(10)
Empezaba a hacerse
de noche cuando Séptido llegó a la cueva de Bícido, después de haber recorrido
casi toda la zona del segundo Guardián. Había utilizado toda la tarde para
salir de la de Trícido y recorrer la de Bícido.
Había una espesa
bruma a ras de suelo, de color verde brillante. No le impedía andar, pero
indudablemente era mágica, porque parecía pegarse como si fuese miel. Era otro
ejemplo más de lo que el despiadado Zard había dejado entrar, para molestar a
los Guardianes, para crear caos y revuelo, para adelantarse al gran éxodo que
pretendía liberar.
El Guardián se había
separado del Sendero cuando había encontrado unas escaleras de piedra, que
subían, alejándose del Sendero. Allí estaba la guarida de Bícido, en mitad de
la ladera, dentro de una cueva.
Séptido se asomó a
la cueva, sin encontrar a Bícido. Todo estaba en orden, no había señales de que
algo violento hubiese ocurrido en la cueva. Pero Bícido no estaba por allí.
Séptido estaba casi
convencido de que algo le había ocurrido al Guardián. No le había visto en el
Sendero y no había ni rastro de él en su guarida. Séptido había esperado volver
a ver al anciano Guardián, vestido con su túnica parda de lana gruesa, con la
melena gris y la barba larga, armado con su cadena. Hacía años que no lo veía.
Salió de la cueva y
miró alrededor. Allí Bícido tenía un corral y un pequeño huerto, en un insólito
terreno de tierra que había en la ladera de la montaña.
- Hola, Séptido –
escuchó que lo saludaban. Asombrado, pero tampoco mucho, después de todo lo que
ya había visto en su viaje por el Sendero, Séptido se acercó al corral, de
donde había venido la voz. En el corral había gallinas y ocas, y en otro
apartado había una pareja de cabras.
- Hola.... –
respondió, sin saber muy bien a quién.
- Soy yo, ¿no me
ves? – una gallina amarilla se separó de las otras, acercándose a Séptido, que
estaba apoyado en la valla. El Guardián miró con ojos como platos a la gallina,
que movía la cabeza al andar y abría y cerraba el pico, a la vez que sonaba la
voz de Bícido.
- Vaya, te han
convertido en una gallina.... – dijo Séptido, con voz átona. Era algo
extraordinario, pero ya estaba curado de espantos.
- Sí, llevo así un
par de días – dijo la gallina, con la voz de Bícido.
- ¿Sabes quién lo ha
hecho? – dijo Séptido.
- No lo sé, el
Sendero ha estado muy revuelto últimamente. Puede que alguna criatura mágica me
lo haya hecho sin querer....
- No ha sido sin
querer – explicó Séptido. – Hay un Dharjûn en el Sendero, atacando a todos los
Guardianes. Quiere abrir el portal....
- ¿Y a ti no te ha
pasado nada?
- Yo me libré de
milagro – explicó Séptido. – Ahora sólo quiero detener esto.... ¿Sabes algo de
Únido? He encontrado a Trícido y sé que está bien, pero no me vendría mal algo
más de ayuda....
- Hasta hace un par
de días Únido estaba bien – contestó la gallina en que se había convertido
Bícido. – Pero creo que hay un Dragón rondándole.
- ¡¿Un Dragón?! – se
asustó Séptido. – Tengo que ir a verle, a comprobar que está a salvo. ¿Tú
estarás bien?
- Yo sí, mientras
haya grano.... – respondió la gallina.
Séptido salió de
allí corriendo, bajando las escaleras a toda prisa, con riesgo de romperse la
crisma rodando por ellas, volviendo al Sendero y corriendo por él. La última
parte de la zona de Bícido era extremadamente empinada y cuando atravesó los
zarzales del Gato y entró en la última zona del Sendero, se dio cuenta de que
el principio de la zona de Únido era igual.
Era noche cerrada
cuando atravesó el bosque Virulento, en el último tramo del Sendero. Después
del bosque el Sendero volvía a tornarse llano, llegando a la cima con una leve
pendiente nada difícil de recorrer.
Séptido se detuvo en
el bosque, agarrando el garrote con las dos manos. Había escuchado ruidos a su
alrededor, nada tranquilizadores. Notó hojas que caían a su alrededor y miró
hacia arriba: las ramas se movían. Había algo sobre él.
Volvió a caminar,
para salir cuanto antes del bosque, para volver a terreno abierto, pero no
pudo.
Cinco gárgolas
cayeron a su alrededor, desde las ramas de los árboles. Le rodearon, gruñendo,
intentando asustarle.
Y lo consiguieron.
Las gárgolas eran
seres antropomórficos. Se alzaban sobre dos piernas y tenían dos brazos. Las
manos eran de cuatro dedos y los pies eran alargados y sólo de tres dedos,
acabados tanto unos como otros directamente en garras, duras como piedras.
Tenían largas melenas, grandes bocas con colmillos y los ojos blancos que
brillaban en la oscuridad.
Lo curioso de las gárgolas era que sólo estaban activas de noche y de día se transformaban en
piedra, quedándose inmóviles como estatuas allá donde les alcanzasen los
primeros rayos del Sol matutino.
Séptido enarboló el
garrote, como si quisiera pelear, aunque sabía que pocas opciones tenía contra
las gárgolas. Quizá, si pelease contra una, o contra dos, pudiese vencerlas y
ahuyentarlas: al fin y al cabo era un Guardián. Pero allí tenía que enfrentarse
contra cinco.
Tragó saliva,
mirándolas a todas ellas, que giraban a su alrededor, gruñendo y enseñando los
dientes. Buscó alguna salida, alguna forma de huir, de escaparse entre los
árboles del pequeño bosque, pero no era posible.
Las gárgolas le
tenían bien rodeado.
Cuando se resignó
a que tendría que pelear contra ellas, aunque tenía la certeza de que no vencería
y le cogerían preso (o algo peor) las gárgolas se detuvieron, formando más o
menos un círculo a su alrededor.
Inclinaron las
cabezas, escuchando. Séptido también lo hizo, pero no escuchó nada. Sin embargo
las gárgolas sí que debieron de oír algo, porque se miraron entre ellas,
lanzando gruñidos y ladridos, casi lastimeros. Después, con prisa, se alejaron
de allí, volviendo a esconderse entre los árboles, mirando a Séptido con reto y
con lástima.
Séptido se quedó
solo en mitad del Sendero, bajo los árboles del bosque Virulento.
Entonces empezó a
escuchar unos pasos, que se acercaban, desde lo alto del Sendero. Quizá aquello
fuese lo que había ahuyentado a las gárgolas. Séptido sonrió, ilusionado,
pensando que podía ser Únido, que había burlado al Dragón que lo acechaba y
había llegado hasta aquella parte de su zona del Sendero, atraído por el ruido
de las gárgolas.
Pero no era Únido.
Séptido reconoció a
Zard al instante, pues coincidía punto por punto con la descripción que de él
había hecho el Hombre de los Zapatos Rotos.
Los brazos largos
con uñas amarillas. La espalda ancha y encorvada. La cara de pájaro, de ave de
rapiña, con ojos malévolos e inteligentes, amarillos con la pupila rasgada. Las
orejas puntiagudas. Los colmillos que asomaban de su boca. La piel oscura,
seca y arrugada. La coleta negra sobre la cruz de la espalda.
Séptido tembló de
terror, lo que no era muy adecuado en un Guardián del Sendero, pero sí que era
muy comprensible estando delante de un Dharjûn.
- Buenas noches, mi
querido Guardián – dijo Zard, a modo de saludo, caminando tranquilamente por el
Sendero. Séptido se fijó que el Dharjûn era muy alto en realidad, pero como iba
encorvado parecía más bajo que él mismo. – Me sorprende verte por aquí, en
lugar de estar enfermo en tu cama....
- ¿Lo de la arpía
fue cosa tuya? – soltó Séptido, enfadado, sin poder contenerse. Se le había
pasado el miedo de golpe.
- Me temo que sí –
dijo el Dharjûn, deteniéndose en mitad del Sendero, a unos cinco metros de
Séptido. Sonreía, malévolo. – Una idea que se me ocurrió, una lindeza. Fue
fácil colar a un par de arpías diminutas por el portal, para que te buscaran.
Pero veo que fallaron.
- Una me encontró.
Pero supe curarme rápido.... – dijo Séptido, con el ceño fruncido y los dientes
apretados.
- Esencia de asaúco,
¿verdad? – preguntó Zard, sonriendo con superioridad. – Qué mala pata....
- ¿Por qué estás
haciendo todo esto? – preguntó Séptido, más molesto que enfadado. Casi
impotente. – ¿Qué te hemos hecho nosotros? ¿Por qué quieres que todas las
criaturas de Xêng abandonen su reino?
Zard encogió sus
redondeados y caídos hombros.
- El caos – dijo,
mientras dibujaba una sonrisa malvada y peligrosa. – La inactividad, la paz y
la tranquilidad no proporcionan más que aburrimiento. El caos es la vida.
Cuando hay conflicto, cuando hay guerra, cuando las cosas chocan, se rompen y
se vuelven a formar, sin orden, es cuando surge la vida. Cuando la vida avanza.
Lo hago por el caos.
- ¡¡Pero la gente de
aquí morirá cuando les ataquen las criaturas fantásticas de Xêng!! – dijo
Séptido, desesperado. – ¡¡Y el reino de Xêng se extinguirá si todos sus
habitantes lo abandonan!!
- La muerte es parte
de la vida – dijo Zard, volviéndose a encoger de hombros, sin dejar de sonreír,
malvado. – Y parte del caos. Además, aunque la gente se quedara en Xêng, aquel
mundo también se acabaría, y no tardando mucho....
- Por las estrellas
que caen del cielo.... ¿Andas también detrás de eso tú? – preguntó Séptido, con
tono de regañina.
- Aunque no lo
creas, no es cosa mía – dijo el Dharjûn, alzando las enormes manos, en un gesto
de inocencia. – Pero admito que me ha gustado y que me ha ayudado....
- Voy a cerrar el
portal para siempre, para que no puedan entrar aquí los habitantes del reino de
Xêng.... – dijo Séptido, decidido.
- Adelante, inténtalo
– dijo Zard, juguetón, apartándose hacia un lado del Sendero, dejando el paso
libre. Séptido vaciló. El Dharjûn escondía alguna trampa o se guardaba algo que
sólo él sabía.
- ¿Qué tramas?
- Todo está hecho ya
– dijo Zard, con tranquilidad, sin moverse del sitio, dejando el Sendero libre.
– No puedes hacer nada. El portal se va a abrir del todo y será al amanecer. Es
la fuerza de la Brigada de Guardianes la que permite que siga en pie y ahora
sólo quedáis tres. Trícido está siendo acechado por cuélebres y Únido lleva un
par de días rondado por un Dragón: es cuestión de tiempo que uno de los dos
caiga y cuando sólo quedéis dos el portal se abrirá.
Séptido se quedó
hundido. Sintió un vacío en el pecho, cuando la esperanza lo abandonó. Pensaba
que un Guardián solo podía proteger el portal y el Sendero, pero comprendió en
ese momento por qué eran tantos los Guardianes de la Brigada: era la fuerza y
la esencia de todos las que mantenían el portal en pie.
- Bueno.... en ese
caso, no te importará que vaya hasta la cima, para ver la procesión de seres
fantásticos.... – dijo Séptido, casi sin fuerzas.
- Adelante.... –
bromeó Zard, sonriendo victorioso, enseñando los colmillos, dedicándole un
gesto educado, cediéndole el paso. Séptido empezó a caminar, acercándose al
Dharjûn, pasando a su lado, dejándole atrás. Cuando se había separado de él
unos metros Séptido echó a correr.
No pretendía ver
cómo se abría el portal sin hacer nada. Si había una posibilidad de rescatar a
Únido la aprovecharía, porque estaba convencido de que entre el primer Guardián
(el más poderoso de todos) y él podían contener a la marea de criaturas
fantásticas que pretendían entrar en el Sendero.
Corrió por la última
parte del Sendero, saliendo del bosque Virulento, corriendo por la cima de la
Montaña Azul, en la parte del Sendero más llana.
Corrió sin parar,
quedándose sin aliento, jadeando, haciendo que sus pulmones sonaran como
ronquidos, pero sin parar de correr. A lo lejos, en medio de la cima de la
montaña, que siempre había imaginado de roca pero estaba cubierta de verde
hierba y aún más verde musgo, estaba el portal: un arco de madera roja con una
especie de cortina de seda negra en el vano.
Y delante del
portal, en el Sendero, había un Dragón.
Era un Dragón verde
de unos treinta metros de largo, con una cabeza como una carreta, con púas y
cuernos que salían de ella hacia atrás. Colmillos de quince centímetros
asomaban de su boca, las garras negras se clavaban en la roca del Sendero.
Tenía las alas desplegadas, la cabeza gacha y gruñía y husmeaba con ganas.
Estaba claro que
buscaba a Únido.
El Guardián estaba
escondido detrás de una roca azul que sobresalía entre el verde mar de hierba y
musgo de la cima de la montaña. Estaba a unos cincuenta metros del Dragón, a
sus espaldas.
Séptido abandonó el
Sendero y corrió por la hierba y el musgo, acercándose a Únido, que lo vio
venir con cara asombrada.
- ¡Séptido! ¿Qué
haces aquí? – el veterano Guardián parecía contento de verle, pero también
molesto. – Ésta no es tu zona del Sendero, no puedes estar aquí....
- Lo sé, Únido, lo
sé, pero la situación es grave – le dijo Séptido, en susurros, para que el
Dragón no les oyese. – El portal se va a abrir....
- ¿Qué dices? No
digas tonterías, no es propio de un Guardián caer en histerismos propios de la
gente de pueblo....
- Únido, ¿cuántas
veces has visto colarse aquí a un Dragón? – dijo Séptido. – Hemos visto alguna
vez hadas, unicornios, sirenas, trasgos, sumicius y cosas así.... Pero en los
últimos dos días he visto grifos, cuélebres, gárgolas.... e incluso a un
Dharjûn, que ni siquiera sabía lo que era hasta la noche pasada.
- ¿Un Dharjûn? ¿A
este lado del portal? – preguntó Únido, asombradísimo.
- Sí, es el que está
detrás de todo esto – explicó Séptido. – Ha atacado a los Guardianes: a mí
trató de enfermarme, ha hechizado a Bícido, a Cuádido y a Héxido, transformó en
roca la cabaña de Péntido, ha sumido en
un sueño a Nóvido, y ha dejado sin memoria a Óctido. Quiere abrir el portal y
que las gentes del reino de Xêng entren aquí.
- El caos.... –
murmuró Únido. – Todo empezó con la caída de las estrellas, la gente del otro
lado está asustada y quieren huir, ¿verdad? Ése Dharjûn les habrá convencido
para que vengan a este lado, y así generar caos en ambos mundos. Maldito
sea....
- Tenemos que
impedir que el portal se abra....
- ¿Y Trícido? Antes
no le has nombrado.... – apuntó Únido.
- Está bien. Es el
único, aparte de nosotros dos, que sigue sano y salvo – respondió Séptido.
- Debería haber
venido contigo – se lamentó Únido. – Entre los tres habríamos mantenido el
portal cerrado y estaríamos protegidos los unos por los otros....
- Pero entre los dos
podremos mantener el portal cerrado, ¿no? – dijo Séptido, con ánimo. Únido negó
con la cabeza. – ¿No? Pero si eres el Guardián más poderoso....
- Quizá lo sea, pero
el portal no puede quedarse cerrado si sólo quedan dos Guardianes en activo –
dijo Únido con voz apenada. – Aunque los dos que queden sean los más poderosos.
Lo importante no es el poder individual de cada uno, sino la idea de hermandad,
de grupo, de Brigada.
- Es la unión la que
hace la fuerza.... – dijo Séptido, comprendiendo, mientras Únido asentía. En el
silencio que siguió escucharon claramente los gruñidos y los zarpazos del
Dragón en la roca. – ¿Y qué podemos hacer?
- No lo sé – dijo
Únido. – Quizá bajar a Musgo, a avisar a los vecinos.
- ¿Y si tratamos de
mantener cerrado el portal, de todas formas? Incluso si se abre podemos
intentar convencer a las criaturas que se den la vuelta....
- Eso si no es un
Dragón lo primero que entre en la Montaña Azul desde el otro lado.... – bromeó
Únido. – Pero, ¿qué hacemos antes con este Dragón verde que ya tenemos aquí?
- ¿No podemos
reducirle? – preguntó Séptido.
- Yo sólo no he
podido....
- Pero ahora estoy
yo contigo.
Únido sonrió,
asintiendo, con confianza. Después se ayudó de su largo bastón para ponerse en
pie y Séptido le imitó, levantándose a su lado, empuñando el garrote.
- Al menos, que no
se diga que no cumplimos con nuestro deber hasta el final – dijo Únido,
mientras caminaban decididos de vuelta al Sendero, a enfrentarse con el Dragón
que seguía allí.
Los primeros rayos
del Sol asomaron por el este.
Únido y Séptido
llegaron al Sendero, deteniéndose detrás del Dragón, entre él y el portal.
Séptido tomó aire, intentando reunir valor: el Dragón era mucho más
horripilante de cerca. Arrancaba el coraje con sólo estar cerca.
- Ánimo, Séptido –
dijo Únido. – Somos Guardianes del Sendero....
El joven Guardián
asintió, tratando de sonreír, como hacía el viejo, sin conseguirlo. El Dragón
verde le quitaba el poco valor que le quedaba.
Únido y Séptido
golpearon a la vez la punta de la cola del Dragón verde, cada uno con su arma
de madera. El gigantesco animal rugió de dolor y se giró con rapidez,
encarándose con ellos. Séptido esquivó la cola del Dragón cuando se giró,
agitándose como un látigo.
La cabeza del Dragón
estaba a pocos metros, balanceándose a uno y otro lado. De vez en cuando
lanzaba un poderoso rugido, echándoles aire caliente encima a los dos
Guardianes, que olía fatal. Séptido dio gracias porque todavía no les hubiese
lanzado fuego, porque no hubiese sabido qué hacer para evitarlo.
Únido cogió su
bastón largo con ánimo de golpear y Séptido se llevó su garrote por encima del
hombro derecho, agarrado con las dos manos, con el mismo propósito. Tenía la
boca seca y la lengua como lija.
- Adelante, Séptido,
ataquemos a la vez – dijo Únido, con voz animosa. Séptido se abandonó a toda
emoción, decidiéndose a pelear.
Entonces, cuando los
dos Guardianes estaban a punto de lanzarse hacia adelante, para entrar en liza,
y el Dragón tomaba aliento para derramar su fuego sobre ellos, escucharon
ruidos de cascos, batir de alas, relinchos y graznidos por detrás del Dragón,
desde el Sendero.
El Dragón rugió, de
dolor y de rabia, perdiendo de vista a los dos Guardianes. Éstos, asombrados,
reaccionaron a la vez, para no perder la oportunidad: se colaron por entre las
patas del animal, debajo de su vientre pálido, y le golpearon las garras que
mantenía apoyadas en el suelo.
El Dragón se
sacudió, dolorido, y pateó el suelo, tratando de librarse de aquellos molestos
adversarios. Únido, más hábil y curtido que Séptido, lo vio venir, así que
agarró por el hombro a su compañero y lo apartó de allí, saliendo a la hierba
fresca que flanqueaba el Sendero.
Desde allí,
apartados de la lucha y tendidos en la hierba, vieron cómo una manada de unicornios y una bandada de grifos atacaban al Dragón, coordinados y sin
descanso. Los unicornios cargaban desde el Sendero, dañando al Dragón con sus
cuernos de color de plata y los grifos sobrevolaban a la descomunal criatura,
lanzándole picotazos con sus picos de águila.
- ¿Pero qué es este
prodigio? – dijo Únido, atónito. Séptido también estaba asombrado, pero también
contento: había reconocido al pequeño potrillo de unicornio y a la anciana
hembra de grifo, a los que había conocido durante su viaje por el Sendero.
El Dragón se dio por
vencido, al sufrir tanto daño en tan poco tiempo, tan seguido y sin poder
reaccionar para defenderse. Había olvidado a sus dos presas humanas y sólo
pensaba en huir. Aleteó con fuerza, alzando el vuelo, desperdigando un poco a
sus atacantes.
Pero no tenía
intención de atacarles: enfiló hacia el portal y se coló por él, atravesándolo
como el que se sumerge en el agua lo que Séptido había entendido como un velo
negro de seda.
La manada de unicornios le fue a la zaga, entrando por el portal, al igual que la bandada de grifos. Sólo un pequeño potrillo se acercó a los Guardianes, trotando alrededor
de ellos, y no se fue hasta que Séptido le acarició la quijada. Una grifo,
desde el cielo, chilló a modo de despedida antes de atravesar el portal,
después del potro.
El Sol asomó
por fin en el este, trayendo el nuevo día hasta la cima de la Montaña Azul.
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