¿Qué ocurre,
coronel? – preguntó Eonor, cuando llegaron con el carro a la columna de
soldados. El coronel no respondió, pero le hizo un gesto de paciencia. Los
hechiceros, el alguacil y la bibliotecaria se giraron, para ver llegar al
pastor acompañado de su perro, que estaba más retrasado. Cuando Cástor los
alcanzó el coronel habló.
- No podemos
seguir así – dijo, muy serio. No quería sonar censor, como si estuviese riñendo
a sus compañeros de otros reinos, pero sí quería sonar molesto y contundente. –
Tenemos que aumentar el ritmo: la guerra ya ha estallado en la frontera.
Tenemos que viajar más rápido.
- Hacemos lo
que podemos....
- Pues hay que
hacer más. Necesitamos monturas para todos y viajar al trote, cuando no al
galope.
- No me gusta
montar a caballo, ya os lo he dicho – dijo Cástor. – Son animales que respeto y
admiro, pero no me gusta montar sobre ellos.
- Además,
aunque montemos a caballo, no todos sabemos cabalgar como los soldados de
Rodena – apuntó Eonor. – Cada poco tiempo tendríamos que parar a recoger a
alguno de nosotros, que habría caído de su montura....
- Esperando
que no haya sufrido daños graves – secundó Remigius, haciendo que el hechicero
lo mirara y asintiera enfáticamente, dándole la razón.
- No hay una
solución fácil – dijo el coronel, pasándose la mano por el mentón. Pensaba en
empezar a cabalgar con sus hombres y dejar que los otros representantes de los
demás reinos fueran detrás, a su ritmo. Que les alcanzaran cuando pudieran,
quizá cuando ya tuvieran el farol de bronce con Thilt en su interior en su
poder.
- Si
tuviéramos un carro grande o un carruaje tirado por caballos.... – comentó Dim,
encogiéndose de hombros. Remigius sonrió al escuchar al aprendiz.
- Hechicero
Eonor, vuestro aprendiz es el más inteligente de todos. Creo que será un gran
hechicero en el futuro....
- Cómo se ve que
no le conocéis bien – bromeó Eonor, haciendo que Dim se pusiera rojo como un
tomate maduro. – ¿Por qué lo decís?
- Porque no
tenemos un carruaje, pero sé cómo conseguir uno – dijo el alguacil, con
alegría.
Continuaron
por el camino, a su paso lento, hasta llegar al siguiente pueblo. Remigius
buscó a un vendedor de carros o a alguien que tuviera uno que quisiera vender.
Tuvieron suerte y encontraron a un jornalero que tenía una antigua diligencia
guardada en un granero. Estaba vieja y algo sucia, pero entre los soldados del
coronel y los seis embajadores la arreglaron y limpiaron, poniéndola a punto
para viajar. Con el oro de Tiderión Remigius pagó la diligencia a su dueño,
enganchando los caballos que habían usado él y Zanigra para ir hasta allí.
Dejaron el burro y el carro de Eonor allí a buen recaudo y metieron sus
equipajes en el amplio carro, cómodo para los pasajeros.
Al día siguiente
siguieron su camino, con los soldados de Rodena en cabeza y la diligencia
detrás, con Remigius y Dímoras en el pescante del conductor.
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