martes, 12 de agosto de 2014

(Verde) El Guardián del Sendero - 4 de 12




(4)

Séptido se despertó confuso, desorientado. Había dormido solamente una hora cuando su madre le despertó. Tenía la boca seca y estaba muy despistado. Tropezó con todos los muebles de su habitación, estuvo a punto de lavarse la cara con el agua de fregar el suelo que estaba en el cubo y en vez de sentarse a la mesa de la cocina se sentó en el baúl que había al lado de la puerta de entrada de la cabaña.
- Hijo, la noche de ayer fue muy larga – le dijo su madre. – Nadie te culpará si te quedas en cama hasta el mediodía....
- No puedo, madre – respondió Séptido, intentando ponerse el capote de oso, sin conseguirlo. Su madre tuvo que ayudarle. – Es mi deber. Tengo que ir al Sendero. Ya descansaré está noche, vendré desde el Sendero y me iré directo a la cama.
Su madre no le contradijo, pues sabía lo orgulloso que estaba su hijo por ser Guardián del Sendero y lo celoso que era con su deber. Así que la anciana mujer no dijo nada cuando su hijo salió de casa.
Séptido lanzó unos bostezos de oso durante todo el camino. Llegó hasta casa de Óctido y llamó a la puerta. El Guardián salió al instante, ya preparado, pero con una cara de sueño parecida a la de Séptido.
Los dos fueron juntos a buscar a Nóvido, tal y como habían quedado que harían tan sólo una hora y media antes. Como preveían que iban a dormir poco, acordaron ir a buscarse los unos a los otros, para obligarse a salir de la cama en caso de que alguno se hiciera el remolón.
Llegaron a casa de Nóvido y llamaron a la puerta, sabiendo que allí podían molestar a su familia, pues Nóvido vivía con sus padres y sus hermanos pequeños. Nadie acudió a la puerta. Volvieron a llamar un poco más insistentemente, pero no tanto como para despertar a toda la familia. Nadie contestó. Óctido llamó por tercera vez, ahora bien fuerte y la puerta se abrió al fin.
Era la madre de Nóvido, doña Críspula, toda apurada.
- Nada, que no hay manera – dijo, a modo de saludo. – No se despierta....
- Déjenos a nosotros.... – dijo Séptido, entrando en la cabaña seguido de Óctido. Los dos fueron a la habitación que les indicó doña Críspula y allí encontraron a Nóvido, roncando como un verraco.
Séptido le zarandeó, con fuerza, pero Nóvido no se despertó. Óctido probó cogiéndole de las piernas y soltándolas de sopetón, sobre la cama, pero Nóvido no se despertó. Séptido probó abofeteándole, sin saña pero con fuerza, y aun así Nóvido no se despertó. Óctido fue a la cocina, donde su madre tenía un cubo recogido de la fuente el día anterior, lo cogió y volvió a la habitación de Nóvido, tirándole el agua por encima, calándole por completo. Pero Nóvido, a pesar de todo eso, no se despertó.
Los dos Guardianes ya no sabían qué hacer. Se hacía tarde y parecía humanamente imposible despertar a Nóvido, así que le dejaron allí con su madre, que prometió despertarle en cuanto pudiera y mandarle al Sendero enseguida. Los otros dos se marcharon, preocupados.
Óctido se quedó en su zona y Séptido pasó a la suya. El día transcurrió sin novedades dignas de mención, salvo que Séptido y Héxido almorzaron juntos y comentaron el extraño comportamiento de los linces la noche pasada. Séptido estuvo a punto de contarle lo que le habían cantado las hadas, pero como no lo recordaba bien del todo prefirió no hacerlo.
Cuando ya estaba atardeciendo Séptido recorrió el Sendero de camino a Musgo. Se encontró con Óctido e hicieron el camino juntos. Recorrieron la zona de Nóvido y no lo vieron por ninguna parte. Algo tenía que haberle pasado al joven Guardián para no haber ido al Sendero. ¿Se habría levantado enfermo? ¿Le habría ocurrido algún accidente?
Iban hablando de ello, despistados, cuando una pequeñísima arpía, del tamaño de una abeja, se posó en la mano izquierda de Séptido y le pico con fuerza, usando su nariz.
- ¡¡Au!! – chilló Séptido, agitando la mano dolorida. Los dos Guardianes vieron revolotear a la arpía, que se reía con pequeñas risotadas malvadas. Séptido agitó la mano herida hacia ella, para espantarla, pero fue Óctido quien la alcanzó, aplastándola entre las dos manos, como se aplasta a un mosquito molesto.
- ¡Qué asco! – dijo Óctido, limpiándose las manos en la capa ya de por sí sucísima. – ¿Tú habías visto una arpía tan pequeña alguna vez?
- No.... – dijo Séptido con la voz débil. Se miraba la mano izquierda, que ya empezaba a hincharse.
- ¿Te ha picado? – se asustó Óctido.
- Sí....
- Pues vamos rápido a casa, vamos – dijo su compañero. Las picaduras de arpía eran muy venenosas, y aunque no provocaban la muerte, sí podían hacer enfermar durante mucho tiempo y muy dolorosamente.
Óctido llevó a Séptido a su casa, explicándole a su madre lo que había pasado. La madre de Séptido se asustó mucho y puso el grito en el cielo, llevando a su hijo a la cama inmediatamente.
Séptido ya empezaba a sudar y a delirar por la fiebre, así que no se enteró de cómo le desnudaron y le metieron debajo de las sábanas y las mantas.

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