lunes, 26 de septiembre de 2016

Entrevista con las anjanas



Confieso que no me preocupé por el tema hasta que mi compañero Peláez desapareció. Era un tipo horrible, un pesado y un cantamañanas, además de borde y machista, así que no lloré por su muerte.

El caso es que Peláez no vino un día a la oficina. El jefe preguntó por él, pero como Peláez era un pelota redomado, no hizo ningún comentario ante su falta sin justificar. Pero cuando pasaron cuatro días y seguíamos sin saber nada de él, decidió llamar a su casa. Los demás estábamos encantados con la falta de Peláez, pero a Gutiérrez y a mí nos tocó intentar localizarle. El jefe siempre piensa en nosotros cuando se trata de resolver ciertos marrones como éste. Nuestros intentos fueron infructuosos (no contestaba a los e-mails, ni al teléfono de su casa, ni al móvil de empresa y sus padres, en Zamora, no tenían noticias de él desde hacía una semana). Así que el jefe decidió llamar a la policía.

Fue entonces cuando nos enteramos de que había habido muchas desapariciones de hombres en la ciudad. Todos eran hombres solteros, de entre veintimuchos y cuarentaipocos, que vivían solos y trabajaban en la ciudad. Y que eran feos, agregó al final el subinspector que nos vino a interrogar a la oficina (era un tipo joven y simpático, muy divertido: a Gutiérrez y a mí incluso nos enseñó una serie de fotografías de los hombres que habían desaparecido, y la verdad es que tenía razón. Todos eran unos bichos....).

Me preocupé un poco, porque yo podía entrar en esa definición (la verdad es que no soy feo, pero tampoco soy alguien guapo). Luego caí en la cuenta de que me enrollaba cada poco con Mari Carmen, la de contabilidad, así que eso me excluía de la categoría de soltero. Al menos, pensé incómodo y tragando saliva, esperaba que así fuera....

Seguí la noticia en el periódico local y en las ediciones digitales de los otros periódicos de la región. En las siguientes dos semanas desaparecieron otros cuatro incautos. La policía no tenía pistas: aparte de las características que el subinspector Beltrán nos había comentado en la oficina, los desaparecidos no tenían nada en común.

- Me he entrevistado con los conocidos de la gente que ha desaparecido y no he sacado nada en claro – explicaba Beltrán, con quien Gutiérrez y yo habíamos hecho amistad y quedábamos a veces para tomar unas cañas. – Solamente que esos tíos no eran muy populares: nadie se apena mucho porque hayan desaparecido, exceptuando a sus familias. Parece ser que eran unos cretinos de mucho cuidado....

Sin saber cómo eran los demás, afirmé que esa denominación cuadraba muy bien con nuestro ex-compañero Peláez.

Pasó el tiempo, y las desapariciones fueron en aumento. Seguí el caso en los periódicos, como venía haciendo desde que la policía fue a investigar la desaparición de Peláez a la oficina, pero lo hacía de una manera rutinaria, sin verdadero interés: a Peláez le había sustituido una rubia tetona amiga de las minifaldas, y ninguno de los compañeros del servicio teníamos queja de ella. Nadie se acordaba del imbécil de Peláez.

Pero entonces, un día pasé a buscar a mi amigo Beltrán (el subinspector) a la comisaría, para comer juntos. Yo no trabajaba por la tarde esa semana y hacía tiempo que no nos veíamos.

- ¡Vaya! Menudo desbarajuste tienes aquí.... – dije, con tono de broma, al llegar a la mesa de trabajo de mi amigo. Había carpetas y archivadores por toda la mesa, entre papeles sueltos y arrugados. El teclado del ordenador estaba sepultado entre informes y a duras penas podía verse la mitad de la pantalla. Un panel de corcho con ruedas estaba al lado de la mesa, con multitud de fotos de tipos feos y con cara de idiotas. Mi amigo se giró para mirarme, con ojos furibundos.

- No me toques las narices, ¿quieres? – soltó, cabreado, mientras cogía de un zarpazo su chaqueta colgada del respaldo de la silla. – Este caso es una mierda, no hay manera de resolverlo. No hay pistas, no hay relación entre unos y otros, y cada semana desaparece más gente. Ya llevamos más de veinte....

Comimos en un restaurante cercano e intenté quitarle de la cabeza el caso que la prensa había titulado “Los solteros desaparecidos”.  Pero fue imposible: Beltrán volvía una y otra vez a su caso, que le tenía desesperado y cabreado. Volvimos antes de tiempo a la comisaría, porque vi que era imposible hacer que se evadiera del trabajo. Mientras mi amigo se colgó del teléfono, yo paseé por la estancia y miré con detenimiento las fotos y los informes de cada desaparecido.

La verdad era que todos eran bastante feos y tenían cara de inútiles, pero lo que me llamó la atención era el lugar de trabajo de todos ellos: la acera de Recoletos, el paseo de Zorrilla en su primer tramo, el hospital Campo Grande y la clínica de hemodonación del paseo de los Filipinos, la calle Miguel Íscar, el paseo de Santiago....

Todos aquellos tipos trabajaban en un área cercana. Comparé los lugares de trabajo con las direcciones de las viviendas de cada uno y llegué a otra conclusión: todos aquellos tipos pasaban cerca del Campo Grande para ir o volver del trabajo.

Quise avisar de mi hallazgo al subinspector Beltrán, pero estaba muy enfrascado en una conversación telefónica, insultándose con alguien que también le gritaba desde el otro lado de la línea. La verdad era que aquel monstruo rabioso en nada se parecía a mi reciente amigo, así que decidí ahorrarme el comentario. Decidí que lo investigaría yo solo, para evitar la vergüenza si era una estupidez y para intentar ahorrarle trabajo a mi amigo.

Aunque luego lo pensé mejor y decidí que no lo iba a hacer solo. Ya liaría a Gutiérrez para que me acompañara.

Dos días después (previa promesa de que quedaríamos el sábado y yo le presentaría a Chonchi, la compañera de Mari Carmen en contabilidad) Gutiérrez y yo salimos de currar y nos dirigimos al Campo Grande, en lugar de enfilar hacia el bar, como hacíamos casi siempre.

Era jueves, casi ya de noche y el tiempo era desapacible. No había mucha gente por la calle, aunque sí muchos coches. Los autobuses estaban a tope. El viento frío soplaba un poco, y el ambiente estaba húmedo, a punto de llover.

El parque estaba casi vacío. La oscuridad y el mal tiempo no invitaban a pasear por él. Pensé que aquello nos venía bien: cuanto más desapercibidos pasáramos, mejor nos iría para encontrar alguna pista. Lo que esperaba era no encontrarnos con los secuestradores, si es que trabajaban en el parque....

- Yo te espero aquí.... – dijo Gutiérrez, quedándose en el Paseo del Príncipe, el paseo principal del interior del parque. No paraba de temblar y de sacudirse, dando saltitos como si se estuviese meando. Sonreí, pero a mí me pasaba lo mismo.

- No me seas mierdas, tío.... – me quejé, agarrándole del hombro y empujándole delante de mí. – Mira que eres cagueta....

Anduvimos por el camino principal, metiéndonos luego en algunos de los caminos de tierra secundarios. No había gente a aquellas horas por allí: sólo vimos a media docena de personas que caminaban con velocidad para salir del parque. Estábamos prácticamente solos.

- ¿Has oído eso? – dijo de pronto Gutiérrez, con voz asustada. Negué con la cabeza, prestando más atención. Sólo escuché una suave canción, que sonaba lejana. – Es muy bonito....

Gutiérrez había hablado con voz bobalicona, echándose a andar por delante de mí. Le llamé en susurros, le chisté para que volviera, pero de repente parecía hipnotizado. Lo seguí con precaución, para no quedarme atrás. Gutiérrez llegó al estanque del parque, rodeado de un falso pretil de roca, y siguió por un camino entre árboles que había al lado, en el costado derecho del lago, bordeándolo. Allí se escuchaba la canción mucho más fuerte, sonando dulce y melodiosa. Gutiérrez siguió por el camino, que estaba muy oscuro. Apenas había luz en el parque. Pronto cerrarían las puertas.

Pensé por un momento por qué estábamos allí, jugándonosla. Me acordé de mi amigo Beltrán y seguí con precaución a Gutiérrez. Lo hacíamos por él.... y por curiosidad, qué coño.

El camino casi escondido por los árboles plantados al borde del lago nos llevó a la cascada del estanque. Era una cascada artificial, a la que se podía subir. Un sistema de bombas hacía subir el agua, que se derramaba a un pequeño lago en una cueva, que la cascada tenía debajo y dentro. Aquel día las plantas crecían al borde de la cascada, cayendo como una melena bajo la ducha. El camino que seguíamos bordeaba el lago y la cascada, pasando por detrás de ella. Un sendero pequeño y estrecho subía hasta la cima.

Gutiérrez se quedó delante de la gruta, mirando hacia el interior, con mirada perdida. Yo miré el agua estancada, sucia de hojas y alguna que otra basura: plásticos, gusanitos, latas de refresco.... Recuerdo que pensé que la gente éramos muy marranos.

Suspiré, impacientándome. Allí no había nada y Gutiérrez parecía no darse cuenta. Miré el reloj, controlando la hora para salir antes de que nos cerraran las puertas de los dos extremos del paseo central.

Entonces la voz se escuchó más fuerte. Entonó la canción con más fuerza, sonando melancólica, en susurros. Otra voz se le unió pronto, manteniendo el tono bajo, casi un murmullo. Sacudí la cabeza, pues empecé a sentirme amodorrado.

Fijé la vista tras la cortina desigual de agua de la cascada. Y, usando toda mi fuerza de voluntad, las vi: dos figuras femeninas, con largas melenas castañas, vestidas con túnicas de gasa, de color blanco y con líneas de plata. Sus formas de mujer se intuían a través de las telas mojadas. Y eran unas curvas muy sugerentes....

Recordé en ese momento los cuentos que mi abuela, cántabra de pura cepa, me contaba de niño. Recordé a las Anjanas, las ninfas del agua, hermosas y bondadosas. Vivían en cuevas cercanas a fuentes, cauces de ríos, cascadas o lagos. Aparecían en el agua por las noches, hilando, lavando las madejas de hilo o peinando sus cabellos con un peine de oro. Se decía que tienen una bella voz, muy melodiosa y fascinante, con la que cantaban dulces y tristes canciones, capaces de seducir a cualquiera que las oyera. Recordé también que mi abuela me avisaba que había que tener precaución al tratar con ellas. Las Anjanas eran buenas en general, pero tenían que mantenerse en los lugares en los que habitaban a causa de un encantamiento, del cual eran víctimas. Sólo la noche de San Juan podían ser liberadas. Y, aunque eran generosas y solían recompensar y ayudar a aquellos que les hacían un favor, su pena y su castigo podían hacer que fuesen malvadas y retorcidas.

Aquella noche la canción de las Anjanas era triste, pero esperanzada. Volví a sentirme hipnotizado por las voces de las dos ninfas, y sacudí de nuevo la cabeza. Era casi imposible resistirse a sus voces: no en vano Gutiérrez, embobado con la canción, saltó la falsa valla de roca y se metió en el pequeño lago, con el agua sucia por las rodillas. Caminó embelesado hacia las ninfas del agua, mientras yo le agarré por la chaqueta, tirando de él. El idiota acabó cayendo al agua, empapándose de arriba abajo.

- ¿Quieres dejar de hacer el gilipollas? – le rogué, ayudándole a levantarse. Escupía agua sucia y miraba a todos lados, como si acabase de despertar.

Las Anjanas terminaron su cántico, y rieron, gozosas. Vi que se reían de nosotros, señalándonos. Aproveché para intervenir.

- ¡Señoras! ¡Por favor, señoras!

- ¿Quién hay ahí? – preguntó una de ellas, tapándose con los brazos, haciéndose la asustada.

- Son dos hombres – contestó la otra, que parecía mayor, entreviendo a través de las plantas que colgaban de la cascada. – Esperábamos sólo a uno....

- ¿Esperaban solamente a uno? – pregunté, viendo cómo se acercaban a nosotros, una de las ninfas con orgullo y serenidad y la otra con recelo. – Ustedes son las que han hecho desaparecer a los hombres de la ciudad. ¿No es verdad?

Di un par de pasos hacia atrás, nervioso. Estaba completamente asombrado, sin poder creerme que tenía delante a dos criaturas mágicas, sin poder creer que fuesen ellas quienes habían hecho desaparecer a todos los solteros feos de las fotos que mi amigo Beltrán tenía en el panel de corcho.

- Cierto – dijo la Anjana tranquila. Su compañera seguía mirándonos con cautela, pero las dos habían caminado hasta el pequeño lago, fuera de la gruta. Caminaban con las piernas metidas en el agua, arrastrando los vestidos. Brillaban con una luz plateada, propia. – Se lo merecían.

- ¿Se lo merecían? – me escandalicé. A mis pies, Gutiérrez empezó a volver en sí, ahora que la canción de las Anjanas había terminado. Mi amigo se puso en pie y vio también a las ninfas, que cada vez estaban más cerca.

- ¡Éste es más fuerte! ¡No podemos con él! ¿Qué hacemos? – dijo la otra.

- Hablemos con él – contestó la Anjana serena, sin inmutarse. Me miró con más atención. – Nos entenderá....

- No me gusta.... No me fío....

- Y a mí no me importa – contestó la Anjana segura de sí misma, la que parecía mayor, demostrándome quién mandaba de las dos.

- ¿Qué hacen ustedes aquí? – pregunté. – No lo entiendo....

- De verdad eres diferente a los demás.... – contestó la Anjana, sorprendiéndome. Su compañera desconfiada tenía el ceño fruncido. – Verás, mi hermana y yo fuimos encantadas, por un hombre, un maldito embustero. Nos embaucó a las dos, prometiéndonos por separado su amor y su devoción. Nos manejó como quiso, y cuando las dos íbamos a fugarnos con él, sin saber nada de sus coqueteos con la otra hermana, el muy villano se fugó con otra moza del lugar. Mi hermana y yo languidecimos, consumiéndonos por la pena cerca de nuestra casa, en un estanque parecido a éste.

- La pena que sentíamos por habernos dejado engañar se unía a la pena que nos embargó al descubrir que nos habíamos vuelto Anjanas, y que nuestros cánticos nocturnos de tristeza y dolor atraían a los hombres y los condenaban a morir ahogados en el estanque por querer venir con nosotras – completó la hermana desconfiada, con un tono triste que no tenía nada que ver con el de antes.

- Así que nos fuimos de allí – intervino la Anjana mayor – buscando un lugar deshabitado donde podríamos penar de noche sin tener víctimas humanas. Encontramos este lugar, donde estuvimos bien una temporada, pero ahora nuestros cánticos atraen a los hombres del lugar, que aquí sólo encuentran la muerte....

- No entiendo.... si no sois malas, ¿por qué matáis?

- Podemos ser mezquinas con los hombres, en venganza con aquél que nos robó nuestro cariño y nuestro corazón.... pero sólo con aquellos pobres de espíritu y de inteligencia. Tú eres un caso aparte, por ejemplo....

- Nuestros cánticos no te afectan – intervino la Anjana pequeña, la que se había mostrado desconfiada al principio. Ahora hablaba con cordialidad. – Parece ser que tu corazón ya pertenece a una mujer o que no eres lo suficientemente tonto como para caer en nuestro hechizo.

Miré a Gutiérrez, que hacía unos momentos se había comportado como un hipnotizado y sonreí, creyéndome un poco superior.

- Esos tipos a los que habéis ahogado enamorándolos con vuestras canciones eran unos cretinos, unos imbéciles.... – expliqué, con soltura. – No sé si se lo merecían o no, no me voy a meter en eso. Pero.... tenéis que dejar de hacerlo. No está bien.... A este parque viene mucha gente, incluyendo ancianos y niños.... En cuanto empiece el buen tiempo lo veréis....

Las dos Anjanas se miraron, preocupadas. Pude ver claramente que no eran criaturas malignas: sólo cumplían con su cometido de ninfas del agua.

- Debemos permanecer ancladas a un lugar acuático, a un lago, un estanque o un remanso de un río. – explicó la Anjana mayor. – Dinos qué sitio sería el adecuado y nos iremos. No queremos hacer daño, pero no sabemos qué hacer....

Me quedé pensando, sin saber qué respuesta dar.

- Podíais ir a la Cueva del Cobre – intervino Gutiérrez, de repente. – Es la cueva donde nace el río Pisuerga: podéis remontarlo hasta allí. Es un sitio apartado, pero cómodo y bonito. Yo he estado allí a veces, y el único peligro pueden ser los excursionistas que vayan allí de vez en cuando....

Las Anjanas se miraron y cuchichearon entre ellas. La idea las convenció y nos lo agradecieron con verdadera alegría. Miré a Gutiérrez asombrado: no me hubiese esperado algo así de su parte.

- Muchas gracias – dijo la Anjana mayor. – De verdad que sí. Ahora os recomendaría que os alejarais: debemos retomar nuestros cánticos.

- Buena suerte – dije, mientras Gutiérrez y yo nos íbamos por patas de allí.

Y eso fue todo. No hubo más desapariciones después de aquel día: la policía (y el subinspector Beltrán) no encontraron ninguna explicación lógica para aquel final tan inesperado, y ni Gutiérrez ni yo les dimos ninguna explicación.

Una cosa es saberte el héroe y salvador de todos los cretinos e idiotas feos de tu ciudad y otra muy distinta ir alardeando de ello.


jueves, 22 de septiembre de 2016

Recuerdos a bordo



La voz del cura había sonado extraña en el interior de la pequeña iglesia. Había parecido vacía, desnuda, lejana. Había parecido triste.
O quizá la ceremonia le había parecido triste porque él estaba triste. Desde que se enteró de la noticia una angustia se apoderó de su pecho, un peso muerto se instaló sobre su esternón, como si un niño de diez años se hubiera sentado allí y lo hubiese acompañado durante los últimos tres días. Además, desde que había llegado al pueblo, a su angustia se le había sumado una dolorosa añoranza. Había llegado a pensar, incluso, que no debía estar allí y que debía irse de vuelta a la ciudad.
Por supuesto, no lo había hecho. Sabía que la tristeza, la angustia y la inquietud eran debidas a aquella triste situación. Además, quería estar allí. Aunque doliera.
Una vez acabado el oficio, el cortejo fúnebre había salido de la pequeña iglesia, en procesión hacia el cementerio. Los dos hermanos de Tomás (y otros dos hombres que no conocía) se habían encargado del ataúd. El cura y el monaguillo habían ido detrás, acompañando a la viuda (que él no conocía) y a las hijas del muerto (dos chicas, en las que había podido ver el parecido con su antiguo amigo). La gente del pueblo había salido detrás de todos ellos, acompañándolos con respeto. Él había salido el último de la iglesia y había caminado el último por las calles del pequeño pueblo, cerrando el cortejo.
Mientras había recorrido las calles del pueblo, detrás del cortejo fúnebre, había empezado a ver y a recordar lugares comunes, retales de su infancia. Sintió una punzada de culpa, recordando cómo, a los veintitrés años, se había ido del pueblo, dejando allí a Tomás.
El cortejo fúnebre había llegado al cementerio y él se había ido de allí sin entrar, cuando todo el mundo se había puesto a rezar y la mujer y las hijas de su antiguo amigo habían roto a llorar. Aquello había sido demasiado para él. No podría soportar ver cómo metían a su amigo Tomás en aquel agujero.
Tomás y él habían sido amigos durante toda su infancia, cuando él todavía vivía en el pueblo. Aquel pueblo había sido su hogar, pero también su campo de juegos, había sido el escenario en el que los dos habían descubierto la vida.
Los dos amigos habían tenido un lugar predilecto, un sitio de reunión. No era su lugar secreto, porque estaba a la vista de todos, pero todo el mundo en el pueblo sabía que aquel lugar era de ellos, donde podrían encontrarlos (prácticamente) con total seguridad. No había muchos más niños en el pueblo, pero ninguno de los que había se atrevía a robarles aquel sitio.
Su sitio había sido el campo que había detrás de la casa del tío Germán, un terreno de tierra dura y prensada, con algunos mechones de hierba amarillenta y algún arbusto frondoso de hojas verdes y duras. En realidad no era el tío de ninguno de los dos, pero todo el mundo lo llamaba así en el pueblo. Había un árbol que crecía retorcido hacia el cielo y un coche abandonado que descansaba a los pies del árbol. El coche era un R-8 de color amarillento, oxidado y con la pintura desconchada en algunos puntos. Los neumáticos estaban deshinchados y el cristal trasero estaba roto a pedradas.
Tomás y él pasaban allí muchas horas, tardes enteras, hablando, jugando, trepando al árbol, o montándose en el coche y jugando a viajar a lugares lejanos. Desde que tenían siete años, aquel coche había estado allí, envejeciendo al mismo ritmo que ellos dos crecían.
Ellos tres, se corrigió. Porque Tomás y él habían sido dos amigos inseparables, pero Sofía había sido el tercer miembro de la pandilla. La recordó con cariño. Ella no era del pueblo, vivía en la ciudad, pero no era la típica niña estirada ni pija que venía al pueblo en verano. Vestía pantalones como Tomás y como él y llevaba el pelo corto. No jugaba a las muñecas ni a la comba, y podía ganarlos corriendo a cualquiera de los dos (incluso a él, que siempre había sido un niño escuchimizado y delgaducho que corría como un galgo).
El verano en que Tomás y él tenían diez años fue el primero en que Sofía fue al pueblo. Sus abuelos vivían allí y la niña pasaba el verano con ellos. Durante ese año, y los siete siguientes, los tres formaron una pandilla inseparable, conocida por las gentes del pueblo, y querida por todos.
El viejo R-8 del campo del tío Germán era su guarida, su sitio. Los tres tenían casa en el pueblo, por supuesto, pero los tres sentían que aquel viejo coche era su hogar.
Hacia allí se dirigía en ese momento. La angustia del pecho se había acentuado al entrar en el cementerio y ver la tumba abierta, oscura y fría, como una boca hambrienta que esperaba el cuerpo sin vida de su amigo Tomás, y ahora le seguía presionando, agobiando, pero sabía que delante del viejo R-8 se calmaría. Aunque fuese ligeramente.
Y allí estaba: polvoriento, recio, inquebrantable. Los neumáticos estaban desgarrados y las llantas descansaban en el suelo, haciendo que el vientre del coche permaneciera sobre la tierra, algo enterrado en ella. Había más cristales rotos y los que quedaban estaban cubiertos de una película de polvo y tierra que apenas dejaba ver el interior. El espejo retrovisor del lateral estaba roto, faltaban los cuatro tapacubos y el paragolpes trasero había desaparecido.
Pero era hermosísimo.
Se acercó al viejo R-8, sintiendo que la angustia se le iba pasando con cada paso que le acercaba al coche. Multitud de recuerdos empezaron a despertarse en su memoria, adormilados y abotargados por el paso del tiempo: Tomás y él subidos al techo del R-8, saltando para alcanzar las ramas del árbol cercano; él conduciendo, con Sofía de copiloto y Tomás en el asiento de atrás, haciendo del hijo molesto que no paraba de fastidiar durante todo el viaje; los tres amigos escondidos detrás del coche, convertido en imaginario fuerte del oeste, tocados con sombreros de vaqueros y con pistolas hechas con palos, resistiendo ante el ataque de los indios; Sofía y él sentados en el capó, el penúltimo verano que ella fue al pueblo, confesándole su amor por Tomás....
Se acercó al coche, acariciando la vieja carrocería, sintiéndola caliente al Sol, notando que le calentaba el ánimo y el alma entristecida por la muerte de su amigo Tomás. Aunque no estaba sólo triste por eso. El coche le había recordado también la extraña situación que vivieron los tres el último verano que Sofía pasó en el pueblo, cuando los tres tenían ya diecisiete años (aunque en realidad Sofía los cumplía en octubre). Aquel extraño verano en que ya eran mayores, cuando el R-8 ya no era un fuerte del oeste, ni una nave espacial, ni una plataforma para alcanzar las ramas del árbol. Ni siquiera era ya un coche para simular que viajaban en él: era simplemente chatarra sobre la que sentarse o apoyarse para hablar y dejar pasar las tardes. Aquel verano en el que él se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorado de Sofía, a pesar de saber como sabía desde el verano anterior que ella estaba enamorada de Tomás.
El R-8 le hizo sentirse culpable, al recordar a sus dos amigos y sentir (como tantas otras veces) que los había abandonado: abandonó a Tomás yéndose del pueblo y manteniendo el contacto con él solo en Navidades y por su cumpleaños; abandonó a Sofía intentando olvidarla, amándola en la distancia y sin ponerse en contacto con ella.
Agarró la manija y tiró, abriendo la puerta del coche. Las bisagras chirriaron y luego sonaron con un gemido agónico al abrir la puerta por completo. La tapicería estaba muy desgastada, pero permanecía intacta, salvo por el agujero del asiento de atrás (que recordaba allí desde siempre). Suspiró, triste y a punto de llorar, sentándose en el asiento del conductor.
- ¿Agustín? – escuchó que lo llamaba, una voz conocida.
Salió del coche, turbado y torpe. Una mujer madura, rubia y de ojos claros, le miraba desde unos diez metros. Se quedó de pie, mirándola, sin poder creer que fuese ella.
- ¿Sofía? – fue lo único que pudo responder. La pena y la agonía de su pecho se transformaron en nervios y mariposas en el estómago.
- No podía imaginar que te encontraría aquí – dijo ella, con voz débil. Se notaba que había llorado. – Pero no podía ir al cementerio.
- Yo tampoco – contestó él, admirándola. Seguía siendo igual de guapa que cuando eran niños, aunque hubiese ganado unos kilos y sus ojos ya tuviesen arrugas en las comisuras. Pensó en ella, en lo que había sabido de ella por medio de su amigo Tomás: se había casado, no había tenido hijos, había acabado divorciada y trabajando cerca del pueblo, en una ciudad pequeña.
- Pensé que ésta era mejor manera de recordar a Tomás – dijo Sofía, acercándose al coche y a él. Acarició la carrocería, con ternura.
- Por eso he venido ya aquí también.... – contestó él.
Sofía miraba el R-8, a su lado, y él deseó poder decirle algo, volver a ser los de antes. Entonces ella le miró, con franqueza, con sinceridad. Sin reproches por haber dejado (los tres) que el tiempo pasara y los alejara. Entonces deslizó su pequeña mano dentro de la suya.
Y volvieron a ser los de antes. No parecía que habían pasado veintiséis años, ni que habían envejecido, como aquel coche testigo de su infancia. 
Volvían a ser amigos.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Tarde de estudio


Levanto la cabeza y despliego un bostezo paquidérmico, mientras intento estirarme sin que se note mucho. Al fin y al cabo no estoy solo.
Estoy en la sala de estudio de la facultad, intentando estudiar. Pero hay muchas distracciones (sobre todo, femeninas y atractivas distracciones): la última es el nubarrón plomizo que cubre el cielo y que se puede ver a través de los amplios ventanales que hay en la larga pared de la sala.
Esa nube de tormenta me sorprende. Llegué a la facultad sobre las tres de la tarde, muriéndome de calor, pedaleando a pleno Sol. La clase parecía un horno, durante la hora y media que estuve allí. Cayó una botella de agua entera. Después me bajé a la sala de estudio, repleta de gente, llena de calor. Y aquí sigo, dos horas después. Ha hecho calor toda la tarde; en la sala de estudio abundan las botellas de agua encima de las mesas, las camisetas de manga corta o de tirantes, los pantalones cortos, los escotes amplios de infarto y las piernas femeninas al aire, provocando frecuentes distracciones entre el público masculino.
Pero, ahora mismo, el ambiente ha cambiado. El cielo está cubierto, los árboles de los alrededores se doblan y menean con fuerza, hace más fresco en la sala y varios chicos y chicas se han cubierto con chaquetas finas y sudaderas.
Me aburro, así que paseo la mirada por la sala, deteniéndome en alguna cara, alguna pierna o algún escote. (¿Por qué se arreglarán tanto para ir a estudiar? Será para que las miremos.... ¿Estarán compinchadas con los profesores, para hacer suspender a la población masculina de matriculados a la universidad?)
Como soy de los pocos que está más atento a otras cosas que a sus apuntes, soy de los pocos que ve lo que ocurre.
Un fortísimo soplo de aire entra en este preciso momento por la ventana que está abierta, hacia la mitad de la sala. Papeles y apuntes se desperdigan en confuso revoloteo por el pasillo central, entre las filas de mesas. La gente se levanta a cogerlos.
Una nueva ráfaga entra con fuerza, ululando. Empuja la hoja de la ventana y la lanza contra el resto del ventanal, rompiéndolo. El ruido de cristales estallando hace que todo el mundo mire, que algunas personas incluso griten sobresaltadas, sacadas del trance de la concentración de repente.
Así, todos podemos ver lo que entra por la ventana abierta y el ventanal roto, acompañando al aire.
Es una niebla blanca como la leche, un jirón de nube, una especie de vapor líquido que flota y avanza por el aire, retorciéndose, reptando a media altura.
Cuando el humo blanco ha entrado completamente (mide unos cuatro metros de extremo a extremo) gira repentinamente y se posa sobre la cabeza redonda de un chico mofletudo y con gafas, arremolinándose allí. El chico se echa las manos al cuello, tratando de respirar, sin conseguirlo, con los ojos abiertos como platos, la cara difícil de ver entre el vapor lechoso. Mientras el chico cae a la mesa, muerto, y el resto de la gente grita, horrorizada, yo reacciono y me pongo de pie. Me largo de aquí.
La gente trata de salir de la sala, alejándose de la niebla lechosa, que se retuerce y busca una nueva víctima, una chica despampanante, vestida con minifalda y top. Se abalanzan unos sobre otros, pisan los cristales del suelo, cortándose con ellos, las chicas calzadas con sandalias resbalan incapaces de correr con eso y caen, siendo pisoteadas por los que vienen detrás. La sala, antes ordenada y en silencio, se transforma en un caos.
El vapor blanco vuelve a la carga, asfixiando a una nueva víctima.
He tenido suerte y el “ataque” me ha pillado atento y alerta: he pillado mi mochila al vuelo y he salido de la sala de los primeros. Detrás de mí han salido media docena de chicas y chicos: los demás se han quedado dentro, amontonándose, pisoteándose unos sobre otros. Corriendo por los pasillos de la facultad, hacia la salida, escucho detrás de mí gritos de pánico y de dolor. Gritos de angustia.
Salgo fuera, asustado, jadeando. El ambiente está caliente, bochornoso. El cielo es una única nube panzuda y gris. El viento sopla con fuerza, caliente, sacudiendo los faldones de mi camiseta. Miro alrededor, al escuchar gemidos de muerte.
Veo, flotando a diferentes alturas, nuevas masas de vapor lechoso. Se mueven como depredadores, acechando a la gente que hay por el campus, mirándolas extrañados. Las masas de niebla empiezan a atacar a los estudiantes, asfixiándolos como hizo su “pariente” con la gente de dentro de la sala de estudio.
Pronto los gritos de pánico pueblan la zona.
Sin pensarlo mucho más corro hacia los arcos para aparcar bicis, donde he dejado la mía al principio de la tarde. Con manos temblorosas intento quitar las dos cadenas que la aseguran, mientras vigilo con el rabillo del ojo a las inquietantes nubes de vapor blanco.
Algunos chicos y chicas se cuelan dentro de la facultad, abandonando tras de sí varios cadáveres de amigos atacados por las siniestras nieblas. Algunos jirones llegan hasta las puertas de cristal, pero se quedan allí, sin poder empujarlas ni tirar de ellas para entrar.
Cuando por fin logro liberar mi bicicleta y montarme en ella, compruebo con horror que he logrado llamar la atención de un par de nubes de vapor. Doy pedales como un poseso, queriendo alejarme de allí, queriendo salvarme, queriendo vivir, comprobando que las nubes de vapor blanco se acercan a mí, medio flotando en el aire medio arrastrándose en él, cada vez con más velocidad.
Apurado, crispado y cagado de miedo bajo la rampa que da acceso a las facultades, notando cómo el fuerte viento me zarandea, descubriendo docenas de jirones de niebla lechosa a lo largo de toda la calle, diseminadas aquí y allá.
Cuando he llegado abajo y estoy empezando a maniobrar siento un tirón en la cadena: la bicicleta culea y se inclina, derrapando. Salgo despedido por encima de mi bici, cayendo al suelo todo lo largo que soy y dando vueltas. Me incorporo rápidamente, intentando rehacerme, pensando sólo en salvarme. Gritos de horror llegan hasta mí desde lo alto de la cuesta. Hay gente muriendo fuera de mi campo visual.
Agarrada a mi bicicleta hay un jirón de niebla. Se coloca sobre ella, la mueva, la retuerce y la zarandea. Parece confundida (pero sólo es niebla, es vapor, es humo, ¿de verdad tiene la suficiente conciencia como para confundirse o equivocarse?) y no se da cuenta de que estoy a cinco metros, a cuatro patas en el suelo. Me levanto y echo a correr, de espaldas, vigilando a mi “atacante”, alejándome de la niebla todo lo que puedo.
Un coche pasa por mi lado, a toda velocidad, y es entonces cuando me doy cuenta de que he llegado hasta la calzada. Me paro de golpe, viendo cómo el coche sigue su camino dando bandazos, hasta estrellarse sonoramente contra un árbol plantado en la acera. Al cabo de un rato una nube pequeña de color blanco sale por la ventanilla abierta del coche, dejando un nuevo cadáver dentro.
Los gritos desde la facultad no dejan de escucharse, altos, estridentes, horrorosos. Miro alrededor, jadeando de puro pánico, con lágrimas cayendo por mis mejillas, notando el cálido y fuerte viento empujándome, un vendaval que no parece afectar a las docenas de nubes blancas como la leche que hay por todas partes.
No veo salida. No veo escapatoria.
De pie, en medio de la calzada, escuchando los gritos, viendo los coches estrellados y vigilando a las nubes de vapor me pregunto: ¿qué son esas cosas?
¿De dónde han salido?
¿Qué está pasando?
¿Sobreviviremos?