(3)
El día siguiente fue normal, como
todos los demás. La lluvia de estrellas no había provocado ningún mal aparente
y Séptido tuvo un día tranquilo. No había habido fugas y no se encontró ninguna
criatura fantástica.
Por la noche, antes de volver a
casa, se detuvo un rato en la taberna, como casi siempre. Tomó una cerveza
rápida con Óctido y Nóvido porque quería ir pronto a casa: su madre iba a hacer
alas de pollo para cenar.
Cuando se acercó a la barra para
pagar su jarra de cerveza, habiendo dejado a los otros dos Guardianes sentados
a la mesa, sin prisas, se encontró con el viejo Tobías, que estaba sentado en
un taburete, acodado en la barra y con cara preocupada.
Tobías era un
anciano de Musgo que había sido el anterior herrero del pueblo, mucho antes de
que su nieto se hiciese cargo de la fragua y la herrería hacía quince años.
Tobías había nacido, vivido y envejecido en Musgo y todos sabían que moriría
allí, en el pueblo que él tanto amaba.
- Buenas noches,
señor Tobías – saludó Séptido, con amabilidad. – ¿Todo bien?
Tobías tardó en
contestar, costándole separar su mirada perdida de la madera de la barra.
- No lo sé, hijo, no
lo sé.... – musitó.
- No le hagas mucho
caso – le dijo en un susurro Francisco, el tabernero, al Guardián. – Lleva así
todo el día. Yo creo que está incubando un resfriado o una gripe, ya sabes....
Séptido asintió y
volvió a mirar al viejo Tobías. La verdad era que no parecía él mismo. Estaba
muy serio, con la cara triste y preocupada.
Séptido salió de la
taberna, siendo saludado por los parroquianos y se fue a su casa a cenar alitas
de pollo al ajillo, como más le gustaban. Dejó de pensar en el viejo Tobías
(que quizá ya chocheaba), aunque no
se olvidó de él del todo.
Al día siguiente
Séptido no tuvo problemas durante su jornada de vigilancia, aunque notó que
había un curioso polvillo verde brillante y dorado en el ambiente, arrastrado
por el viento como el polen de los chopos.
Séptido no se
asustó, aunque estuvo alerta todo el día. La presencia de polvo de hadas podía
indicar una fuga en el portal, pero los Guardianes que había por encima de él
en el Sendero no habían dado la voz de alarma. Todos los Guardianes llevaban un
cuerno de buey para hacerlo sonar en caso de peligro. Así avisaban al resto de
Guardianes, para que todos estuvieran alerta y preparados.
Salvo aquella
presencia mágica, el día pasó sin sobresaltos. Séptido volvió a casa cuando
atardecía, sin pasar por la taberna. Aquel día estaba muy cansado, quizá debido
a la tensión por haber estado alerta y atento toda la jornada.
Su madre le contó
las novedades de Musgo, que él escuchó de pasada, mientras engrasaba sus botas,
limpiaba el capote de piel de oso y barría las migas de la cena. Pero prestó
más atención cuando su madre nombró al viejo Tobías.
- ....en el horno
del pan cuando he visto a la señora Rosaura. Me ha dicho que ha estado un buen
rato con el viejo Tobías, que debe de estar bastante mal. Puede que se esté
volviendo medio loco, porque me ha dicho Rosaura que estaba muy nervioso, muy
triste, preocupado por lo que estaba por venir. Francisco se lo ha llevado a su
casa y le ha debido de dar un poco de coñac o una tisana, porque dicen que se
ha pasado todo el día durmiendo. Pobre hombre....
Séptido se quedó
pensando en el viejo herrero, con lástima. Era una pena que un hombre, que
siempre había demostrado ser bastante avispado, perdiera la cabeza de aquella
manera, por causa de la edad. Séptido lo lamentaba y se recordó que al día
siguiente tenía que pasar por la herrería para hablar con Segismundo, el hijo
de Tobías.
• • • • • •
A la mañana
siguiente, Séptido salió de casa para ir a su trabajo. Salió temprano, con las
primeras luces del alba, y se dirigió de camino a la herrería de Segismundo.
Aunque era muy temprano supo que lo encontraría ya levantado. Quería
interesarse por su padre.
Pero su sorpresa fue
cuando se cruzó con el viejo Tobías, que venía desde su casa (la que compartía
con su hijo y su nuera) en sentido contrario al de Séptido.
- Buenos días, Tobías – saludó Séptido, cuando se cruzó con el anciano por
las calles de Musgo. Le trató igual que siempre, aunque le observó con
detenimiento.
- Buenos días.... – contestó el otro. Séptido se
asombró, por el tono brusco que había utilizado su vecino.
- ¿Está usted bien? – preguntó, preocupado.
- No, no estoy bien, hijo.... – le contestó Tobías,
deteniéndose y dándose la vuelta para mirarle. El anciano parecía más lúcido
que hacía dos noches, en la taberna. – Estoy asustado....
- ¿Qué le ocurre?
- Me voy del pueblo, hijo.... – respondió el
anciano, sorprendiendo a Séptido. – No quiero estar aquí cuando pase....
- ¿Cuando pase qué?
- No lo sé.... – respondió el anciano, y era
sincero. – Pero sé que va a pasar. Algo grave. Esas estrellas cayendo del cielo
nos lo avisaron. Hemos vivido demasiado tiempo a la sombra de esa maldita
montaña....
Y, sin decir más palabra, se despidió de Séptido con
un gesto amable y tierno y siguió su camino, saliendo del pueblo y dejando
atrás Musgo y la Montaña Azul, caminando por los prados hacia el este.
Séptido lo vio
marchar, sin saber muy bien qué hacer, si seguirle, detenerle, avisar a su hijo
Segismundo o dejarle ir. Al fin y al cabo, Tobías era un hombre adulto que
sabía lo que hacía. Puede que fuese cierto que el día anterior estaba muy
nervioso, casi fuera de sí, pero en ese momento parecía completamente lúcido,
tranquilo, seguro de quién era y de lo que hacía. Era el mismo Tobías que
Séptido había conocido desde que era un niño.
Así que, después de
estar un buen rato quieto en la calle, sin saber muy bien qué hacer, Séptido se
dio cuenta de que el viejo Tobías se había alejado lo suficiente de Musgo como
para que fuese imposible ir tras él.
Al fin y al cabo,
Séptido tenía que ir al trabajo.
Llegó hasta los pies
de la Montaña Azul, al principio del Sendero, y empezó a ascenderlo. Se cruzó
con Nóvido a mitad de su zona y le contó lo de Tobías.
- ¿Qué? ¿Estás
seguro? – preguntó el joven
Guardián, con cara de extrañeza. No se lo creía.
- Pues claro que estoy seguro, él mismo me lo ha dicho.
Se iba del pueblo, muy triste y preocupado, con un hatillo al hombro....
- ¿El viejo Tobías? ¿Irse de Musgo? Algo muy malo
tiene que pasar para que ése no se quede a morirse en el pueblo.... – dijo
Nóvido, con poco tacto.
Eso justo era lo que se temía Séptido.
Se despidió del joven Guardián y siguió su camino
por el Sendero. El Sol ascendía en el cielo a la vez que el Guardián lo hacía
por el Sendero.
Vio a lo lejos a
Óctido, cuando ya estaba llegando a la Punta del Sastre. Óctido hacía su ronda
por su zona de Sendero y venía desde allí, el límite final.
- ¿Dónde estabas? Si
que llegas tarde hoy.... –
le reprendió su compañero, sin tomárselo muy en serio.
- Me he encontrado con el viejo Tobías por el
camino....
- ¿Cómo está? Anoche Francisco nos contó en la
taberna que había estado muy nervioso todo el día, echándose a llorar, con
mucha preocupación.... le había tenido que dar una tisana de hierbaluisa con un
chorrito de coñac para calmarle....
- Pues está extrañamente bien – dijo Séptido,
dándose cuenta de que no era del todo cierto. – Bueno, no está del todo bien.
Se ha ido de Musgo.
- ¡¿Qué?!
- Como lo oyes. Me le he encontrado cuando se iba,
todo decidido. A primera vista está bien, ni nervioso, ni ido, ni nada por el
estilo. Está muy triste y preocupado, porque dice que va a pasar algo muy malo
y que por eso se va.
- Algo muy malo tiene que ser para que el viejo
Tobías se vaya de Musgo – dijo Óctido, con los ojos muy abiertos.
- Eso me temo....
- Pero ¿qué es eso tan malo que va a pasar? –
preguntó Óctido.
- Él no lo sabía. Pero nombró a la Montaña Azul....
Los dos Guardianes guardaron silencio y miraron a su
alrededor a las rocas azules cubiertas de vegetación con cien tonos de verde.
Todos los Guardianes del Sendero tenían mucho respeto a la montaña.
- Estaremos alerta, pero no sé.... la cosa ha estado
mucho tiempo tranquila, años.... – dijo Óctido.
Séptido asintió.
Los dos Guardianes se despidieron y se separaron:
Séptido dobló la Punta del Sastre para llegar a su zona del Sendero y Óctido
siguió su camino, patrullando la suya.
Séptido pasó sombrío toda la mañana, preocupado por
la marcha del viejo Tobías. Estaba un poco conmocionado y preocupado, y estuvo
ausente durante toda su guardia.
Comió cerca del arce blanco, en compañía de Héxido,
al que contó las últimas noticias. El otro Guardián también se asombró mucho
por la marcha del viejo herrero y prometió contárselo a Péntido en cuanto lo
viese.
Séptido caminó por la tarde por su zona del Sendero
como un fantasma, dándole vueltas a la cabeza, preocupado, sin ver ni sentir lo
que había a su alrededor. Pensaba en qué cosa horrible podía llegar a ocurrir
para que el viejo Tobías abandonase Musgo de aquella forma tan apresurada y no
se le ocurrían nada más que calamidades.
Intentó adivinar qué horrible accidente podía
ocurrir con la Montaña Azul para avisar a los habitantes de Musgo, pero no se
le ocurría qué podía ser: la montaña mágica llevaba una larga temporada muy
tranquila, cerca de dos años ya. Apenas había “escapes” de seres mágicos ni
hechizos perdidos que afectaban a la fauna y la flora de la montaña. No se le
ocurría qué podía fallar de repente en la Montaña Azul y qué le había dado
tanto miedo al viejo Tobías como para abandonar su pueblo natal.
Entonces, mientras caminaba como sonámbulo, pensando
en sus temores, escuchó ruido de campanitas. Al principio no se dio cuenta de
lo que escuchaba, pero al cabo de un rato lo notó. Prestó atención, olvidando
lo que estaba pensando hasta aquel momento, y echó a correr hacia donde creía
que venía aquel sonido: por detrás de él, hacia la parte alta de su zona de
Sendero.
Llegó a una parte de su zona en la que el Sendero
era llano, de tierra prensada, rodeado de arbustos verde oscuro, muy abundantes
y frondosos, tanto en el lado de la ladera como en el del acantilado.
Allí, en el aire, revoloteaban una docena de
pequeñas hadas, jugueteando en el aire, haciendo que sus alas sonasen con aquel
sonido de campanitas.
- ¡Pero bueno! – dijo, enfadado. Se acercó a las
hadas y trató de ahuyentarlas con la mano, como si fuese un abanico.
Las pequeñas hadas rieron, revoloteando alrededor de
Séptido, haciendo sonar más campanitas. Sus risas parecían gotitas de lluvia
cayendo sobre un cristal.
Como las hadas se reían de él y espantándolas con la
mano no conseguía nada, Séptido agarró el garrote de roble con dos manos y lo
agitó con fuerza, tratando de golpear a las hadas. Éstas, molestas, dejaron de
reír, pero esquivaron el garrote sin problemas.
Se arremolinaron y ascendieron fuera del alcance del
garrote, para que el Guardián del Sendero no pudiera golpearlas. Se juntaron en
formación y todas juntas empezaron a cantar, con voces delicadas como los
trinos de los pájaros:
“Blimp, blamp, vuelve a tu hogar.
Blomp, blemp, allí estarás bien.
Blump, blemp, no hay nada que hacer.
Blimp, blamp, el portal se abrirá.”
Séptido no prestó
atención y volvió a agitar su garrote, tratando de espantar a las hadas, aunque
no podía alcanzarlas: revoloteaban muy por encima de él.
- ¡Vaya faena! – farfulló, molesto. Las hadas no
eran criaturas fantásticas malignas ni preocupantes, pero tenía que echarlas de
allí. Era su obligación. Lo malo era que una plaga de hadas era complicada de
controlar.
Así que echó mano de su morral, rebuscando en su
interior. Juraría que todavía le quedaba un poco, esperaba no equivocarse....
¡Allí estaba! Sacó con júbilo una bolsita de tela de
saco, deshaciendo el nudo que la cerraba. Dentro había una pequeña mezcla de belladona, denadjia y pimienta blanca. Era una mezcla muy útil para espantar a
los duendes, pero también funcionaba con las hadas.
Cogió un pellizco con cuidado y lo tiró sobre el
montón de hadas, que chillaron asustadas. Séptido repitió la operación un par
de veces, haciendo que todas las hadas acabaran en el suelo, atontadas y
mareadas.
Séptido las recogió todas, metiéndolas con cuidado
en un saco lleno de algodón que llevaba en el morral. Lo llevaba encima por si
se encontraba con una plaga de caracoles de diamante, pero le serviría en
aquella ocasión. Una vez todas las hadas estuvieron en el saco lo cerró con un
cordón y se encaminó hacia la parte final del Sendero. Una vez allí llamó a
voces a Héxido y cuando el Guardián acudió a la llamada, unos cuarenta minutos
después, Séptido le entregó el saco. Héxido se encargaría de que llegara hasta
Únido y éste devolvería las hadas a su hogar, a través del portal.
Solamente cuando ya estuvo solo Séptido empezó a
pensar en la canción de las hadas. No recordaba exactamente qué es lo que
decía, pero le dio muchas vueltas para recordarlo. Creía que era importante.
Llegó la noche y el
final de su turno y Séptido no logró recordar qué decía la canción. Hablaba del
hogar, de un portal, decía algo como bla, ble, bli.... pero no lo recordaba
exactamente.
Los tres Guardianes
del final volvieron a sus casas a Musgo y los otros seis a las suyas en el
Sendero. Los linces color turquesa salieron de sus madrigueras, para encargarse
de cuidar el Sendero.
Al cabo de un par de
horas desde el ocaso, los linces comenzaron a maullar. Los Guardianes y toda la
gente de Musgo salieron de sus casas, alterados y asustados. Si los linces
maullaban era que algo ocurría en el Sendero.
Séptido, Óctido y
Nóvido corrieron mientras se vestían, para volver al Sendero, cada uno a su
zona. Séptido estuvo solo toda la noche, patrullando por su zona, yendo desde
un extremo al otro, cruzándose a menudo con alguno de los linces que cuidaban
del Sendero de noche. Ninguno dejó de maullar, pero el Guardián no encontró
ningún peligro.
La gente de Musgo
apenas pudo dormir, pues los maullidos de los linces no cesaron y eran muy
fuertes y penetrantes. Los Guardianes estuvieron aleta durante toda la noche,
patrullando y vigilando, pero no había ningún peligro, ninguna amenaza, o al
menos no la descubrieron.
Un par de horas
antes del amanecer los linces dejaron de maullar. El silencio volvió a la
Montaña Azul y al pueblo de Musgo. La gente trató de dormir, aunque fuesen tan
sólo un par de horas. Los Guardianes tardaron en volver a sus hogares, pues no
estaban convencidos de dejar el Sendero, aunque los linces hubiesen dejado de
maullar. Al final, Séptido bajó por el Sendero, recogiendo a Óctido y a Nóvido,
caminando los tres juntos hacia Musgo. Quedaba algo menos de una hora para el
amanecer, pero los tres se fueron a sus camas.
Tenían que dormir un
poco, para recuperar fuerzas.
Su deber era volver
al Sendero con el nuevo día.
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