(4)
Séptido se despertó
confuso, desorientado. Había dormido solamente una hora cuando su madre le
despertó. Tenía la boca seca y estaba muy despistado. Tropezó con todos los
muebles de su habitación, estuvo a punto de lavarse la cara con el agua de
fregar el suelo que estaba en el cubo y en vez de sentarse a la mesa de la
cocina se sentó en el baúl que había al lado de la puerta de entrada de la
cabaña.
- Hijo, la noche de
ayer fue muy larga – le dijo su madre. – Nadie te culpará si te quedas en cama
hasta el mediodía....
- No puedo, madre –
respondió Séptido, intentando ponerse el capote de oso, sin conseguirlo. Su
madre tuvo que ayudarle. – Es mi deber. Tengo que ir al Sendero. Ya descansaré
está noche, vendré desde el Sendero y me iré directo a la cama.
Su madre no le
contradijo, pues sabía lo orgulloso que estaba su hijo por ser Guardián del
Sendero y lo celoso que era con su deber. Así que la anciana mujer no dijo nada
cuando su hijo salió de casa.
Séptido lanzó unos
bostezos de oso durante todo el camino. Llegó hasta
casa de Óctido y llamó a la puerta. El Guardián salió al instante, ya
preparado, pero con una cara de sueño parecida a la de Séptido.
Los dos fueron
juntos a buscar a Nóvido, tal y como habían quedado que harían tan sólo una
hora y media antes. Como preveían que iban a dormir poco, acordaron ir a
buscarse los unos a los otros, para obligarse a salir de la cama en caso de que
alguno se hiciera el remolón.
Llegaron a casa de
Nóvido y llamaron a la puerta, sabiendo que allí podían molestar a su familia,
pues Nóvido vivía con sus padres y sus hermanos pequeños. Nadie acudió a la
puerta. Volvieron a llamar un poco más insistentemente, pero no tanto como para
despertar a toda la familia. Nadie contestó. Óctido llamó por tercera vez,
ahora bien fuerte y la puerta se abrió al fin.
Era la madre de
Nóvido, doña Críspula, toda apurada.
- Nada, que no hay
manera – dijo, a modo de saludo. – No se despierta....
- Déjenos a nosotros....
– dijo Séptido, entrando en la cabaña seguido de Óctido. Los dos fueron a la
habitación que les indicó doña Críspula y allí encontraron a Nóvido, roncando
como un verraco.
Séptido le zarandeó,
con fuerza, pero Nóvido no se despertó. Óctido probó cogiéndole de las piernas
y soltándolas de sopetón, sobre la cama, pero Nóvido no se despertó. Séptido
probó abofeteándole, sin saña pero con fuerza, y aun así Nóvido no se despertó.
Óctido fue a la cocina, donde su madre tenía un cubo recogido de la fuente el
día anterior, lo cogió y volvió a la habitación de Nóvido, tirándole el agua
por encima, calándole por completo. Pero Nóvido, a pesar de
todo eso, no se despertó.
Los dos Guardianes
ya no sabían qué hacer. Se hacía tarde y parecía humanamente imposible despertar
a Nóvido, así que le dejaron allí con su madre, que prometió despertarle en
cuanto pudiera y mandarle al Sendero enseguida. Los otros dos se marcharon,
preocupados.
Óctido se quedó en
su zona y Séptido pasó a la suya. El día transcurrió sin novedades dignas de
mención, salvo que Séptido y Héxido almorzaron juntos y comentaron el extraño
comportamiento de los linces la noche pasada. Séptido estuvo a punto de
contarle lo que le habían cantado las hadas, pero como no lo recordaba bien del
todo prefirió no hacerlo.
Cuando ya estaba
atardeciendo Séptido recorrió el Sendero de camino a Musgo. Se encontró con
Óctido e hicieron el camino juntos. Recorrieron la zona de Nóvido y no lo
vieron por ninguna parte. Algo tenía que haberle pasado al joven Guardián para
no haber ido al Sendero. ¿Se habría levantado enfermo? ¿Le habría ocurrido
algún accidente?
Iban hablando de
ello, despistados, cuando una pequeñísima arpía, del tamaño de una abeja, se
posó en la mano izquierda de Séptido y le pico con fuerza, usando su nariz.
- ¡¡Au!! – chilló
Séptido, agitando la mano dolorida. Los dos Guardianes vieron revolotear a la
arpía, que se reía con pequeñas risotadas malvadas. Séptido agitó la mano
herida hacia ella, para espantarla, pero fue Óctido quien la alcanzó, aplastándola
entre las dos manos, como se aplasta a un mosquito molesto.
- ¡Qué asco! – dijo
Óctido, limpiándose las manos en la capa ya de por sí sucísima. – ¿Tú habías
visto una arpía tan pequeña alguna vez?
- No.... – dijo
Séptido con la voz débil. Se miraba la mano izquierda, que ya empezaba a
hincharse.
- ¿Te ha picado? –
se asustó Óctido.
- Sí....
- Pues vamos rápido
a casa, vamos – dijo su compañero. Las picaduras de arpía eran muy venenosas,
y aunque no provocaban la muerte, sí podían hacer enfermar durante mucho tiempo
y muy dolorosamente.
Óctido llevó a
Séptido a su casa, explicándole a su madre lo que había pasado. La madre de
Séptido se asustó mucho y puso el grito en el cielo, llevando a su hijo a la
cama inmediatamente.
Séptido ya empezaba
a sudar y a delirar por la fiebre, así que no se enteró de cómo le desnudaron y
le metieron debajo de las sábanas y las mantas.
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