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Una noche, después
de una tranquila jornada de trabajo (hacía muchas lunas que ninguna criatura fantástica
se colaba en el Sendero y llegaba hasta Musgo) Séptido estaba tomando una
cerveza tibia en la taberna del pueblo, acompañado por Óctido y Nóvido. Los
tres eran los más jóvenes de la Brigada de Guardianes y por lo tanto estaban
solteros. Vivían con su familia en Musgo, o solos en una cabaña, como le
ocurría a Óctido.
Nóvido era hijo de
pastores. Era el más joven de todos y vestía con ropas de lana: un peto de
color marrón y camisas gruesas, normalmente blancas. Usaba como arma una horca
de establo.
Óctido era de la
misma edad que Séptido, sólo un par de meses más joven. Llevaba el pelo largo y
ondulado, de color negrísimo, igual que su bigote espeso, del que se sentía muy
orgulloso. Los padres de Óctido eran agricultores en un pueblo que estaba a unos
cien kilómetros de allí, llamado Sauce. Siempre llevaba puesta por encima una
capa vieja y sucia. Su arma era una azada de mango largo.
Séptido tenía el
pelo largo como Óctido, pero de color castaño. Llevaba barba y bigote
descuidados y como su padre había sido leñador siempre llevaba camisas gruesas
de cuadros bajo el capote de piel de oso.
La taberna era
tranquila. Todas las noches, a primera hora, se llenaba con la gente del
pequeño pueblo, que se reunía allí para ver a los vecinos y compartir con ellos
una jarra de cerveza o un vaso de vino. Francisco, el tabernero, tenía poco lío
durante el día, pero estaba muy atareado desde media tarde hasta la hora del
cierre.
Los tres Guardianes
estaban en silencio, relajados, después de haber recibido los saludos de todos
los parroquianos (eran muy respetados en Musgo) cuando la puerta de la taberna
se abrió de golpe, dándoles un susto a todos. Nóvido, el más rápido, echó mano
de su horca. Séptido y Óctido se pusieron en pie, alertas. Todos en la taberna
se quedaron callados, mirando a la puerta abierta.
En el vano estaba
Tiburcio, uno de los chicos jóvenes del pueblo. Se estaba preparando para ser
Guardián, cuando una plaza quedara libre, pero aún tenía que mejorar su
conducta: era muy despistado y siempre tenía la cabeza a pájaros. Cuando todos
vieron quién era el que estaba en la puerta se relajaron y los tres Guardianes
volvieron a sentarse, serenos. Nóvido dejó su horca apoyada en la pared, con la
azada y el garrote.
- ¡¡Tenéis que ver
esto!! – dijo Tiburcio, con la cara iluminada. Estaba eufórico.
Sin esperar ninguna
respuesta el chico se dio la vuelta y desapareció del vano de la puerta. Los
vecinos de la taberna, de natural tranquilo, se vieron intrigados por lo que
Tiburcio quería que vieran y salieron detrás de él. Probablemente sería una
locura, pero la vida en Musgo era tan tranquila que de vez en cuando, alguna
pequeña locura, no venía mal....
Los tres Guardianes
se quedaron solos en la taberna, con Francisco, que seguía detrás de la barra,
mirando ansioso la puerta abierta.
- ¿Os importa si os
dejo solos? – dijo, hablando hacia los tres Guardianes. – Quiero ver qué es eso
que hay ahí fuera....
Los tres asintieron
y Francisco salió corriendo.
- A lo mejor
deberíamos ir a ver qué pasa.... – propuso Nóvido. Los tres sabían que no tenía
que ver con su trabajo en el Sendero, porque los linces verdes no habían
maullado, pero era verdad que se sentían intrigados. Al fin y al cabo, aunque
en realidad su lugar de trabajo fuera el Sendero, ellos eran el único cuerpo de
guardia de Musgo.
Así que los tres se
levantaron de la mesa, salieron de la taberna, que se quedó vacía y caminaron
hasta la cercana plaza circular, en la que estaba la fuente del Gigante. Allí
estaba congregada toda la gente de la taberna y otros vecinos del pueblo.
Prácticamente todo Musgo estaba allí.
Y lo que miraban
eran unas luces en el cielo, que se distinguían hacia el sur. Largas líneas
doradas trazaban su camino hacia el horizonte.
- ¿Qué crees que
son, Séptido? – le preguntó Tiburcio, que se había acercado hasta él. El
Guardián y el muchacho se conocían y se llevaban muy bien, pues habían sido
vecinos de cabaña durante toda su vida.
Séptido se lo pensó
antes de contestar.
- Parece una lluvia
de estrellas – dijo al fin, convencido, pero a la vez asombrado y algo
preocupado. Todos sabían que si las estrellas empezaban a caer del cielo es que
algo malo iba a pasar. Al menos eso decían las leyendas.
Sin embargo, el
espectáculo era tan bonito y maravilloso, que nadie prestó atención a los
presagios que sus madres les habían enseñado desde pequeños.
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