lunes, 28 de mayo de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 1


- 1 -
(Granito)
  
- Como comprenderá, no puedo darle todos los detalles. Al menos no hasta que hayamos llegado a un acuerdo. Acuerdo de confidencialidad y todo eso....
- Comprendo, por supuesto.
- Además – dijo, pasándose una mano de retorcidos dedos y largas y amarillentas uñas por la coronilla, acariciando el pelo hasta la coleta – si nuestra negociación no llega a nada, habré reservado los detalles más jugosos para el siguiente comprador.
- Eso sería contraproducente.
Darío M. Zardino sonrió, astutamente. Sólo los tiburones sabían sonreír así. Y los Dharjûn, por supuesto.
- ¿Contraproducente para quién? Sólo para usted – amplió su sonrisa, al notar nervioso y preocupado a su interlocutor. – Es mi mercancía, puedo hacer negocios con quien yo desee.
- Esa mercancía no es suya – replicó el hombre de traje elegante. Aunque describirle como “hombre” era quizá demasiado exagerado. – Se hizo con ella de maneras poco legales.
- Y comprar mercancía poco legal está prohibido. ¿De verdad quiere que sigamos haciendo negocios? – retó Zardino, serio pero divirtiéndose un montón en su interior.
Darío M. Zardino sabía que iba a venderle a aquel ente su mercancía. En realidad no la quería para nada. Doce mil unidades de veneno de Rupurt no eran útiles en aquella dimensión (quizá en el sistema de Antares) y él lo que quería era la gran fortuna que podía conseguir vendiéndolas. Pero que quisiera deshacerse de ellas no significaba que no pudiera jugar un poco con el comprador.
Era un ente de aspecto homínido, sin llegar a ser un metamórfico, pero con habilidades de camuflaje. Ante él se había presentado como un hombre de edad madura, de cabellos oscuros, cara cuadrada y ojos ocultos tras unas gafas de sol, a pesar de ser de noche y estar reunidos bajo techo, en una vieja imprenta abandonada. Era de cuerpo ancho, voluminoso y quizá musculoso, vestido con un traje elegante y de buena tela y confección.
Darío M. Zardino sabía valorar aquellos detalles. Pero sobre todo podía anticipar consecuencias: si ponía nervioso al ente que tenía delante podía negociar con él de forma divertida, si acababa riéndose de él podría enfadarle, y si el ente se iba de allí con el negocio cerrado, pero enfadado, lo pagaría con sus súbditos (pues Zardino sabía que estaba tratando con la realeza), cuando volviese a su dimensión. Un poco de mal genio hacia el pueblo era una pequeña contribución al caos.
Y Zardino sólo trabajaba para el caos.
- Si va a poner pegas, me marcho con mi oferta – dijo el ente trajeado, haciéndose el ofendido. Zardino disfrutó con el tono oculto de molestia que pudo adivinar en las frases. Se relamió.
- No he dicho que no vaya a vendérselo – replicó, haciendo que el ente se detuviera, a medio girarse. – Sólo me aseguraba de que está usted seguro de querer comprar mercancía adquirida por medios ilícitos. Ya que ha sido usted quien me lo ha echado en cara, quería que tuviera claros los riesgos que corre al delinquir usted también....
Aquellas palabras eran de una desfachatez flagrante, pero sirvieron para retener al comprador y aumentar un poco su desasosiego y su incomodidad. Zardino suspiró, con-forme.
- Doscientos mil – dijo, refunfuñando, tratando de hacer caso omiso a las últimas palabras del Dharjûn, que le habían molestado mucho más de lo que quería dejar ver. – Es mi última oferta.
- Y doscientos cincuenta mil es mi última contraoferta – replicó Zardino, serio, casi con cara enfadada. Sin embargo, por dentro disfrutaba muchísimo y gozaba del desasosiego del ente. Sólo podía notarse en sus ojos y sólo lo nota-ría un observador avispado y experto.
El ente trajeado se removió incómodo, pasando el pe-so del cuerpo de un zapato caro al otro, valorando la oferta. El Dharjûn era un negociador implacable y, lo que era peor, impredecible. No parecía regirse por las mismas reglas que cualquier mercado capitalista, pero tenía aquellas unidades de veneno de Rupurt que él tanto necesitaba. Sólo por eso había transigido y estaba negociando con él.
- De acuerdo. Hecho – dijo, estirando la mano, para un apretón, como hacían los humanos.
- ¿Acaso somos animales? – replicó Darío M. Zardino, sonriendo abiertamente, goloso y satisfecho, doblando corazón y anular, formando unos cuernos, tendiéndolos hacia su interlocutor. Éste asintió y le imitó, tocando el índice y meñique del otro: saltaron chispas con el contacto y el trato quedó sellado. – Muy bien.
- ¿Cuándo tendré la mercancía?
- Mañana mismo, al amanecer, si usted tiene el dinero listo para entonces.
- Lo tendré – aseguró, herido en su amor propio el ente. Zardino disfrutó al comprobar que los Haliotsos mantenían su orgullo intacto.
- Lleve el pago al antiguo aeródromo de la colina, pasado el campo de tiro. Al amanecer estaré allí con la mercancía: son veinte cajones de madera, sin marcar ni rotular. Las unidades van dentro, envasadas en botellas de aluminio y protegidas por material aislante. No se retrase ni intente engañarme con el pago o inmediatamente se lo venderé a otro.
El Haliotso resopló, enfadado, haciendo que Zardino se congratulara más. Aquel tipo se iba a ir de allí enfadado. Era lo importante.
El ente salió de la nave acompañado por sus dos guardaespaldas (dos humanos de verdad, a los que había robado la voluntad gracias a su picadura) y Zardino esperó a que salieran para sacar del bolsillo de su pantalón de traje el dispositivo de almacenamiento, información y comunicación que los humanos llamaban “móvil”.
Era un nombre mucho menos preciso, pero infinita-mente más corto y manejable, desde luego.
- ¿Sí, señor? – contestó una voz lisonjera al otro lado.
- Deja de hacer el imbécil o el caos caerá sobre ti – amenazó, con pocas ganas. Tratar con aquellos inferiores le producía jaqueca, pero los necesitaba para el trabajo más pesado y arduo. Además, cuando le cansaban y aburrían demasiado, se encargaba de que el caos diera una vuelta y vertiera sus desgracias sobre ellos. Pequeñas desgracias, lo justo para pasar un buen rato. – Mañana, antes del amanecer, las dos mil unidades de veneno de Rupurt tienen que estar en el viejo aeródromo. Yo estaré allí.
- Y las cajas con la mercancía también, mi señor – contestó el repugnante ente del otro lado de la línea, haciendo la pelota.
- Basta, desgraciado – replicó Zardino, llevándose los dedos a los ojos y apretándoselos, cansado. – ¿Qué hay de lo otro?
- Seguimos en nuestros puestos. No se ha movido de casa.
Darío M. Zardino compuso una mueca, disgustado. Había esperado algo de movimiento, algo de reacción. No en vano, habían pasado cinco meses.
- Bien, seguid vigilando. Si hay novedades llamadme inmediatamente, sea la hora que sea. Si no pasa nada y todo sigue igual no quiero saber de vosotros. Ya os llamaré cuan-do esté de buen humor....
- Sí, maestro. Así lo haremos – contestó el ente del otro lado de la línea. Su tono lisonjero escondía otro sentimiento: burla, sorna, cierto desprecio. Zardino torció el gesto, aunque no dijo nada.
Colgó, molesto y contrariado. Guardó el “móvil” en el bolsillo del pantalón y del bolsillo interior de la chaqueta del traje sacó una pequeña cajita de cartón, decorada con bellos colores y formas.
Se acercó a la puerta de salida de la nave de la antigua imprenta y se asomó al exterior, para que lo que iba a hacer tuviera mayor efecto. El frío del invierno lo saludó con una ráfaga helada de viento, pero el Dharjûn no se inmutó, inmune a aquellas cosas y concentrado en la cajita.
Llevaba siempre alguna de esas encima. Eran un método facilón y de principiante, pero en ocasiones como aquella era verdaderamente útil. Abrió la caja, deslizando el receptáculo interior hacia fuera (como en una caja de cerillas) y dejó salir una pequeña mariposa, de tonos blancos y azulados. El pequeño insecto revoloteó desorientado, posándose en la cajita.
- Aletea, bonita, aletea – dijo, sacudiendo un poco la caja, haciendo que la mariposa volviese a alzar el vuelo. Darío M. Zardino se concentró, para que aquellos aleteos provocasen una consecuencia cerca de allí, exactamente donde estaban vigilando aquellos dos entes que le habían contestado por teléfono con cierta ligereza.
Era la regla más simple del caos.
Mientras veía alejarse a la mariposa, satisfecho por las ondas de anarquía que veía emanar de cada aleteo del grácil insecto, resonó su teléfono. Guardó la caja vacía en la chaqueta y sacó el “móvil” del pantalón.
- Dime – contestó directo, al ver el nombre de la mujer que aparecía en la pantalla.
- He conseguido contactar con el agente de campo del que teníamos noticias – le dijo la mujer que le había llamado. Era una humana con todas sus características, virtudes y defectos. Zardino no sólo tenía entes a su servicio.
- ¿El que quedó manco este verano en Salamanca? – preguntó el Dharjûn. Habían tentado y vigilado a varios agentes.
- Sí. Gerardo Antúnez Faemino es su nombre – apuntó la mujer. – Le han licenciado, pero todavía realiza algunas funciones para la agencia. Creo que es la mejor forma que tenemos para entrar allí.
- ¿Has hablado con él? ¿Qué has negociado?
- Todavía nada, pero sí he mantenido contacto con él – afirmó. – Está prácticamente engañado, aunque considero que es mejor engatusarle un poco más. Dentro de un par de semanas será el momento de presentárselo y que sea usted quien le convenza para que le lleve ante el general Martínez.
- Buen trabajo, Sonsoles. Muy buen trabajo – Zardino volvió a sonreír, olvidado ya el malestar que le había provocado hablar con aquel estúpido ente que estaba de vigilancia. – Sigue contactando con él, con discreción, sin forzar la situación, y ya hablaremos dentro de diez días. Si la situación es favorable entonces, concertaremos una cita.
- Muy bien, señor – contestó Sonsoles Mediavilla Liérganes, serena y educada. Era una humana traidora que se había pasado al lado de los entes, pero había que reconocer que era un esbirro muy profesional.
Cortó la comunicación y Zardino sonrió. Aquello iba bien y se deleitó con la futura victoria. Una vez consiguiera llegar hasta la ACPEX, tendría a su disposición toda su infraestructura y organización para generar disturbios y accidentes: ni siquiera él podía imaginar cuánto caos podría provocar.
Lo único que lamentaba era que, una vez acabara con la ACPEX, quizá aquella dimensión no fuese habitable. Era una pena: le gustaba pasarse por allí a menudo, sobre todo por la Tierra. Tenía muchas posibilidades de generar caos.
En ese preciso momento sintió chillar de dolor y disgusto a los dos entes que lo habían menospreciado por teléfono, los que estaban vigilando al detective.
La mariposa había funcionado y el huracán había caído sobre ellos dos.
Darío M. Zardino sonrió, malévolo y contento. Se abrochó la chaqueta, se colocó un sombrero en la cabeza, se ajustó sendos guantes de cuero y relleno de borreguillo y echó a andar por la calle, apoyándose en un elegante bastón que no necesitaba. Las luces navideñas que ya empezaban a adornar las calles de la mayoría de ciudades españolas acompañaron su paseo.

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