(8)
Era ya plena noche
cuando caminaban por la zona de Sendero de Cuádido. Habían dejado atrás la
accidentada zona de Péntido y ahora estaban en una parte del Sendero más fácil
de recorrer, aunque ahora todo el camino era en pendiente. No había arena ni
piedras sobre las que pisar: solamente la dura y azul roca de la montaña.
En aquella zona
había una gran cantidad de arbustos de acebo (verde oscuro) y de brezo (verde
claro), así que apenas se veía la ladera azul de la montaña.
Séptido se cruzó con
un montón de linces turquesas.
Como ya era de noche
los felinos habían salido a patrullar, tal era su deber. El Guardián les dedicó
caricias cariñosas a todos los que vio: al fin y al cabo eran compañeros
vigilando el Sendero.
Al cabo de un par de
horas desde el ocaso, el grifo graznó levemente, como un águila. Séptido se acercó
al animal y miró hacia adelante, donde el grifo le señalaba con el pico.
Hacia arriba, por la
ladera de la montaña, había un punto de luz roja y amarilla, que destacaba en
la negrura de la noche. Séptido sabía que era una hoguera. Se alegró, echando a
andar otra vez, pensando que sería Cuádido. Pero al cabo de una docena de pasos
se dio cuenta de que el Guardián tenía una cabaña para vivir en su zona,
entonces ¿por qué estaba en mitad del Sendero?
Se asustó, pensando
que quizá no fuese Cuádido: podía ser que hubiese un espía en el Sendero.
Después pensó que podía ser que Cuádido estuviese montando guardia en el
Sendero, también de noche, dado que estaba muy concurrido los últimos días.
Pero aquella opción tampoco era tranquilizadora, pues significaba que algo malo
estaba pasando.
Siguió subiendo,
acompañado por el grifo, que seguía su paso apresurado, sin quejarse ni
quedarse atrás, a pesar de su edad avanzada. Al cabo de unos pocos minutos
llegaron a la zona del Sendero iluminada por la hoguera.
El Sendero estaba
llano en aquella parte, pegado a la ladera de la montaña. Del otro lado, la
ladera seguía descendiendo, en cuesta. La hoguera ardía en
mitad del Sendero y un hombre vestido de negro estaba sentado delante de ella.
- ¿Quién es usted y
qué hace aquí? – dijo Séptido, amenazante, con el garrote en ristre. Sabía que
no era Cuádido, pues el Guardián vestía al estilo de los cazadores, con ropas
de lona y de cuero y unas botas de piel. Además iba armado siempre con una
ballesta, que no aparecía por ninguna parte.
El extraño se puso
en pie, dándose la vuelta para ver a Séptido. Era un hombre pálido, vestido de
negro de los pies a la cabeza. Llevaba puesto un sobrero de ala estrecha, con
un ligero pico en la parte delantera y redondeado por detrás. Llevaba pantalones
negros, camisa negra, abrigo negro de paño y unos zapatos negros rotos y
deslustrados. Sonreía amablemente.
- Soy el Hombre de
los Zapatos Rotos – dijo, inclinando ligeramente la cabeza, en una leve
reverencia educada. – Solamente estoy pasando la noche al raso, para continuar
mi camino con la luz del nuevo día.
- ¿El Hombre de los
Zapatos Rotos? – se extrañó Séptido, arrugando el ceño. No había bajado el
garrote y el grifo seguía a su lado, sin moverse. – No conozco en Musgo a nadie
que se llame así. ¿Venís del otro lado?
Séptido había sonado
amenazador al preguntar y había levantado un poco más el garrote sobre el
hombro. El Hombre de los Zapatos Rotos no pareció inmutarse, al contrario,
sonrió más abiertamente.
- No soy de Musgo,
pero tampoco soy del reino de Xêng – dijo, tranquilo, a pesar de la situación
apurada. – Tampoco soy de Jonsën, que está al lado del reino de Xêng, aunque he
estado allí recientemente.
- ¿De dónde viene? –
preguntó Séptido, que no se había relajado un poco.
- De todas partes y
de ninguna – dijo el misterioso hombre, sonriendo aún más. – Llevo tanto tiempo
andando que no recuerdo muy bien dónde empecé a hacerlo.
- ¿Está de paso?
- Estoy de paso por
todos los sitios por donde paso – respondió, un tanto divertido. – No me detengo
más tiempo del necesario para dormir, beber en una taberna, ver un rato las
estrellas o tener una conversación con gente interesante.
Séptido lo miró con
ojo experto. Aquel hombre no parecía un peligro ni una amenaza, pero podía ser
un brujo experimentado, consiguiendo engañarle. Bien podía ser el forastero que
había envenenado a Óctido, que había hechizado a Nóvido y Héxido y que había
convertido en piedra la cabaña de Péntido.
En ese momento,
mientras Séptido todavía dudaba, el grifo pasó por su lado, sin hacerle caso, y
se detuvo delante del extraño. La hembra de grifo inclinó su cabeza delante del
hombre, que sonrió y la imitó.
Séptido se quedó sin
palabras, atónito. Había sido la hembra de grifo la que se había inclinado ante
el extraño y no al revés. El Hombre de los Zapatos Rotos acariciaba ahora el
cuello emplumado del grifo y ésta lo recibía con gusto. Quizá se estaba
equivocando con aquel hombre....
- ¿Quiere sentarse
al lado del fuego? – ofreció en ese momento. La hembra de grifo había dejado
atrás a los dos hombres y se había acostado al lado de la hoguera, con las
patas bajo la cabeza y las alas plegadas a la espalda. – Tengo pan y algo de
pollo asado....
Séptido asintió casi
sin darse cuenta. Quizá aquel hombre fuese el forastero culpable de todo aquel
lío en el Sendero (aunque después de la actuación de la grifo anciana lo
dudaba) pero se había dado cuenta de lo hambriento que estaba, pues en todo el
día sólo había comido unas manzanas y unos cacahuetes, mientras caminaba.
Se sentó al otro
lado del fuego, frente al extraño, que volvió a sentarse con las piernas
cruzadas. Séptido no dejó de observarle, mientras comía la pata de pollo que le
tendió en un plato metálico. Había dejado el garrote al alcance de la mano, por
si acaso.
- No se ven las
estrellas.... – murmuró el Hombre de los Zapatos Rotos, mirando al cielo
oscuro. Séptido también miró, sin perder la concentración, con una mano sobre
el garrote. Podía ser una treta para despistarle y atacarle.
- Es curioso, pues
el cielo está despejado.... – dijo Séptido, asombrado porque lo que había dicho
el extraño era verdad. Había muy pocas estrellas que todavía pudiesen verse.
- Es una lástima....
Nunca había visto una cosa así....
- ¿Una cosa así
cómo? – preguntó Séptido, bajando la mirada al extraño. Éste le miró también,
antes de contestar.
- Que desaparezcan
las estrellas....
- No han
desaparecido las estrellas, hombre – dijo Séptido, campechano, quitándole
hierro al asunto. El extraño parecía anormalmente serio. – Simplemente no se
ven, las habrá tapado una nube o no se verán por lo que sea....
- No se ven porque
están cayendo al suelo, del otro lado del portal y de éste – contestó el Hombre
de los Zapatos Rotos, muy serio. Séptido no pudo contradecirle.
Recordó la lluvia de
estrellas de hacía unos días, que había visto junto con la gente del pueblo en
la plaza de la fuente del Gigante, cuando salieron de la taberna. Habían caído
lejos, hacia el sur, pero indudablemente había pasado en su mundo. ¿Estaría
pasando lo mismo al otro lado del portal?
- ¿Es verdad eso?
- Sí, y es un
problema.... Ni el cielo ni la tierra pueden existir sin estrellas....
- ¿Por eso está
habiendo tantos escapes del otro lado del portal? – preguntó Séptido, pensando
que quizá aquel extranjero pudiese ayudarle a entender de una vez por todas
aquel lío en el que se encontraba.
- Más o menos.... –
respondió el Hombre de los Zapatos Rotos. – Del otro lado la gente está muy
nerviosa, porque muchos creen que el reino de Xêng va a desaparecer, igual que
las estrellas del cielo. No andan muy desencaminados, pero tampoco hay que
dejarse llevar por el pánico. De todas formas, no son las estrellas caídas las
que van a provocar que el portal se abra.
- Así que el portal
definitivamente se va a abrir, ¿verdad? – preguntó Séptido, entre satisfecho y
aterrado: al fin tenía la confirmación de que sus sospechas se iban a cumplir,
pero esa confirmación era aterradora.
- No se va a abrir
solo. Alguien va a hacerlo.
- ¿Quién?
- Zard – respondió
el Hombre de los Zapatos Rotos, removiendo las brasas con una ramita y
colocando otro par de troncos, levantando las llamas. Los arbustos de alrededor
brillaron con un color verde brillante. – Es un Dharjûn, una raza de las
sombras. Vosotros aquí lo llamaríais un trasgo, aunque no es exactamente igual....
- Ya – dijo Séptido,
que no sabía muy bien de qué hablaban. – ¿Cómo es exactamente un Dharjûn?
- Un Dharjûn es una
criatura del caos. Surgieron en la lejana tierra de Gondthalion, de la sombra y
de las malas artes del hechicero Thilt. Son seres de dos metros de alto, pero
caminan encogidos, con la espalda doblada, así que no parecen tan altos. Su
piel es gris oscura, muy dura y seca. Tienen la espalda bulbosa, brazos largos
con manos de cuatro dedos, de uñas amarillentas y duras. No tienen cuello y la
cabeza les sale directamente entre los hombros, redondeada, con la nariz larga
y puntiaguda que apunta hacia abajo. Tienen los huesos orbitales muy
sobresalientes, tienen colmillos que sobresalen de la boca y las orejas
puntiagudas. Son calvos, salvo por una mata de pelo negrísimo que les sale en
la coronilla y que todos llevan sujeto en una coleta larga. No he visto a
ninguno usar camisas, aunque llevan pantalones con cintos anchos de cuero, de
donde cuelgan espadas, cuchillos y hachas. Tienen los ojos amarillos, con una
pupila rasgada como los gatos. No son buena gente....
Séptido tragó
saliva. No hacía falta que el Hombre de los Zapatos Rotos hubiese añadido
aquella última apreciación: los Dharjûn ya parecían una raza peligrosa y
temible sólo con su descripción.
- ¿Y qué pretende
hacer ese Dharjûn que has dicho antes? ¿Cómo se llamaba? – preguntó.
- Zard – respondió
el Hombre de los Zapatos Rotos, con tranquilidad. – Lo que Zard quiere es abrir
el portal que separa el reino de Xêng de tu propio mundo. Como te he dicho, la
lluvia de estrellas ha puesto muy nerviosa a la gente, que cree que el reino de
Xêng está llegando a su fin. Este Dharjûn, este Zard, ha decidido sacar
provecho de la situación: quiere abrir el portal para poder cobrar por
atravesarlo y que las criaturas fantásticas puedan colonizar tu mundo y
refugiarse aquí.
- ¿Pero no has dicho
que da igual dónde estemos? ¿Que la caída de las estrellas destruirá tanto un
mundo como otro? – preguntó Séptido, nervioso.
- Sí, pero eso las
criaturas fantásticas del otro lado no lo saben – respondió el extraño. – No sé
siquiera si Zard lo sabe, pero eso a él no le importa: sólo quiere
aprovecharse, hacer que cunda el pánico, alimentar el caos. Eso es lo que él
más disfruta.
- ¿Ese Dharjûn es el
responsable de lo que les ha pasado a mis compañeros del Sendero? – preguntó
Séptido. – ¿Es capaz de hacer magia?
- Podría hacerla,
sí, aunque no es un hechicero – dijo el Hombre de los Zapatos Rotos. – Creo que
lo Zard está haciendo en el Sendero es allanar el camino, quitar de en medio a
los Guardianes (al menos durante un tiempo) para que no puedan interponerse en
el éxodo de criaturas fantásticas que quiere colar en tu mundo. Si tus
compañeros han sufrido problemas, accidentes o ataques de cualquier tipo,
supongo que serán cosa de Zard....
Séptido se pasó la
mano por la cara, haciendo un repaso de todas las noticias horribles que aquel
forastero le había dicho en un momento.
- Siempre había
creído que al otro lado había un buen rey que cuidaba de sus súbditos.... –
acabó diciendo.
- Lo hay. El rey
Namphamyl. Pero él no sabe nada de todo esto, está suficientemente ocupado con
el problema de las estrellas como para no enterarse de lo que está haciendo
Zard. Lo que sé seguro es que el rey no tiene nada que ver con este éxodo: él
sabe que sus súbditos no deben cruzar aquí....
- ¿Y a ti por qué te
han dejado pasar? – preguntó, curioso.
- Oh, bueno, ya te
he dicho que yo no soy ni de allí ni de aquí. En realidad no soy un súbdito del
rey Namphamyl – respondió el Hombre de los Zapatos Rotos, sonriendo, con voz
divertida. – Además, es muy sencillo que una sola criatura traspase el portal.
Y depende de en qué sentido se cruce se consiguen cosas distintas, cosas más o
menos útiles, pero muy distintas....
Séptido reflexionó
sobre toda la historia. Saber lo que realmente estaba ocurriendo no le
tranquilizaba, aunque había conseguido confirmar el problema. Tenía que
conseguir que el portal no se abriera definitivamente.
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