lunes, 9 de junio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9x2



- 9 x 2 -
 
Los grupos quedaron establecidos en poco tiempo. Se habían organizado en cinco equipos, para poder aprovechar los coches que tenían: la moto del padre Beltrán se quedaría en Siena del Sil.
Marta quería haber estado con el padre Beltrán en el equipo, pero éste estaba con otros tres guardias civiles. De todas formas Marta estaba satisfecha y contenta: estaba en el mismo equipo que Justo, con otro guardia civil llamado Miguel Aldea López.
Daniel y Mónica estaban en otro grupo, con otros dos guardias civiles, Sole estaba sola con otros dos números de la Guardia Civil y Andrés formaba equipo con otros tres compañeros suyos.
Todos los guardias civiles sabían que estaban allí para detener a los presuntos causantes de una ola de asesinatos por la mitad de España, pero no sabían la naturaleza demoníaca de los sospechosos. Andrés les había convencido de que tenían que cambiar las balas y fabricar unas nuevas con los rodamientos que el viejo cura había traído para ellos, pero no les había explicado por qué. Muchos guardias estaban con la mosca detrás de la oreja, pero no dijeron nada: estaban allí de forma voluntaria, sabiendo (Andrés se lo había advertido desde el principio) que no tendrían información completa de lo que estaba pasando. Aquel caso era Top Secret, y a todos les encantaba pensar que estaban participando en un caso así, aunque lo hicieran a ciegas.
- Muy bien – habló Justo, y todos los miembros de tan extraño grupo se giraron para mirarle. Todo el mundo había cogido un cuchillo o una palanqueta de plata, y los que llevaban armas de fuego tenían al menos un par de cargadores de balas de plata, además de las balas “retocadas”. – Ya casi es de noche y el padre Beltrán cree que el acontecimiento está cerca. Los dos custodios aparecerán en alguna parte de la comarca, para realizar un ritual. Nuestro deber es detenerlos antes de que lo hagan. Que cada equipo coja un coche y buena suerte a todos.
El grupo se fue desperdigando. Marta se acercó a Sole y le dedicó un gesto cariñoso de buena suerte. Después fue hasta Daniel y Mónica y les dio un abrazo, contenta por tenerlos allí.
Poco podía imaginar que no volverían a estar los tres enteros y vivos nunca más.

* * * * * *

Los custodios caminaron por el pueblo agarrados de la mano. Eran dos, pero su misión era la misma. Debían mantenerse siempre unidos.
Se dejaron guiar por su instinto, para que los llevara al lugar donde el ritual cobraría más fuerza y lograría abrir el portal con éxito.
Su instinto demoníaco los condujo hasta la plaza central del pueblo. Era muy amplia, rectangular, rodeada de calzadas de asfalto. En la parte frontal estaba el largo y bajo edificio del ayuntamiento, con su característica portada con arcos. En el medio de la plaza había una fuente redonda de agua, con caños que salían hacia arriba. Estaba seca.
Tan sólo había dos o tres farolas que funcionaban, pero con tan poca luz fueron capaces de ver los coches que había aparcados al lado del bajo bordillo de la plaza, rodeándola. También vieron el gran grupo de gente.
Esperaron, escondidos detrás de una esquina. Aquellos seres humanos no eran rival para ellos (excepto uno, del cual emanaba una fuerza poderosa) pero estaban cerca del final y arriesgarse era arriesgar la misión. La fuerza vital de sus hermanos esperaba que ellos cumplieran y no fracasaran. El ritual era complicado y necesitaban tranquilidad y seguridad.
No tuvieron que esperar mucho: los humanos estaban organizándose para irse de allí. Montaron en los coches y se alejaron en cinco direcciones distintas. Los custodios se fundieron con las sombras cuando un gran todoterreno pasó por su lado.
Se asomaron al cabo de un minuto. Los motores de los coches eran un rugido estridente que se alejaba en la distancia. La noche había ocupado su lugar en aquel mundo y la oscuridad lo cubría todo.
Tenían la plaza para ellos solos.

* * * * * *

- Buena suerte a todos – dijo Sole, usando la radio de su todoterreno. Los Nissan de los guardias civiles tenían radio incorporada y Justo había cogido una radio portátil con batería para llevar en su coche. De esa forma los cinco equipos estarían conectados durante toda la misión.
Un pitido estridente se escuchó en el interior del todoterreno, mientras recibía las contestaciones de los demás. Sole miró alrededor, extrañada.
- ¿Falla la radio? – preguntó el guardia civil que iba en el asiento del copiloto, llamado Francisco Torres Alonso.
- No, no es la radio.... Funciona perfectamente.... No sé lo que es.... – dijo la soldado, asombrada.
- Suena aquí atrás.... – comentó la guardia civil que iba en los asientos traseros, una mujer joven llamada Ángela Aguilar Sastre.
- Abre una maleta metálica que hay en el asiento, Ángela, por favor.... – dijo Sole, mirando por el espejo retrovisor, con un nudo en la garganta. La guardia civil la obedeció y dejó al descubierto el medidor de ondas ectoplásmicas: el pitido venía de allí. El piloto amarillo parpadeaba furiosamente.
- ¿Esto qué es? – preguntó Ángela Aguilar Sastre, atónita.
- Problemas.... – dijo Sole, frenando en seco y haciendo derrapar el todoterreno en la cuneta de la carretera comarcal por la que iban. Después cogió el mando de la radio, para dar el aviso.
La mano le temblaba muchísimo.

* * * * * *

El padre Beltrán iba muy silencioso en el asiento trasero de uno de los Nissan de la Guardia Civil, acompañado por tres agentes.
- ¿Está bien, abuelo? – le preguntó el que iba sentado con él atrás, un chico joven llamado Iker Gamarra Gil.
- Estoy bien – contestó el padre Beltrán, con voz lúgubre. – Solamente iba escuchando.... y nunca he sido abuelo.
El chico borró su sonrisa amable de la cara al recibir la mirada incendiaria del sacerdote de negro, desde detrás de las gafas oscuras. Tragó saliva y miró hacia adelante, donde sus dos compañeros se rieron de él con grandes carcajadas.
Entonces, el padre Beltrán se envaró en el asiento, terriblemente tieso. Se giró hacia atrás, mirando por el cristal trasero, quitándose las gafas de un zarpazo.
Había algo que habían dejado atrás que podía ver.
Lo podía ver muy bien.
- ¡¡Pare!! – ordenó, con su voz como un trueno.
- ¿Cómo? – preguntó el conductor, molesto. No frenó, pero dejó de acelerar.
El padre Beltrán no contestó al instante, concentrado en lo que sus ojos velados de blanco podían ver en la oscuridad.
- ¡¡Dé la vuelta!! ¡¡Rápido!! – gritó, mirando de nuevo hacia adelante, mientras se volvía a poner las gafas.
El conductor giró el Nissan, a regañadientes, pero enfiló la carretera de vuelta a Siena del Sil. En ese momento chasqueó la radio.
- Atención, atención. Habla Sole ¿Me recibís? Hemos detectado con uno de los sensores que llevamos en el coche que los custodios están en el pueblo que acabamos de dejar. Hay que volver, repito, hay que volver a Siena del Sil.
El conductor, un guardia civil llamado Pablo Sánchez López, cogió el mando de la radio y contestó:
- Recibido, Sole, vamos para allá. Nuestro.... sensor también ha recibido algo.... – dijo, mirando por el espejo retrovisor el ansioso rostro del extraño cura.
Aquella misión era rara de cojones....

* * * * * *

Daniel cogió el mando del escáner láser y observó la pantalla. Estaba emitiendo lecturas.
- El escáner de calor está registrando lecturas – comentó en voz alta. Mónica le miró interesada y se inclinó hacia él. El guardia civil que iba en el asiento del copiloto, llamado Gabriel Román Trimiño, se giró para mirarle, levemente interesado. El conductor, un hombre llamado Eduardo Herrera García, ni se molestó en mirarle. – ¿Dónde hemos colocado el cubo?
Mónica negó con la cabeza.
- En ningún sitio. No hemos instalado los equipos....
- Entonces.... ¿seguirá en el maletero del todoterreno de Sole? – preguntó Daniel. Mónica asintió.
Los dos técnicos miraron la pantalla del mando externo del escáner láser de calor residual, atónitos. Estaban dejando atrás una lectura doble de ciento veinte grados.
- ¿Ocurre algo? – preguntó Gabriel Román Trimiño, al verles tan concentrados en el “juguetito”, aunque lo hizo más por cortesía que por interés.
- Tenemos que dar la vuelta – dijo Daniel, con un hilo de voz. El guardia civil se asustó un poco al verle la cara.
En ese momento la radio habló.
- Atención, atención. Habla Sole ¿Me recibís? Hemos detectado con uno de los sensores que llevamos en el coche que los custodios están en el pueblo que acabamos de dejar. Hay que volver, repito, hay que volver a Siena del Sil – dijo la voz de Sole a través de la radio. Los dos guardias civiles se quedaron mirándola un instante antes de reaccionar. El conductor dio un volantazo y volvió por donde habían venido. El copiloto tomó el mando de la radio para contestar.
Daniel y Mónica no perdieron de vista las lecturas de calor. Los dos custodios estaban allí reflejados.

* * * * * *

Marta llevaba la radio, en su regazo, sentada en el asiento trasero. Justo conducía su coche con prisa pero con cautela y el guardia civil que los acompañaba (un tal Miguel Aldea López) iba en el asiento del acompañante, con cara seria.
Cuando Sole les mandó el mensaje, Marta dio un respingo, asustada:
- Atención, atención. Habla Sole ¿Me recibís? Hemos detectado con uno de los sensores que llevamos en el coche que los custodios están en el pueblo que acabamos de dejar. Hay que volver, repito, hay que volver a Siena del Sil.
Justo no esperó más. Confiaba en Sole (después de todo lo pasado juntos) así que dio un volantazo, hizo derrapar al R-11 (que se quejó con unos cuantos chirridos de los neumáticos y la carrocería) y volvió hacia Siena del Sil.
- Somos idiotas.... – murmuró Justo, apretando el volante con las manos y el acelerador con el pie derecho. – Nos hemos ido todos dejando el pueblo central sin vigilar. ¿Cómo no se me ha ocurrido?
- Estamos todos muy tensos – comentó Marta, sosteniendo el mando de la radio cerca de su boca, sin presionar la manija. – Es normal que cometamos errores....
- Pues ya no podemos permitirnos más – contestó el veterano agente, acelerando aún más. Marta dejó de mirar a la carretera y se concentró en responder al aviso de Sole.
Acababan de salir de Siena del Sil, así que ninguno estaba muy lejos del pueblo todavía. Todos los coches llegaron en seguida al pueblo, y Sole les dijo que las lecturas del medidor de ondas indicaban que la presencia de los custodios se ubicaba en la plaza central del pueblo.
El coche de Justo fue el primero en llegar. Detuvo el R-11 en la esquina de la casa de una de las calles que salían desde la amplia plaza. Estaban en un rincón de la plaza y avanzaron hasta la calzada ancha que rodeaba todo el lugar.
Desde allí podían ver perfectamente a los custodios. Eran dos niños, un niño y una niña, de unos doce o trece años. Estaban sentados con las piernas cruzadas, a lo indio, uno frente al otro. Tenían las manos a la altura de los hombros, palma con palma. Era difícil decirlo de lejos, pero parecía que tenían los ojos cerrados. Lo que sí era seguro era que estaban recitando un salmo, o algo parecido.
Los otros coches llegaron en ese momento, casi a la vez, con unos pocos segundos de diferencia, cada uno por una esquina o lado de la plaza diferente.
- ¡¿Dónde están?! – gritó Andrés, saliendo de su Nissan, con una escopeta en las manos. – ¡No los veo!
- ¡Al otro lado de la fuente! – respondió Sole, en otro lado de la plaza. – ¡Pero yo no tengo tiro!
La soldado se movió lateralmente, para encontrar una línea de disparo despejada.
Los custodios separaron sus manos y cogieron sendas piedras afiladas que cada uno tenía a su lado. Las agarraron con firmeza y las colocaron hacia su izquierda, a la altura del cuello de su compañero.
El padre Beltrán se apeó en ese momento de su coche, con desesperación. Parecía un dios terrible.
- ¡¡Están a punto de abrir el portal!! – bramó, con su voz cascada como el sonido de un trueno.
- ¡Yo tengo tiro! – se escuchó decir Marta, sacando la pesada pistola de la espalda. La cogió con las dos manos, la derecha sujetando la empuñadura (con el dedo índice en el gatillo) y la mano izquierda abrazando la otra mano. Respiró hondo, intentando apuntar.
Era su primer disparo.
Vio cómo los dos custodios terminaban su letanía, cómo se quedaban quietos un instante y cómo apretaban con fuerza los cuchillos improvisados que los dos sostenían. Vio al padre Beltrán erguido al fondo, con los puños apretados y la vieja y arrugada cara en un gesto preocupado. Vio con el rabillo del ojo, lejos a su izquierda, cómo Sole encontraba un lugar adecuado para disparar y acomodaba el rifle en sus manos.
Marta apretó el gatillo, lanzando la bala en dirección a la “niña” de la derecha. En ese instante, los dos custodios se movieron, con un gesto diestro y veloz, cortando la garganta de su compañero, los dos a la vez. Cuando las gargantas de los dos estaban abiertas y la sangre ya se había derramado, la “niña” recibió el tiro de Marta, en la sien izquierda, cayendo de lado. Menos de un segundo después, el “niño” de la izquierda recibió la ráfaga de balas de Sole, tirándole al suelo de costado.
Después, las armas de los demás guardias civiles se pusieron a tronar, alcanzando a los dos cadáveres, destrozándoles un poco más. La escopetada despertó a los vecinos del pueblo y repiqueteó en la piedra del suelo de la plaza.
- ¿Lo hemos conseguido? – preguntó Andrés, bajando la escopeta. Marta estaba (casi) segura de que lo habían logrado.
Después, a lo lejos, vio al padre Beltrán con la cabeza gacha, meneándola con desánimo.

* * * * * *

Desde el suelo, entre los cuerpos de los dos custodios sacrificados, surgió un rayo de energía, parecido a una descarga eléctrica. Era de un color rojo intenso y subió hacia el cielo, retorciéndose y quebrándose, impactando contra un muro de nubes grises que se estaban congregando allí, llegando en una gigantesca espiral.
Una elipse de color rojo se formó en el cielo, albergando una negrura en su interior más oscura que la propia oscuridad.
De pronto, desde el portal, surgieron ocho cometas, que dejaban tras de sí ocho estelas de humo de color rojo y granate.
Cada uno de los cometas partió en una dirección, dejando atrás el oscuro y eléctrico portal.

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