martes, 29 de mayo de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 2


- 2 -
(Granito)

Mientras los dos entes se lamentaban por los golpes y magulladuras de la moto que les había arrollado y caído encima (fruto de la cadena de catástrofes que había provocado la pequeña mariposa) Lucas Barrios salió de su casa, con las manos en los bolsillos de la cazadora, los hombros encorvados y la cabeza baja.
Era el primero de diciembre y aunque oficialmente el invierno no había empezado, el tiempo era frío y desapacible. No invitaba a pasear, pero a Lucas aquello no le importaba. En realidad no salía a pasear. Salía a despejarse.
Llevaba desde el verano sin trabajar en ningún caso. Había recibido ofertas, que había rechazado sistemáticamente, derivándolas a otros profesionales parecidos a él o simplemente desentendiéndose de ellas, cuando su instinto y su “anomalía” le decían que no eran problemas paranormales.
No quería trabajar. Sabía que el duelo estaba siendo demasiado largo, pero todavía no se veía con fuerzas de volver al trabajo, de volver a tratar con entes y fantasmas, de volver a estar en la brecha.
Echaba demasiado de menos a Patricia.
Sus amigos habían estado apoyándole, incluso los amigos de Patricia con los que él apenas se llevaba. Por supuesto José Ramón había estado a su lado día sí y día también y con el paso del tiempo se limitaba a llamarle cada dos o tres días y las visitas a su casa eran solamente cuando las acordaban. Al principio de todo, en pleno verano, José Ramón se presentaba en su casa sin avisar, con un montón de planes para hacer con Lucas: desde partidas de Trivial o Party, hasta tardes en la piscina, invitaciones al cine, salidas y excursiones a lugares cercanos.... hasta lo más sencillo y habitual: bajar a una terraza a tomar unas cañas.
Lucas había rechazado los planes uno tras otro, aunque José Ramón no se había rendido y había seguido al lado de su amigo.
El funeral de Patricia, al que habían acudido un montón de familiares y amigos, incluso padres de niños de la guardería, había sido un momento durísimo. Lucas había tenido que enfrentarse a los padres de su novia, sintiéndose culpable por su muerte. Desde luego, la ACPEX se había encargado de que figurase como una muerte por accidente, pero Lucas se sentía responsable de la muerte de Patricia, así que consolar a sus padres y ser consolado por ellos le pareció muy cínico. Había estado a punto de confesarles lo que de verdad había pasado, pero su madre se lo había impedido, convenciéndole con buenas razones.
Su madre había sido el otro pilar sobre el que se apoyó para salir de aquel agujero, del que todavía no había Salido del todo. Había estado allí con él a todas horas, dispuesta para ayudarle. Como Lucas no había trabajado desde el verano, lo cierto era que había tenido mucho tiempo libre para estar con su madre, y lo había agradecido.
Después del funeral, Lucas se había encerrado en sí mismo, sin salir de casa. Recibía las constantes visitas de José Ramón y de su madre y alguna suelta de otros amigos o de Justo Díaz, al que incluso agradeció tener delante. Por suerte no hablaron de su padre, así que el encuentro no fue mal. Aquellas visitas se convirtieron en su nexo con el exterior, ya que Lucas no salía de casa y ni siquiera veía la televisión. Estaba encerrado allí, en la burbuja que se había creado, a salvo de todo y de todos.
Salvo de sus pensamientos y recuerdos.
Los dos primeros meses fueron los peores. El verano se hizo muy largo y caluroso y Lucas pasó muchas noches sin apenas dormir, a causa a medias del calor y a medias de su pena y del constante acoso de los recuerdos. Como le ocurriera en Salamanca, durante la última persecución andando tras el hombre-lobo, revisitaba la escena en la Casa de las Muertes una y otra vez y pensaba mil maneras en las que podría haber actuado para salvar a Patricia, convenciéndose de que realmente podía haberlo hecho. Pero cada mañana, cuando despertaba después de haber caído dormido víctima del cansancio y la pena, se daba cuenta de que nada podía haber hecho.
El inspector Amodeo también se puso en contacto con él varias veces, por teléfono. El policía había tenido un par de semanas muy duras en la comisaría, al redactar los informes de los asesinatos en serie: no podía incluir al hombre-lobo en los informes oficiales y, aunque recibió ayuda de la agencia, tuvo muchos líos con sus superiores. Había testigos que aseguraban que había sido un monstruo el que había cometido la matanza de Salamanca, pero los altos mandos de la policía no querían saber nada de eso. Lidiar con los testigos, con los informes, con la prensa y con sus jefes había sido un duro trance para el inspector Amodeo.
Después de esos primeros y traumáticos quince días había pedido la baja. Debido a sus heridas durante la pelea con el hombre-lobo y a la tensión subsiguiente, se tomó un mes de descanso. Al parecer su médico de cabecera era buen amigo y le mantuvo de baja durante seis semanas, que el policía aprovechó para despejarse.
Incluso se ofreció a ir a Madrid, para estar con Lucas, pero éste lo rechazó de buenas maneras. No es que no quisiese tener allí con él al inspector (probablemente se sintiese con él mejor que con mucha otra gente que conocía desde hacía más tiempo, exceptuando a su madre, su hermana o José Ramón) sino que no quería tener compañía. Lucas sentía tristeza y no quería contagiar ese sentimiento a nadie más.
El tiempo pasó y, al contrario de lo que la gente cree, no curó el dolor y la pena. Sin embargo, al menos atenuó aquellas sensaciones lo suficiente para que Lucas pudiese seguir con su vida. No se sentía con fuerzas para volver a enfrentarse a eventos paranormales, pero al menos salía de casa, visitaba a su madre y su hermana, iba al cine de su madre un par de tardes a la semana, quedaba a menudo con José Ramón, iba a jugar al tenis con él de vez en cuando....
La web y su teléfono no habían dejado de funcionar, pero él no las había atendido. En torno a mediados de octubre había empezado a escuchar los mensajes del contestador y a leer los enviados a la página web, pero casi como curiosidad, sin ningún interés real de aceptar ninguno. Pero servían como entretenimiento.
Su madre insistía mucho en que volviera a trabajar. Le trataba de convencer, con la razón de que el trabajo le mantendría entretenido y le ayudaría a superar la pérdida. Lucas agradecía los esfuerzos de su madre, pero no tenía intención de volver a trabajar a corto plazo. No se había vuelto un vago, pero Patricia había muerto por su trabajo, así que volver a él no le garantizaba superar su muerte.
Desde que había llegado el frío intenso disfrutaba mucho paseando por el barrio. El tiempo desapacible le hacía sentirse vivo, le despejaba del ambiente opresivo y encerrado de su casa. Empezaba a ver claro lo que habían intentado sus amigos y su familia: quedarse siempre en casa no era bueno. No se sentía alegre, pero al menos paseando por la calle, con el frío cuarteándole la cara, penetrando por entre la ropa mientras caminaba, Lucas se sentía a gusto.
Con el rabillo del ojo vio un destello extraño, como una deformidad en el ambiente, como cuando viajas por carretera en verano y el aire caliente dobla la imagen de la carretera por delante del coche. Aquel doblez sólo lo podía haber visto él, pues no lo había notado con los ojos, sino con su “anomalía”.
Se resistía a llamarla “don”, mucho más después de lo de Salamanca, pero “anomalía” era mejor que “maldición”, aunque la mayor parte de las veces lo entendiese más como aquello.
Se giró, mirando por encima del hombro, con disimulo. Llegó a un paso de peatones y se detuvo en él, mirando a ambos lados antes de cruzar. De aquella manera pudo mirar con mayor detenimiento hacia donde había visto el doblez.
Le seguían un par de entes.
No era la primera vez que los veía, aunque sólo se había fijado en ellos tres o cuatro veces. Aquello no significaba que estuvieran tras él (había muchos entes por las calles de Madrid, viviendo allí escondidos: en su barrio podía ver a los mismos, como si vivieran por allí) pero aquella noche no había duda de que aquellos dos lo estaban siguiendo. Lucas tuvo la intuición de que lo estaban vigilando, así que les puso a prueba.
Sólo por asegurarse.
Cruzó la calle por el paso de peatones, volviendo a fijar la mirada en los dos seres contrahechos que estaban medio ocultos tras una furgoneta aparcada. Quizá el resto de la gente de la calle los vería como un par de personas, pero Lucas los veía exactamente como eran. Parecían dos Trasgos de cuento, con la piel verde, narices ganchudas y brazos y piernas muy delgados.
Lucas siguió caminando por la otra acera, para girar en la primera esquina. Su intención, vigilando siempre por encima del hombro, disimuladamente, era marearles un poco, hasta que llegara a su destino. Girando por varias esquinas acabó volviendo sobre sus pasos, por calles más secundarias, hacia su casa de nuevo.
Allí tenía aparcado el Twingo.
El coche estaba como nuevo, después de que Víctor hubiese trabajado en él durante todo julio y parte de agosto. A Lucas le había costado un dineral el arreglo, pero no había dudado en hacerlo: tenía mucho dinero ahorrado de la herencia de su padre y de sus inversiones. Además, había perdido a Patricia, no quería perder también a su “compañero” de trabajo.
El Twingo volvía a tener la carrocería blindada completa y los cristales resistentes en todas las ventanillas. Ruedas y neumáticos nuevos, el sistema de propulsión por nitroso renovado y el interior reparado. El coche lucía como nuevo, con la pintura roja por toda su extensión y el techo blanco, con las luces de emergencia intactas, pues sorprendentemente era lo único que no había sufrido daños durante la persecución de los “cabeza de caja”.
Lucas llegó hasta su coche y abrió las puertas con el mando, entrando fluidamente, sin detenerse. Miró por el espejo retrovisor interior, comprobando que los dos entes le habían visto entrar en el coche. Ya no había duda de que lo seguían y vigilaban, pues los dos echaron a correr, acercándose al Twingo.
Lucas no les dio oportunidad de alcanzarle: puso en marcha el motor y salió del hueco, incorporándose a la circulación. Sin rebasar el límite permitido de velocidad, pero con fluidez, se alejó de allí, perdiéndose de vista.
Sin estar muy preocupado, pero mirando por el espejo retrovisor, sonrió sinceramente en mucho tiempo. Después se dio cuenta de que se sentía bien. Aquello era lo más parecido a trabajar que había hecho en meses, y se sorprendió al darse cuenta de lo bien que se sentía.

* * * * * *

Llegó a casa de su madre y aparcó cerca del portal. Por aquella zona había bastantes huecos, a pesar de las horas.
Salió del coche, se abrigó de nuevo y caminó al portal. Estaba abierto, así que subió sin llamar hasta el tercer piso. Allí, en el lado derecho, pulsó el timbre. La puerta se abrió de inmediato y su madre sonrió alegre y sorprendida al verle en el descansillo.
- ¡Lucas! ¡Hijo! ¿Qué haces aquí?
- He venido a ver si me invitabas a cenar.
- ¡Pues claro que sí! – le contestó, tirando de él para que entrara y dándole un abrazo. Después se volvió hacia la cocina. – ¡Yolanda! ¡Mira quién ha venido!
- ¿Está mi hermana aquí? – preguntó Lucas, inútilmente.
- Sí, hoy es jueves. Ya sabes que viene todos los jueves – respondió su madre. – Claro, como tú no vienes nunca....
- Mamá....
- ¡Lucas! ¡Qué alegría verte! – dijo su hermana, toda sonrisas, saliendo de la cocina a abrazarle.
- Yo también me alegro de veros – dijo él, notando que no lo decía forzado. Era cierto. Se sentía bien, desde hacía meses, estando fuera de casa, compartiendo un rato con su hermana y su madre. – ¿Habrá cena para mí?
- Ya sabes que mamá cocina para cinco, aunque viva sola – replicó Yolanda, con una mueca traviesa.
- ¡Ya empezamos! – se quejó su madre, sólo a medias en serio.
Lucas sonrió. Ayudó a su hermana a poner la mesa e hizo la ensalada. Después cenaron los tres juntos.
Fue una velada muy agradable.

lunes, 28 de mayo de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 1


- 1 -
(Granito)
  
- Como comprenderá, no puedo darle todos los detalles. Al menos no hasta que hayamos llegado a un acuerdo. Acuerdo de confidencialidad y todo eso....
- Comprendo, por supuesto.
- Además – dijo, pasándose una mano de retorcidos dedos y largas y amarillentas uñas por la coronilla, acariciando el pelo hasta la coleta – si nuestra negociación no llega a nada, habré reservado los detalles más jugosos para el siguiente comprador.
- Eso sería contraproducente.
Darío M. Zardino sonrió, astutamente. Sólo los tiburones sabían sonreír así. Y los Dharjûn, por supuesto.
- ¿Contraproducente para quién? Sólo para usted – amplió su sonrisa, al notar nervioso y preocupado a su interlocutor. – Es mi mercancía, puedo hacer negocios con quien yo desee.
- Esa mercancía no es suya – replicó el hombre de traje elegante. Aunque describirle como “hombre” era quizá demasiado exagerado. – Se hizo con ella de maneras poco legales.
- Y comprar mercancía poco legal está prohibido. ¿De verdad quiere que sigamos haciendo negocios? – retó Zardino, serio pero divirtiéndose un montón en su interior.
Darío M. Zardino sabía que iba a venderle a aquel ente su mercancía. En realidad no la quería para nada. Doce mil unidades de veneno de Rupurt no eran útiles en aquella dimensión (quizá en el sistema de Antares) y él lo que quería era la gran fortuna que podía conseguir vendiéndolas. Pero que quisiera deshacerse de ellas no significaba que no pudiera jugar un poco con el comprador.
Era un ente de aspecto homínido, sin llegar a ser un metamórfico, pero con habilidades de camuflaje. Ante él se había presentado como un hombre de edad madura, de cabellos oscuros, cara cuadrada y ojos ocultos tras unas gafas de sol, a pesar de ser de noche y estar reunidos bajo techo, en una vieja imprenta abandonada. Era de cuerpo ancho, voluminoso y quizá musculoso, vestido con un traje elegante y de buena tela y confección.
Darío M. Zardino sabía valorar aquellos detalles. Pero sobre todo podía anticipar consecuencias: si ponía nervioso al ente que tenía delante podía negociar con él de forma divertida, si acababa riéndose de él podría enfadarle, y si el ente se iba de allí con el negocio cerrado, pero enfadado, lo pagaría con sus súbditos (pues Zardino sabía que estaba tratando con la realeza), cuando volviese a su dimensión. Un poco de mal genio hacia el pueblo era una pequeña contribución al caos.
Y Zardino sólo trabajaba para el caos.
- Si va a poner pegas, me marcho con mi oferta – dijo el ente trajeado, haciéndose el ofendido. Zardino disfrutó con el tono oculto de molestia que pudo adivinar en las frases. Se relamió.
- No he dicho que no vaya a vendérselo – replicó, haciendo que el ente se detuviera, a medio girarse. – Sólo me aseguraba de que está usted seguro de querer comprar mercancía adquirida por medios ilícitos. Ya que ha sido usted quien me lo ha echado en cara, quería que tuviera claros los riesgos que corre al delinquir usted también....
Aquellas palabras eran de una desfachatez flagrante, pero sirvieron para retener al comprador y aumentar un poco su desasosiego y su incomodidad. Zardino suspiró, con-forme.
- Doscientos mil – dijo, refunfuñando, tratando de hacer caso omiso a las últimas palabras del Dharjûn, que le habían molestado mucho más de lo que quería dejar ver. – Es mi última oferta.
- Y doscientos cincuenta mil es mi última contraoferta – replicó Zardino, serio, casi con cara enfadada. Sin embargo, por dentro disfrutaba muchísimo y gozaba del desasosiego del ente. Sólo podía notarse en sus ojos y sólo lo nota-ría un observador avispado y experto.
El ente trajeado se removió incómodo, pasando el pe-so del cuerpo de un zapato caro al otro, valorando la oferta. El Dharjûn era un negociador implacable y, lo que era peor, impredecible. No parecía regirse por las mismas reglas que cualquier mercado capitalista, pero tenía aquellas unidades de veneno de Rupurt que él tanto necesitaba. Sólo por eso había transigido y estaba negociando con él.
- De acuerdo. Hecho – dijo, estirando la mano, para un apretón, como hacían los humanos.
- ¿Acaso somos animales? – replicó Darío M. Zardino, sonriendo abiertamente, goloso y satisfecho, doblando corazón y anular, formando unos cuernos, tendiéndolos hacia su interlocutor. Éste asintió y le imitó, tocando el índice y meñique del otro: saltaron chispas con el contacto y el trato quedó sellado. – Muy bien.
- ¿Cuándo tendré la mercancía?
- Mañana mismo, al amanecer, si usted tiene el dinero listo para entonces.
- Lo tendré – aseguró, herido en su amor propio el ente. Zardino disfrutó al comprobar que los Haliotsos mantenían su orgullo intacto.
- Lleve el pago al antiguo aeródromo de la colina, pasado el campo de tiro. Al amanecer estaré allí con la mercancía: son veinte cajones de madera, sin marcar ni rotular. Las unidades van dentro, envasadas en botellas de aluminio y protegidas por material aislante. No se retrase ni intente engañarme con el pago o inmediatamente se lo venderé a otro.
El Haliotso resopló, enfadado, haciendo que Zardino se congratulara más. Aquel tipo se iba a ir de allí enfadado. Era lo importante.
El ente salió de la nave acompañado por sus dos guardaespaldas (dos humanos de verdad, a los que había robado la voluntad gracias a su picadura) y Zardino esperó a que salieran para sacar del bolsillo de su pantalón de traje el dispositivo de almacenamiento, información y comunicación que los humanos llamaban “móvil”.
Era un nombre mucho menos preciso, pero infinita-mente más corto y manejable, desde luego.
- ¿Sí, señor? – contestó una voz lisonjera al otro lado.
- Deja de hacer el imbécil o el caos caerá sobre ti – amenazó, con pocas ganas. Tratar con aquellos inferiores le producía jaqueca, pero los necesitaba para el trabajo más pesado y arduo. Además, cuando le cansaban y aburrían demasiado, se encargaba de que el caos diera una vuelta y vertiera sus desgracias sobre ellos. Pequeñas desgracias, lo justo para pasar un buen rato. – Mañana, antes del amanecer, las dos mil unidades de veneno de Rupurt tienen que estar en el viejo aeródromo. Yo estaré allí.
- Y las cajas con la mercancía también, mi señor – contestó el repugnante ente del otro lado de la línea, haciendo la pelota.
- Basta, desgraciado – replicó Zardino, llevándose los dedos a los ojos y apretándoselos, cansado. – ¿Qué hay de lo otro?
- Seguimos en nuestros puestos. No se ha movido de casa.
Darío M. Zardino compuso una mueca, disgustado. Había esperado algo de movimiento, algo de reacción. No en vano, habían pasado cinco meses.
- Bien, seguid vigilando. Si hay novedades llamadme inmediatamente, sea la hora que sea. Si no pasa nada y todo sigue igual no quiero saber de vosotros. Ya os llamaré cuan-do esté de buen humor....
- Sí, maestro. Así lo haremos – contestó el ente del otro lado de la línea. Su tono lisonjero escondía otro sentimiento: burla, sorna, cierto desprecio. Zardino torció el gesto, aunque no dijo nada.
Colgó, molesto y contrariado. Guardó el “móvil” en el bolsillo del pantalón y del bolsillo interior de la chaqueta del traje sacó una pequeña cajita de cartón, decorada con bellos colores y formas.
Se acercó a la puerta de salida de la nave de la antigua imprenta y se asomó al exterior, para que lo que iba a hacer tuviera mayor efecto. El frío del invierno lo saludó con una ráfaga helada de viento, pero el Dharjûn no se inmutó, inmune a aquellas cosas y concentrado en la cajita.
Llevaba siempre alguna de esas encima. Eran un método facilón y de principiante, pero en ocasiones como aquella era verdaderamente útil. Abrió la caja, deslizando el receptáculo interior hacia fuera (como en una caja de cerillas) y dejó salir una pequeña mariposa, de tonos blancos y azulados. El pequeño insecto revoloteó desorientado, posándose en la cajita.
- Aletea, bonita, aletea – dijo, sacudiendo un poco la caja, haciendo que la mariposa volviese a alzar el vuelo. Darío M. Zardino se concentró, para que aquellos aleteos provocasen una consecuencia cerca de allí, exactamente donde estaban vigilando aquellos dos entes que le habían contestado por teléfono con cierta ligereza.
Era la regla más simple del caos.
Mientras veía alejarse a la mariposa, satisfecho por las ondas de anarquía que veía emanar de cada aleteo del grácil insecto, resonó su teléfono. Guardó la caja vacía en la chaqueta y sacó el “móvil” del pantalón.
- Dime – contestó directo, al ver el nombre de la mujer que aparecía en la pantalla.
- He conseguido contactar con el agente de campo del que teníamos noticias – le dijo la mujer que le había llamado. Era una humana con todas sus características, virtudes y defectos. Zardino no sólo tenía entes a su servicio.
- ¿El que quedó manco este verano en Salamanca? – preguntó el Dharjûn. Habían tentado y vigilado a varios agentes.
- Sí. Gerardo Antúnez Faemino es su nombre – apuntó la mujer. – Le han licenciado, pero todavía realiza algunas funciones para la agencia. Creo que es la mejor forma que tenemos para entrar allí.
- ¿Has hablado con él? ¿Qué has negociado?
- Todavía nada, pero sí he mantenido contacto con él – afirmó. – Está prácticamente engañado, aunque considero que es mejor engatusarle un poco más. Dentro de un par de semanas será el momento de presentárselo y que sea usted quien le convenza para que le lleve ante el general Martínez.
- Buen trabajo, Sonsoles. Muy buen trabajo – Zardino volvió a sonreír, olvidado ya el malestar que le había provocado hablar con aquel estúpido ente que estaba de vigilancia. – Sigue contactando con él, con discreción, sin forzar la situación, y ya hablaremos dentro de diez días. Si la situación es favorable entonces, concertaremos una cita.
- Muy bien, señor – contestó Sonsoles Mediavilla Liérganes, serena y educada. Era una humana traidora que se había pasado al lado de los entes, pero había que reconocer que era un esbirro muy profesional.
Cortó la comunicación y Zardino sonrió. Aquello iba bien y se deleitó con la futura victoria. Una vez consiguiera llegar hasta la ACPEX, tendría a su disposición toda su infraestructura y organización para generar disturbios y accidentes: ni siquiera él podía imaginar cuánto caos podría provocar.
Lo único que lamentaba era que, una vez acabara con la ACPEX, quizá aquella dimensión no fuese habitable. Era una pena: le gustaba pasarse por allí a menudo, sobre todo por la Tierra. Tenía muchas posibilidades de generar caos.
En ese preciso momento sintió chillar de dolor y disgusto a los dos entes que lo habían menospreciado por teléfono, los que estaban vigilando al detective.
La mariposa había funcionado y el huracán había caído sobre ellos dos.
Darío M. Zardino sonrió, malévolo y contento. Se abrochó la chaqueta, se colocó un sombrero en la cabeza, se ajustó sendos guantes de cuero y relleno de borreguillo y echó a andar por la calle, apoyándose en un elegante bastón que no necesitaba. Las luces navideñas que ya empezaban a adornar las calles de la mayoría de ciudades españolas acompañaron su paseo.

miércoles, 23 de mayo de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Introducción

- Mire, todo esto es muy didáctico, pero.... no creo en el Diablo.
- ¡Pues debería!, porque Él cree en usted.

Ángela y John en “Constantine” (2005)


Si no pagas al exorcista, ¿te devuelve el demonio?

Ismael de Granada, pregunta enviada al programa de radio
“Nadie Sabe Nada” (2016)


Las balas de plomo pueden mutilarlos si dan en hueso. Las heridas en la carne sanan sin dolor. Sólo la plata realmente les hiere. Ellos la temen.

Abraham Setrakian en “Criaturas de la noche”,
episodio de “The Strain” (2014)


Corazón, todos nos preocupamos por alguien que se está muriendo.

Peter Bishop, en el episodio piloto de “Fringe” (2008)


Primero vienen las sonrisas. Luego las mentiras. Finalmente, las balas.

Roland Deschain en
“La Torre Oscura V: Lobos del Calla”, Stephen King (2003)


El ajedrez es un gran juego.
No importa cuán bueno sea uno, siempre hay alguien mejor;
no importa cuán malo sea uno, siempre hay alguien peor.

Israel Albert Horowitz (1907-1973)






Al contrario de lo que se cree, los primeros asentamientos humanos no se hicieron cerca de ríos, sino al amparo de los bosques. Los árboles, los benefactores de la humanidad, fueron los primeros dioses bajo los que nos cobijamos.
Pero si hay dioses, también ha de haber demonios, y de los mismos árboles surgieron criaturas monstruosas y diabólicas. Toda moneda tiene dos caras, y si los primigenios protegían, los demonios acechaban.
El ser humano ha dado la espalda a la naturaleza, pero los bosques y los árboles siguen con nosotros.
Y las criaturas que albergan siguen vigilándonos....

miércoles, 16 de mayo de 2018

Viajes y Peripecias de un Viejo Mercenario Esperando Poder Jubilarse - Epílogo

CALDERO DE ORO

EPÍLOGO
Drill había cumplido su misión y había cobrado aquel salario desorbitado que sólo un tipejo como Karl Monto, tan habituado al dinero, podía pagar. Aquel salario había sido para Drill el caldero de oro que de la manera habitual había pensado que nunca llegaría a obtener.
Pero en eso nos habíamos equivocado los dos.
La misión de Bittor Drill le había llevado tanto tiempo y le había entretenido tantos años que cuando Drill y yo echamos cuentas, nos quedamos muy sorprendidos. Por eso Drill se alojó en la “Taberna de los mercenarios” de Dsuepu, durante todo lo quedaba de enero y el mes de febrero entero. Cuando llegó el veinte de febrero Drill se personó en la sede de la Hermandad de los Mercenarios, para hacerse cargo de pagar el tributo de aquel año: con el dinero que le había pagado Monto no tuvo ningún problema.
Pero quince días después, a primeros de marzo, Bittor Drill volvió a la sede de la Hermandad. Acababa de cumplir sesenta años, edad marcada por la Hermandad para que un mercenario pudiese retirarse, cobrando además su pensión por retirada (lo que todos llamábamos coloquialmente caldero de oro) si había cumplido con los tributos anuales durante toda su carrera. Drill lo había hecho (algo que no había asegurado conseguir tan sólo cuatro años antes) y estaba allí para reclamar su jubilación y su pensión.
Tuvo que rellenar un montón de impresos y firmar una serie de documentos, y esperar unos días a que todo fuese revisado y estudiado con detenimiento, pero al poco tiempo después le anunciaron que estaba todo en orden y que había sido licenciado con todos los honores. Además de su retirada y su pensión recibió una mención especial y honorífica de la Hermandad, por su carrera, su fama y la labor de aceptación de la figura de los mercenarios en los Nueve Reinos. La ceremonia de entrega fue sencilla y familiar, y la medalla era muy bonita.
Drill celebró una fiesta en la taberna, a la que acudieron todos los mercenarios que estaban en Dsuepu aquellos días y algunos vecinos de la ciudad que, aunque no pertenecían a la Hermandad (tenderos, artesanos, meseros) eran conocidos de Drill. En aquella celebración pudimos estar Riddle Cort y yo, como grandes amigos del homenajeado.
Drill marchó a la granja de su amigo en el norte del país a los pocos días y las despedidas fueron numerosas y cariñosas, algunas llenas de lágrimas. La de Cort y la mía fueron muy cariñosas, pero también muy llorosas.
Nos despedíamos de un gran mercenario y de un excelente amigo.


Hace meses que Drill se retiró y aunque tengo noticias suyas por las cartas que manda a la “Taberna de los mercenarios” a mi nombre (y que Frank me guarda a buen recaudo si estoy fuera en alguna misión) no le he vuelto a ver. Me da un poco de pena, pero estoy tan ocupada que no tengo tiempo de ir a verle. Por suerte, gracias a sus cartas sé mucho de él.
La vida de granjero es dura, pero él dice que se ha hecho rápidamente a ella. No es tan duro trabajar el huerto o cuidar de los animales como colarse en terreno enemigo y espiar a desconocidos, robar grandes objetos o matar a una persona a sangre fría. Según me cuenta, echa de menos las aventuras, la camaradería, pero no las misiones ni la vida de mercenario.
Sigo en activo, pero puedo comprenderle muy bien.
La espada reglamentaria y el sable marino que el rey de las Tharmeìon le regaló están colgados en una pared de la sala de la granja, casi olvidados en un rincón. Las medallas con las que fue honrado (la de bronce al mérito civil del reino de las islas Tharmeìon y la entregada por la Hermandad de los Mercenarios por su honrosa carrera en el oficio) las colgó su amigo en un lugar importante de la casa, sobre la repisa de la chimenea de la sala.
Sé que Drill no se pavonea por esos méritos ni se vanagloria del dinero ganado y de las riquezas de las que ahora, como humilde granjero, puede disfrutar.
Mi antiguo yumón no es así.
Sin embargo, sin que él me lo haya dicho en sus cartas ni yo lo haya visto, estoy convencida de que todavía luce, colgado al cuello, hecho con ramitas e hilo verde, el emblema de la Hermandad de los Mercenarios.
 Ese emblema seguro que sigue luciéndolo con verdadero orgullo.

viernes, 11 de mayo de 2018

Viajes y Peripecias de un Viejo Mercenario Esperando Poder Jubilarse - Capítulo IV (5ª parte)

SALTEADOR DE TUMBAS

- IV -
 LA SATISFACCIÓN DEL DEBER CUMPLIDO


- Entonces.... ¿lo lograste? – pregunté.
- Lo conseguí – asintió Drill, con su sonrisa infantil. Aquella sonrisa le dibujaba en el rostro muchas más arrugas de las que recordaba.
- ¿Y Lomheridan? – pregunté, bajando la voz, aunque los pocos parroquianos que había en la taberna de Frank no nos prestaban ninguna atención. Thalio y Thelio, que pasaban de vez en cuando por allí, distrayéndome al mirarles el trasero, tampoco hacían nada por atender a nuestra conversación.
- Cuando salí de la pirámide escalé poco a poco por los riscos que bordean el camino, hasta llegar al refugio que había preparado el día antes – explicó Drill, que seguía agarrado al tazón de caldo con ambas manos ahuecadas, aunque ya debía de haberse quedado frío. Con un gesto pidió otro a Thelio, que estaba cerca en ese momento. – Allí me esperaba Ryngo, que se puso muy contento de volver a verme, frotándose contra mis pies y lamiéndome las manos. Pasamos allí un par de días escondidos y después bajé de nuevo al camino, creyendo que los guardias de la Orden de Alastair habrían olvidado el incidente: se les había escapado un tipo que se había quedado por la noche en la pirámide, cosa que estaba prohibida, pero no había desperfectos en todo el Mausoleo ni faltaba nada (si acaso, había algo de más), así que esperaba que hubiesen bajado la guardia. El tiempo era húmedo, aunque no llovía, así que volvimos caminando hasta Cokuhe con facilidad y tranquilidad. Allí busqué una empresa de correo y envié la espada (envuelta otra vez en trapos) a Velsoka, al Museo de la Guerra de Rocconalia, a la atención del señor Dumarus, o quienquiera que fuera en ese momento el director del Museo de la Guerra. Me temo que quizá, después del robo, alguien más importante que él pudo haberle despedido – terminó Drill, con cierta culpa.
- ¿Enviaste la espada al museo?
- ¿Qué otra cosa podía hacer? – refunfuñó Drill, sonriendo sin embargo. – Yo sólo quería la espada para abrir el sepulcro y la había obtenido por medios ilícitos. Lomheridan debía estar en su lugar y yo no tenía ningún interés en volver a Velsoka, dado que se me buscaba por robo. Espero que Norrington no siga buscándome, ahora que la espada ha vuelto a su lugar.
Di un trago de vino especiado, antes de seguir.
- Increíble, Drill – dije, admirada. – ¿Y después? Aquello debió ser en febrero, más o menos. ¿Qué has hecho durante este último año?
- Viajar – fue la sencilla respuesta.
Drill me explicó que, como no le quedaba mucho dinero y todavía le quedaban sitios a los que ir y gente a la que visitar, salió de Cokuhe a pie, sin prisas, viajando solamente cuando sabía que podría pasar las noches a cubierto, en casas de algún vecino amable, en pajares o establos, en casas de acogida para vagabundos o en el hogar de algún conocido, que por fortuna le pillase de camino. De aquella manera, sin acelerarse y viajando sólo cuando el tiempo acompañaba (no le importaba andar con frío, pero cuando el tiempo era demasiado húmedo o directamente llovía o nevaba sus huesos y articulaciones le pedían un descanso, con mensajes de dolor) llegó a las montañas Rocco a mediados de abril.
La Temporada Húmeda hizo honor a su nombre así que el paso de la cordillera fue duro e incómodo. Muchas jornadas las pasó a resguardo en alguna oquedad o cueva y, cuando tuvo la oportunidad, en alguna cabaña abandonada, donde la estancia era mucho más comfortable.
- Allí fue donde me despedí de Ryngo – dijo, com de pasada, pero su voz se había ahogado un poco. Su ojo gris estaba brillante.
- ¿Cómo fue?
- Ley de la naturaleza, digo wen – respondió, apenado, pero luego sonrió. – Mientras caminábamos por el sendero que atravesaba la cordillera, en el mismo sitio donde nos habíamos conocido, Ryngo solía alejarse, metiéndose entre los arbustos, escalando las laderas.... Investigaba por su cuenta. Cazaba para comer y curioseaba por los alrededores. Había días en que no lo veía en toda la jornada, pero volvía siempre para dormir junto a mí. Hasta que una vez estuvo desaparecido un par de días. Empezaba a preocuparme hasta que la segunda noche volvió a la hoguera que había encendido, protegida por un saliente de roca. No vino solo.
Comprendí la situación al instante.
- Otro animal de su misma raza le acompañaba, aunque sospecho que era del género opuesto – sonrió Drill, con nostalgia. – Ryngo se acercó a mí, oliéndome y lamiéndome las manos, pero cada vez volvía con la zorra, olisqueándose con ella y jugando, trotando en círculos los dos a la vez o rodeándola mientras ella estaba quieta. Aquello era lo normal, y aunque me entristecía separarme de mi compañero, al que le debía la libertad e incluso la vida, quizá, cada uno debíamos seguir nuestro camino. Nos despedimos con un abrazo y algunos lametones y después se perdió en la espesura de espinos, acompañado por la hembra. Así fue todo.
Drill guardó silencio un momento, dando un trago del nuevo caldo caliente y humeante. Después se quedó pensativo unos instantes y después siguió con su relato.
Llegó hasta el final del sendero, a la cascada en la que había caído con Tash Norrington. Aquella vez la bajó con mucho más cuidado y llegó al fondo sin percances, saliendo al valle y encontrando la cabaña de los leñadores siguiendo el río. Pasó el resto de la Temporada Húmeda con ellos: Shonren, Adeilha y Jordan le recibieron con alegría y con los brazos abiertos. Ayudó a Shonren en los bosques cercanos, a Adeilha con los animales de la pequeña granja y a Jordan a pelear con espadas de madera. El niño se había convertido en un joven con visos de ser apuesto en su madurez, alto y espigado, al que todavía le faltaba por crecer un palmo o palmo y medio.
Con la familia de leñadores fue feliz y descansó con tranquilidad, sintiéndose útil y querido. Pero cuando llegó sexembre y el Verano empezó a calentar Ilhabwer, Drill se despidió de sus anfitriones y les agradeció su tiempo y sus atenciones. No les prometió volver a visitarles porque no sabía qué le deparaba el futuro: si se cumplían sus planes no saldría nunca más de Ülsher. Así que la despedida fue emotiva e intensa, pero como se separaban como amigos que habían disfrutado de su amistad y compañía, el fondo de la despedida fue alegre.
Poco dinero le quedaba y las diligencias en el reino de Darisedenalia eran caras, así que aprovechó el buen tiempo para viajar a pie, descansando en el campo y pasando las noches al raso. El viaje fue lento y agradable y le llevó hasta Lendaxster, donde a mediados de septiembre tomó un barco que le cruzó el estrecho de Mahmugh, hasta las islas Tharmeìon. Desembarcó en Nori, con la bolsa prácticamente vacía, y se presentó en el palacio del rey Vërhn, sabiendo que lo recibiría sin problemas. Así fue y disfrutó de la hospitalidad del monarca durante casi veinte días, en los que paseó con Oras Klinton por la ciudad y el palacio, tuvo largas conversaciones con el consejero Gert Ilhmoras e incluso visitó a Telly, que le invitó a comer.
Aprovechando que el capitán Lorens Denzton había llegado con “La gaviota dorada” al puerto de Nori y volvía en un par de días al continente, Drill se despidió de la familia real y de todos sus amigos en la corte y viajó con el capitán y su tripulación, que le llevaron encantados a bordo.
Virtud a la gratitud del monarca de las islas Tharmeìon, Drill pudo comprar un burro en los establos de Humaf, donde el anciano le hizo un buen precio de compra por un pollino excelente. A lomos de su montura (un animal de edad avanzada, bastante dócil y fiable, un buen reflejo del jinete) cruzó la frontera entre los reinos de Darisedenalia y Barenibomur. La guerra había acabado hacía mucho tiempo y Drill no tuvo problemas con los Caballeros de Alastair del puesto fronterizo cuando les mostró su placa de identificación. Quizá los cargos por traición y deserción habían prescrito o simplemente se habían olvidado, al ser crímenes de una guerra que había concluido hacía tiempo y todo el mundo quería olvidar. Así que, libre de toda sospecha, recorrió el reino de Barenibomur de un extremo al otro, durante los meses de octubre y noviembre, rodeando el lago Bomur y siguiendo el río Birmanion, hasta casi su desembocadura. Karl Monto vivía en Dérdrè, una pequeña aldea a orillas del río Birmanion, a treinta kilómetros de Qalgut, y allí había sido donde habían acordado encontrarse cuando la misión estuviese completada.
- ¿Y llegaste allí, le dijiste que todo estaba hecho y cobraste el trabajo? – pregunté, atónita.
- Más o menos así fue – asintió Drill. – Monto no ha cambiado nada, sigue siendo igual de repulsivo, escrupuloso y extraño. Le informé del éxito de la misión, me acogió en su casa (una mansión muy elegante, propia de un noble), me invitó a cenar, me presentó a su mujer (una bella señora de cabello rubio y ojos claros, llamada Justine) y me pidió que le contara lo que me había ocurrido. Le hice un resumen mucho menos detallado del que te he hecho a ti y después gritó alborozado. Un caso – Drill meneó la cabeza, con su sonrisa extraña en los labios.
- Y te pagó.
- Por supuesto – asintió Drill, sin saber cómo sentirse, orgulloso o avergonzado.
Yo recordaba el salario de mil sermones que Karl Monto le había prometido a mi antiguo yumón y se me encogió un poco el estómago al pensar que lo había conseguido.
- ¿Y después? – dije, con un hilo de voz, terminándome el vaso de vino. Hice un lánguido gesto hacia los camareros y en seguida Thalio me trajo otro.
Poco más quedaba por contar. Drill se despidió de Karl Monto y su mujer al día siguiente y siguió su camino hasta Qalgut. Nunca había estado allí y sentía curiosidad por conocer la ciudad conocida como “el final de Ilhabwer”. Allí, con los bolsillos llenos de dinero, alquiló un carruaje, al margen de las compañías de diligencias. Con el carruaje para él solo, parando donde y cuando él quería, viajó durante lo que quedaba de Tierra Marchita hacia el norte, en dirección a su tierra. Sin problemas atravesó el Bosque Poniente y rodeó el Golfo de Oro hasta entrar en Ülsher y venir hasta Dsuepu.
- Así que lo has conseguido – le dije yo, contenta. Les juro a todos ustedes que no tenía dentro ni un gramo de envidia ni celos. Estaba verdaderamente feliz por mi yumón. – Tienes tu caldero de oro.
- Eso parece – sonrió Drill, con su sonrisa infantil. Nunca en toda nuestra vida juntos había visto aquella sonrisa tan bonita. – Digo wen.
Por encima de la mesa chocamos mi vaso de vino y su tazón de caldo, en un brindis de celebración.

martes, 8 de mayo de 2018

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo III (5ª parte)


SALTEADOR DE TUMBAS
- III -
LA MISIÓN DE BITTOR DRILL

Cuando nos despedimos en Fixe, Drill se puso en marcha hacia el norte, para salir de Aluin por la parte norte de la Sierra Lishen. Los Caballeros de Alastair que le dieron el alto en la frontera ni se fijaron en Lomheridan, que iba a su espalda, envuelta todavía en trapos, bastante oculta por la voluminosa mochila que había sido de Quentin Rich. Tan sólo dedicaron una mirada curiosa y divertida a Ryngo y después les dejaron pasar.
Durante el resto de enero Drill anduvo por el reino de Rocconalia, buscando una ciudad lo suficientemente grande para albergar una parada de diligencias. En Grasert, al norte de Laqce y el oeste del Bosque Espeso, una pequeña ciudad de criadores de caballos y potros, esperó en la plaza del pueblo a que pasase una diligencia, que lo llevó hasta la próxima ciudad de Laqce. Al parecer pagó un sermón por el viaje, que luego le fue descontado en la gran ciudad del pasaje que compró para Cokuhe, ya en el reino de Gaerluin.
El viaje fue largo, pasando por Nafunovat, y deteniéndose durante un par de horas en la frontera, donde los Caballeros de Alastair les tuvieron detenidos, comprobando las identificaciones de todos los viajeros y los permisos del conductor. Revisaron la diligencia y los equipajes, pero por suerte no lo hicieron muy en profundidad: no destaparon la espada robada y, por supuesto, ninguno la reconoció. Sin embargo, a Drill el viaje no se le hizo pesado ni le importó tardar un poco más: sus piernas descansaban y sus huesos doloridos agradecían que la diligencia viajara por él. Además, podía dormir en el carruaje o en las postas en las que se detenían una noche de cada dos, más o menos: hasta llegar a Grasert había dormido colándose en pajares o los atrios de monasterios o templos, cuando no lo hacía en mitad del campo, a pesar del creciente frío del invierno.
En Cokuhe se puso en marcha hacia las montañas, donde la lluvia y la nieve eran cosa de cada día, dada la época del año. Drill viajó abrigado, preocupado por el dolor de sus huesos y por el pequeño zorrillo (cada vez menos pequeño y menos zorrillo): esperaba que Ryngo  no pasase mucho frío.
Por el camino del este de la ciudad, Drill llegó hasta las montañas, bajo una lluvia insistente pero fina. Un par de ocasiones a lo largo del día dejó de llover, pero solamente para ponerse a nevar: eran unos copos pequeños y acuosos, que descendían con rapidez, empapando el suelo y a los viajeros.
Estos eran pocos y Drill lo agradeció. De aquella manera, cuando ya estaban cerca de la pirámide (Drill recordaba su primera visita al Mausoleo de los Reyes y calculó que estaba a tan sólo dos kilómetros, algo menos quizá) pudo salirse del camino y ascender por las faldas de las montañas que lo cercaban, escondiéndose entre los riscos, hasta dar con lo que necesitaba: una pequeña caverna, una grieta más bien, pero lo suficientemente profunda y amplia para refugiarse dentro e incluso hacer un fuego acogedor.
Drill pasó allí la noche, acondicionando su refugio (Ryngo durmió toda la tarde y toda la noche) y esperando al día siguiente. Dejó allí la mochila, se deshizo de su espada reglamentaria de mercenario y desenvolvió a Lomheridan, que iría colgada de su cinto. En una pequeña bolsa que podía llevar colgada al pecho, metió todo lo necesario que iba a necesitar dentro de la pirámide y después, cuando la mitad de la tarde ya había pasado, salió de la cueva, se despidió de Ryngo ordenándole con vehemencia que le esperase allí (el animal le miró con ojos inteligentes, como si le entendiese perfectamente), descendió luego con cuidado al camino (seguía lloviendo y los riscos estaban resbaladizos) y recorrió el último trecho hasta la pirámide.
El Mausoleo de los Reyes apareció ante él, al final del camino, enorme y majestuoso. La pirámide, enclavada entre las montañas de alrededor, lucía espléndida, como barnizada por la lluvia. El mal tiempo había acobardado a muchos visitantes y peregrinos, pero aun así había unos cuantos caminantes que llegaban y entraban en la pirámide, también desde los dos caminos que surgían en su entrada, hacia el norte y hacia el sur, entre las montañas.
A Drill no le molestaba la gente, al contrario, le venía bien para su plan. Sobre todo para su entrada en la pirámide: una vez dentro, la verdad era que prefería cierto aislamiento, pero la afluencia de gente le servía para pasar desapercibido a la entrada.
La lluvia y el mal tiempo también ayudaron: iba cubierto con su largo abrigo, lo que le servía, sin haberlo previsto, para tapar la espada que llevaba al cinto. Una de las cosas que más temía de su plan era que los guardias reconociesen la espada que llevaba al cinto: Lomheridan era una espada famosa, mucho más en su país de origen. No podía entrarla en la pirámide envuelta en trapos (llamaría más la atención sobre ella) y colgada al cinto también destacaba mucho, pues era una espada demasiado larga para un hombre de su talla. Sin embargo, bajo el abrigo, no se la veía y sólo se sabía que iba armado por el vuelo del abrigo levantado en su trasero.
De cualquier manera, los guardias no le dieron el alto ni le vigilaron más que a los demás: todos los visitantes iban bien abrigados y muchos de ellos armados (Drill incluso vio a un joven con un arco en la mano y un carcaj con flechas a la espalda) así que los guardias no le destacaron entre el resto de la gente.
Drill se orientó dentro de la pirámide, recordando lo que había visto en su primera visita, hacía casi tres años. Sabiendo a donde tenía que ir, dio un rodeo, visitando otras zonas de la pirámide, subiendo y bajando a diferentes plantas. Lo hizo de una manera pausada, tratando de pasar desapercibido (creyó haberlo conseguido, pues se cruzó con varios Caballeros que estaban de guardia y ninguno le dedicó más que una mirada de rigor) hasta que se decidió a ir al segundo piso de la pirámide. Allí fue a la zona sur, al amplio y largo corredor donde estaba la tumba de Rinúir-Deth. Había tres personas delante, leyendo la placa de piedra grabada que había a la izquierda de la tumba. Drill pasó entre ellos, murmurando unas disculpas, y ni siquiera dedicó una mirada a la tumba que le interesaba, tratando que de esa manera no pareciera que estaba allí por ella. Fue hasta el fondo del corredor, buscando una tumba que le sirviera, y casi al final (donde el corredor giraba en un recodo de noventa grados hacia la izquierda) halló una tumba abierta y vacía. Vigilando por encima del hombro a los visitantes que se agrupaban delante de la tumba de Rinúir-Deth (absortos en la historia del héroe de guerra) se coló dentro de la tumba vacía y empujó, con cierta dificultad, la puerta de mármol, entornándola más, aunque sin llegar a cerrarla del todo. Dio gracias a Sherpú porque las bisagras de la puerta no chirriasen ni sonasen y le rogó que siguiesen así, durante aquella noche al menos.
La tumba en la que se había escondido tenía un sepulcro alargado, de costados rectos y aristas afiladas. La tapa era plana, lisa, sin grabados ni rebordes. Estaba claro que aquel sepulcro y aquella tumba no estaban ocupados y esperaban con paciencia a su huésped de sangre real. Drill imaginó que nadie entraría en aquella tumba ni se detendría delante de ella a ver nada, pues no era más que otra estancia vacía, de las muchas que había en toda la pirámide.
Tras la puerta entornada se agachó y se sentó en el suelo (apartando un poco la suciedad y el polvo acumulado de décadas con la bota), encogiendo las piernas, con la cabeza apoyada en las rodillas. Esperó, paciente, tratando de relajarse y no dormirse, atento a los sonidos de los corredores de la pirámide.
Algo más de una hora después escuchó las llamadas de los Caballeros de Alastair, que avisaban a los visitantes de que la pirámide iba a cerrar y debían estar todos fuera para entonces. Drill sabía que si algún visitante se quedaba dentro del Mausoleo fuera de las horas de visita, cuando ya se había cerrado la pirámide, los Caballeros podían apresarle y sufriría una pena de un mes de prisión en los calabozos de Badir. Todos los visitantes se cuidaban mucho de salir a la hora y Drill deseó que no le pillaran.
Como había previsto, los Caballeros de Alastair que vigilaban la pirámide por la noche no entraron en una tumba que sabían que estaba vacía, así que no le encontraron en su escondite. Aun así tuvo mucho cuidado de hacer el más mínimo ruido. Estiró las piernas, para reactivar la circulación (las tenía dormidas y las articulaciones le dolían como si tuviera esquirlas de cristal dentro) y sacó de su pequeña bolsa un pedazo de queso que había comprado en Cokuhe y un trozo de pan, con los que calmó el hambre. En realidad poco había para calmar, pues los nervios se habían instalado en su estómago y se retorcían y anudaban, llenando todo el espacio.
A lo largo de la noche Drill escuchó a los Caballeros pasar haciendo la ronda por el corredor, pero ninguna vez entraron o se asomaron a la tumba en la que se escondía. Las veces que escuchaba pasos acercándose contenía la respiración y evitaba moverse, para no hacer ningún ruido, que en el silencio de la pirámide se escucharía nítidamente.
Cuando consideró que la cosa estaba tranquila y habían pasado el suficiente número de horas para que los Caballeros estuvieran relajados (y un poco despistados) se puso en pie, apoyado en la pared de la tumba, dejando que la sangre volviera a sus piernas, para que recuperaran la fuerza, después de tanto tiempo inactivas.
Después, sujetando a Lomheridan para que no chocara contra el suelo o contra las paredes, se asomó al corredor, que estaba en silencio. Con mucho cuidado, pisando con delicadeza (para que el sonido de sus pisadas no se propagase por la pirámide) se acercó al inicio del corredor, a la tumba de Rinúir-Deth. Tardó mucho tiempo, pues caminó con cuidado y con calma, y cuando por fin llegó a la puerta de la tumba estaba muy nervioso, temiéndose que algún Caballero de ronda lo pillase allí mismo. Quería hacer las cosas rápido, para evitar que lo descubriesen, pero debía hacerlas con cuidado y en silencio, para evitar lo mismo. Era una contradicción con difícil solución, que lo crispaba.
Se descolgó la llave del cuello, observando la extraña cerradura que lo había desesperanzado cuando la había visto por primera vez: aquel hueco en forma de cruz, con el aspa superior como una “S” con una curvatura extraña y el inferior con ángulos agudos y rectos muy pronunciados. Ahora que había visto la llave había confirmado que era imposible de copiar, pero también sabía que funcionaría.
Introdujo la llave en la cerradura y con cautela le dio dos vueltas. El cerrojo de bronce dio dos chasquidos y la llave no giró más. Drill creyó que el sonido del cerrojo se había escuchado, atronador, por todo el Mausoleo, así que se dio prisa empujando la puerta. Si la puerta de mármol de la tumba vacía en la que se había escondido no había hecho ningún ruido, con la puerta llena de molduras y enredaderas talladas de la tumba de Rinúir-Deth creyó haberse quedado sordo: costó empujar la puerta, por su peso, pero se abrió sin dificultad y casi sin rozamiento, silenciosa como si estuviese engrasada. Con premura entró en la tumba, empujó la puerta de vuelta a su sitio y cerró desde dentro, dejando la llave en la cerradura.
Entonces se dio la vuelta, enfrentándose al sepulcro de piedra. La tumba estaba a oscuras, no se veía nada, así que Drill rebuscó en su bolsa, sacando una vela y el pedernal. Palpando con los pies y con las manos ocupadas, encontró el sepulcro, apoyando allí la vela. Con el pedernal y el cuchillo que llevaba en la bota arrancó chispas, que tardaron en prender la mecha del candil, pero acabaron haciéndolo. A la creciente y vacilante luz de la bujía, Drill contempló el famoso sepulcro.
Era de granito rosa, de lados pulidos y suaves y con las aristas redondeadas. La tapa también era plana y suave, con los bordes curvados. Por supuesto, presentaba la oquedad con la forma de la espada Lomheridan, que servía como candado para el sepulcro.
Colocando la vela en una esquina de la tapa, Drill hizo sitio para poder actuar. Sacó la espada de la vaina, tragando saliva en una garganta que estaba anudada. Estaba nervioso, por encontrarse a un paso de cumplir su misión, pero también estaba cautivado por el lugar en el que se encontraba y fascinado por lo que veía. Me confesó que incluso se sentía un intruso, al estar a punto de contemplar los restos del gran héroe de guerra.
Los mercenarios no somos soldados, pero sí somos guerreros (cuando nos toca serlo) así que valoremos y reconocemos la valía de un gran soldado y un gran guerrero cuando estamos frente a él.
Drill apoyó la espada en la hornacina con su forma y la apretó con delicadeza para encajarla bien. En el mismo momento sonaron dos chasquidos metálicos, en ambos extremos del sepulcro.
¡¡Clanc!! ¡¡Clanc!!
Drill suspiró y empujó la tapa hacia un lado, con dificultad, pues el granito era pesado, aunque estaba tan pulido que se deslizaba bien, sin chirridos exagerados.
Los restos descompuestos y desarmados de Rinúir-Deth descansaban en el fondo del sepulcro, entre una mezcla de cojines y sedas podridas y un lecho de hojas y flores aromáticas, secas y prensadas. Drill contuvo sus nervios, respirando hondamente, sintiéndose honrado al poder contemplar lo que quedaba del gran héroe de guerra. A la luz de la vela, aquella escena parecía irreal, mágica, casi religiosa. Drill no pudo evitar hacerle el gesto reverencial al cadáver de Rinúir-Deth: se colocó el canto de la mano en lo alto de la cabeza, con el pulgar estirado en la frente y al mismo tiempo cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda, inclinando ligeramente el tronco.
Después se puso de nuevo en movimiento. Estaba arrobado por los sentimientos de respeto y admiración que le producía estar en aquella (casi) sagrada tumba, pero tenía una misión que cumplir. Y después de casi tres años lo iba a lograr.
Sacó de la bolsa la caja de Karl Monto, la que le había confiado hacía tanto tiempo y su honor de mercenario le había impedido tirar al fondo de un pozo y cobrar el salario. La abrió por última vez, haciendo que el resplandor dorado que salía de su interior iluminase más que la llama de la pequeña vela. Se encogió de hombros una vez más, con una mueca en la cara, como cada vez que veía el contenido de la caja. Seguía sin comprenderlo. Pero no estaba allí para comprender nada, sino para esconder aquella cajita en (probablemente) el lugar más seguro de todo Ilhabwer.
A los pies de Rinúir-Deth, en un rincón del sepulcro, entre restos de flores y cubierta por hojas secas, Drill depositó la caja. Inmediatamente sintió un alivio reparador, que no había previsto. A pesar de que aún tenía que salir de allí sin que le pillasen, respiró tranquilo, sintiéndose a salvo.
Volvió a colocar la tapa del sepulcro y cuando se aseguró de que estaba bien alineada con los cuatro costados, sacó a Lomheridan de la hornacina, haciendo que los dos chasquidos metálicos sonaran de nuevo, volviendo a estar la tapa asegurada e inamovible.
Drill recogió sus cosas y las metió en la bolsa. A la luz de la vela volvió a meter la llave en la cerradura y después de la apagó de un soplido. Con el olor de la cera derretida y la mecha apagada en las fosas nasales, Drill se apoyó contra la puerta, colocando la oreja contra el frío mármol, tratando de escuchar al otro lado. Estuvo así por lo menos diez minutos (según sus cálculos mentales, que por mi experiencia con él solían ser muy precisos) y cuando estuvo convencido de que al otro lado no había ningún sonido y, por lo tanto, podía suponer que no habría Caballeros de Alastair en el corredor, giró la llave, tiró de la puerta y salió con agilidad al pasillo. Cerró con cuidado, volvió a dar dos vueltas a la llave y después se la colgó del cuello, alejándose de la tumba de Rinúir-Deth.
Se escondió en la misma tumba vacía en la que había esperado anteriormente. Drill creía que faltaba todavía un buen rato para que amaneciera, así que esperó escondido, calculando el tiempo.
Estaba exultante, no podía negárselo. Había logrado, al fin, cumplir la misión imposible que le habían encomendado y que al principio había considerado un suicidio. Pensó en el pobre Kéndar-Lashär, en si hubiese podido cumplir aquella misión, y estuvo seguro de que sí. Probablemente en menos tiempo del que le había llevado a él, aunque eso sólo Sherpú podía saberlo.
Tratando de no dejarse llevar por el entusiasmo, recordando que aún tenía que salir de la pirámide, se concentró en el tiempo que pasaba. Cuando consideró que el amanecer estaba muy cerca, pero todavía no había empezado a iluminar el cielo nocturno por el este, salió de su escondite y con muchísima cautela recorrió la pirámide en dirección a la salida. En una ocasión escuchó pasos a su espalda y se escondió rápidamente en una sala con una escultura de un caballo alado: un Caballero de Alastair pasó por el pasillo, haciendo su ronda, sin ver a Drill escondido tras los cuartos traseros del caballo de piedra.
Así fue como, paso a paso, silencioso y con cuidado, a la puerta de entrada de la pirámide. Estaba cerrada y buscó el lugar que la hechicera Solna le había explicado que quizá encontraría a un lado de la puerta. En ambos extremos de la larga puerta (era una losa de piedra de cuatro metros de largo) había una especie de pedestales de los que salían cadenas gruesas, que se perdían en agujeros de la pared, sobre la puerta. En ambos pedestales había un agujero cuadrado, en la parte frontal. Drill se acercó a uno de ellos, pensó un momento y después dijo, aplicando la boca al agujero:
- Los parapetos que ataco son pocos y tercos – pronunció con dicción, con una mueca de inseguridad.
La fórmula funcionó, aunque quizá no fuese la más adecuada, porque la puerta se levantó pero solamente dejando un metro de abertura. Drill se apartó de la puerta, escondiéndose de los Caballeros que estaban fuera, maldiciendo mentalmente su errónea elección de palabras. Drill subió un pequeño tramo de escaleras que llevaban al siguiente piso, escuchando cómo los dos Caballeros entraban en la pirámide, llamando a voces a alguno de sus compañeros: imaginaban que ellos habían abierto la puerta y al no verles allí desconfiaban.
Drill esperó el momento oportuno, asomándose por las escaleras, calculando la distancia que lo separaba de la puerta y lo que tardaría en recorrerlo. Cuando cada uno de los Caballeros estaba en un lado del amplio recibidor que había al entrar en la pirámide y seguían más atentos a que sus compañeros los respondiesen que a mirar a su espalda, Drill bajó corriendo el corto tramo de escaleras y recorrió el recibidor hacia la salida, pasando rodando por el suelo bajo la puerta medio abierta.
Escuchó los gritos de los Caballeros de Alastair dándole el alto a su espalda, pero mi antiguo yumón no hizo ni caso, corriendo hacia los cercanos riscos, sujetando la espada entre las manos, para que sus largas dimensiones no le molestasen para correr.
Los Caballeros salieron tras él, deteniéndose al otro lado, buscando al prófugo que (sorprendentemente) había logrado abrir un poco la puerta y se había escapado. Pero no había ni rastro de él en el camino y la oscuridad de la noche (ya despidiéndose) impedía ver si escapaba por los riscos y las faldas de las montañas que rodeaban el Mausoleo de los Reyes.