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Los duendes y los gnomos son más fáciles de ver
cuando somos niños.
No es que, al estar más cerca del suelo,
tengamos más posibilidades de verlos, aunque es indudable que eso ayuda. Pero
no es sólo eso, no es sólo una cuestión física de altura.
Cuando somos niños, sabemos que existe la
magia. Todavía sabemos que los seres fantásticos viven en sus mundos de
ensueño, pero son capaces de “colarse” en el nuestro. Por eso fantaseamos, por
eso jugamos, por eso inventamos.
Y por eso somos capaces de ver a los duendes y
a los gnomos. Pero sólo cuando somos niños.
Cuando crecemos, cuando nos convertimos en
“adultos” (sin duda una de las peores palabras de un idioma), empezamos a
olvidar lo que, por ser niños, sabíamos del mundo. Empezamos a olvidar la
magia, la fantasía y algunos incluso olvidan la imaginación.
Los adultos a veces son muy tristes.
Sólo los niños son capaces de ver a los duendes
y a los gnomos, porque saben dónde buscarlos.
Aunque, a veces, los adultos también son
capaces de ver el mundo mágico del otro lado. Hay lugares en el mundo, en
nuestro mundo, que son muy porosos, muy permeables a la magia del otro lado.
Allí, incluso los adultos, a pesar de su seriedad y su estrechez de miras, son
capaces de ver a los seres fantásticos que se cuelan desde su mundo fantástico,
desde el otro lado.
La historia que voy a contaros a continuación
trata sobre uno de esos lugares....
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Ese lugar especial
que comunicaba nuestro mundo con uno de esos mundos fantásticos estaba en la
cima de la Montaña Azul, al final del Sendero, cerca del pequeño pueblo llamado
Musgo. El pueblo no era más que un puñado de cabañas de madera, cubiertas de
una mullida manta vegetal que le daba nombre, amontonadas unas sobre otras en
torno a la plaza central adoquinada, donde estaba la fuente con la estatua del
Gigante, que derramaba chorros de agua desde su boca y desde las tres puntas
del tridente de bronce que sujetaba con ambas manos. Musgo tenía solamente un
centenar de habitantes y se asentaba a los pies de la gran Montaña Azul.
Musgo era un pueblo
que vivía al borde de un mundo fantástico: no era raro ver revolotear pequeñas hadas de color verde, rosa y amarillo en las noches de primavera, o pescar
pequeñas sirenas y tritones en el arroyo que bajaba desde la montaña y pasaba
al lado del pueblo, o que las cosas desaparecieran o se cambiaran de sitio a
causa de algún pequeño y travieso trasgo. La entrada al mundo fantástico del
que provenían todas aquellas criaturas estaba en la cima de la Montaña Azul y
todos en Musgo la llamaban simplemente “el portal”. A veces era inevitable que
algo de magia se escapase, manifestándose en el mundo normal.
Para evitar (y sobre
todo controlar) estas fugas, Musgo tenía el honor de acoger a los miembros de
la Brigada de Guardianes del Sendero. Eran nueve hombres encargados de vigilar
y custodiar el Sendero, el camino de tierra y rocas que ascendía alrededor de
la Montaña Azul desde el llano y que llevaba hasta el portal. Tenían repartido
el Sendero entre los nueve y cada uno de ellos vigilaba su zona durante el día.
Por la noche usaban linces amaestrados de color verde turquesa, que daban la
voz de alarma con sus maullidos, despertando a los Guardianes que siempre
tenían que estar de guardia.
Séptido era uno de
los miembros de la Brigada de los Guardianes. Vestía botas de cuero, pantalones
de lona de color verde y un capote de piel de oso que le cubría hasta la
cintura. Llevaba el pelo largo y desgreñado y su arma era un garrote tallado en
una rama de roble. Su zona de Sendero abarcaba algo más de seis kilómetros y
cuatrocientos metros: iba desde el recodo que el Sendero describía rodeando la
Punta del Sastre en la ladera de la montaña hasta el gigantesco y ancho arce
blanco que crecía al lado del Sendero, cuando éste discurría al borde de la ladera
cortada a pico de la Montaña Azul. Toda su zona estaba en cuesta, y tenía
partes de grava, otras de dura roca azul y alguna de arenilla color celeste
prensada por el paso de tantas botas a lo largo de los siglos.
Séptido había vivido
en Musgo toda su vida y todos le conocían, pero nadie recordaba ya su nombre:
todos le llamaban por su nombre de Guardián. Incluso su anciana madre, con la
que vivía en una cabaña con musgo verde oscuro en la pared norte y verde
brillante en la parte sur, lo llamaba Séptido.
Séptido a menudo iba
a trabajar caminando por el Sendero, recorriéndolo desde su principio, pasando
por las zonas de Nóvido y Óctido, los primeros Guardianes del Sendero,
empezando desde abajo. Otras veces atravesaba el bosque que crecía a los pies
de la Montaña Azul y al sur de Musgo y llegaba hasta su zona del Sendero
ascendiendo por la ladera de la montaña, por entre los árboles. Séptido era el
último Guardián que vivía en Musgo, ya que a partir de Héxido los Guardianes
vivían en la ladera de la montaña. Sólo los tres primeros (empezando a contar
desde el pueblo) vivían en Musgo.
Durante su turno
recorría su zona desde el recodo de la Punta del Sastre ascendiendo hasta el
arce blanco, que hundía sus raíces en la ladera de la montaña sesenta metros
más abajo de la copa que alcanzaba el Sendero. A veces charlaba con Óctido en
el recodo que marcaba el inicio de su zona y el final de la de su compañero y
otras veces hablaba y compartía el almuerzo con Héxido, sentados los dos en el
Sendero al lado del arce blanco. Era un trabajo tranquilo, monótono y aburrido
a veces, pero muy reconocido en Musgo. Séptido estaba muy orgulloso y muy
contento con su trabajo.
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