martes, 31 de enero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo VII



Recorrió con paso firme los pasillos del palacio, haciendo resonar sus botas sobre las baldosas coloridas. Sólo cuando pasaba sobre las mullidas alfombras en algunas habitaciones sus pasos eran silenciosos.
Llevaba la armadura completa puesta y no estaba precisamente presentable para una audiencia con su majestad, sudoroso, sucio, cansado y con manchas de la sangre negra de los Innos. Sin embargo, el rey había ordenado que le informasen en cuanto volviesen de la expedición. Además, las noticias eran buenas.
El coronel Darius Gulfrait llegó ante las puertas de la sala del trono, custodiadas por dos soldados armados con espadas anchas y largas, desenvainadas, con las manos sobre el pomo y la punta apoyada en el suelo ante sus pies. Los dos se cuadraron ante su superior, pero cruzaron las espadas ante él, tal y como mandaban las ordenanzas.
- Descansen, soldados. Tengo una audiencia con el rey – dijo el coronel, sereno. Los soldados descruzaron las espadas y volvieron a colocarlas frente a ellos.
El coronel Gulfrait empujó las puertas de madera pintada de blanco y entró con paso firme en la sala. Era larga y estrecha, con dos naves a ambos lados, separadas de la principal por dos arcadas, con arcos puntiagudos y columnas estrechas, estriadas. Amplias ventanas sobre los arcos dejaban entrar la luz de la mañana, iluminando la nave central, que estaba llena de butacas vacías. El soberano esperaba en su trono, al fondo de la sala, a unos cincuenta metros de la puerta. Estaba sobre una tarima de tres escalones, engalanada con estandartes. Al nivel del suelo había dos consejeros del rey. Cuando llegó ante el rey se inclinó en una reverencia, con los dos dedos juntos y estirados en el entrecejo, sosteniendo el casco de batalla bajo el brazo izquierdo.
- ¡Coronel Gulfrait! – saludó el rey, con brío, contento. – ¡Qué pronto habéis vuelto! Veo por vuestro aspecto que encontrasteis a los Innos....
- Sí, mi señor. Lamento mi aspecto, mi señor....
- ¡Ni hablar! Un caballero nunca debe pedir perdón por ir cubierto por la sangre de sus enemigos, el polvo del camino o el sudor de su propio esfuerzo – dijo el rey Máximus, con orgullo.
El rey Máximus era el actual monarca de Rodena, el reino central de los cinco territorios. Era un hombre grande, de larga barba blanca, melena venerable, vestido siempre con coraza y protecciones en brazos y piernas, con una pesada capa de lana azul y armiño. Su emblema, el que destacaba en sus pendones y estandartes, era una espada, como la que llevaba siempre al cinto.
- ¿Y bien? ¿Los habéis encontrado?
- Así es, mi señor. Dimos alcance a los Innos al sureste de las montañas Prye, cuando trataban de cruzar nuestro reino desde Tiderión. Entramos en liza con ellos, acabando con todo su grupo gracias a nuestras espadas. Tan sólo atrapamos a dos con vida, que hemos encerrado en las mazmorras de la fortaleza. Los mantenemos allí y pretendemos interrogarles. Por ahora y durante el camino de vuelta a Sinderin no han dicho nada.
El rey Máximus había recibido los mensajes de Corasquino y el huakar Krann y la visita de los emisarios de Al-Jorat, entre los que se encontraban Eonor y Dim. Hacía días de aquello y había tomado una rápida decisión: podía interceptar al grupo de Innos que volvería desde Tiderión, de camino a la tierra de Gondthalion. Quizá pudiesen tomar prisioneros y tratar de desenmarañar aquel asunto que parecía afectar a los Cuatro Reinos.
Había mandado un destacamento de caballeros, a las órdenes del coronel Darius Gulfrait, uno de sus oficiales de mayor confianza. Habían partido a caballo hacía cuatro días y ya estaban de vuelta con la misión cumplida.
- ¿Llevaban algo encima? ¿Algo que pudiese servirnos para entender todo este lío? – preguntó el monarca.
- No, mi señor. Tan sólo portaban armas y su inmunda comida. Nada que nos explique su invasión o sus planes.
- Muy bien, coronel. Puede retirarse. Aséese y descanse, pues se lo ha ganado. Pero me temo que dentro de poco tiempo tendré que hacer uso de sus servicios, pues esta crisis aún no se ha aclarado y mucho menos terminado....
- Vivo para servir a mi rey y a mi reino.... – contestó el coronel Gulfrait, repitiendo la reverencia.
- Podéis retiraros.... 



sábado, 28 de enero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo VI



Cástor volvió con sus cabras al establo, inmediatamente y había continuado caminando hasta Loso, la capital del reino de Belirio. Allí había pedido permiso para ver al huakar Krann y le dejaron pasar, acompañado por Ceniza.
Cástor entró en el castillo y buscó al huakar en el patio de entrenamiento, a los pies de la torre. Allí se entrenaban algunos soldados del rey, armados todos con el arma oficial del reino: el basto.
El del rey era el único pintado de colores, de amarillo y verde. Cástor lo reconoció desde lejos, además de por la corona en la cabeza.
El huakar Krann peleaba en ese momento con otro soldado, con fuertes golpes y rápidos giros. Otros soldados estaban también entrenando, pero los que estaban ociosos, no se perdían la pelea del huakar. Cástor llegó al grupo que observaba y esperó con ellos.
Cuando el huakar acabó venciendo al soldado (que Cástor reconoció como el capitán de la guardia) y tirándolo al suelo, el grupo se disolvió, riendo y comentando la jugada.
Cástor se acercó al huakar, que ayudaba a levantarse al capitán, y le saludó con el saludo respetuoso, con los dedos estirados a lo largo de la nariz.
- ¿Quién sois y qué queréis? – le dijo el rey Krann, mirándolo con extrañeza.
- Soy Cástor, huakar, pastor de cabras, uno de vuestros súbditos – contestó Cástor.
- ¿Y qué habéis venido a hacer aquí? – volvió a preguntar el rey.
- Me he encontrado con unas extrañas criaturas, mi huakar, en las estepas del sur – explicó Cástor. – Me han atacado y he peleado con ellas.
- ¿Qué eran? ¿Lobos? ¿Coyotes? ¿Tejones de lomo rojo? – preguntó el rey Krann.
- No lo sé, mi huakar. No los había visto nunca – dijo Cástor, echando mano de un hatillo que llevaba colgado al cinto. La tela estaba empapada de un líquido negro. Cástor sacó la cabeza de la tela, enseñándosela al rey.
- Hmmm.... Mal asunto.... – dijo el huakar.
- ¿Lo reconocéis, huakar? – preguntó Cástor.
- Sí, aunque me gustaría no haberlo hecho – se lamentó Krann. – Ésta es la cabeza de un Inno.
- ¿Inno?
- Una criatura de más allá de la cordillera Oscura – explicó el rey. – De la tierra de Gondthalion. En realidad son de mucho más al este, pero la única vez que las he visto ha sido en la Tierra de las Canteras Eternas. ¿Qué estarían haciendo en Belirio?
- Estaban buscando esto en un santuario de la estepa – dijo Cástor, sacando el objeto de bronce del morral. Lo había recogido del interior del santuario, una vez que las criaturas estaban todas muertas. Pensó que debía llevárselo al huakar, si semejantes bichos estaban interesados en él. – No sé lo que es....
- Yo sí, Cástor, pastor de cabras. Es la réplica del relicario de bronce en el que se encerró a Thilt hace cientos de años....
Cástor miró con otros ojos el objeto de bronce que tenía en la mano. Parecía un farol alargado, de unos cuarenta centímetros de alto y con forma pentagonal. Uno de sus laterales era una puertecita con bisagras. Desde luego que parecía un farol, para proteger las velas del viento, pero su utilidad era mucho más importante y misteriosa.
- ¿Y para qué querían esos Innos esto? – preguntó Cástor en voz alta.
- No lo sé, pero no puede ser nada bueno – dijo el rey Krann. – Mejor será que movilicemos al ejército hacia la cordillera Oscura y que avisemos al rey Máximus: él custodia la frontera. Debe saber que los Innos están revueltos y que se interesan por reliquias relacionadas con Thilt.
Cástor no sabía mucho sobre Thilt y la guerra que había acabado con él, pero sí sabía que cualquier cosa relacionada con él no podía ser buena.



jueves, 26 de enero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo V



Zanigra tuvo que esperar hasta después del mediodía para poder hablar con el rey Corasquino, el monarca de Tiderión. El rey había estado toda la mañana ocupado, en una reunión del consejo real y atendiendo a varios visitantes del reino, que tenían peticiones que hacerle y traían noticias.
La bibliotecaria estaba sola, pues Remigius hacía horas que había desaparecido, gracias a su posición de jefe de alguaciles de la ciudad de Nau, entrando en palacio para pedir audiencia con el rey.
No había vuelto.
Zanigra esperaba en una sala construida con piedra blanca, cubierta de cuadros de antiguos reyes y miembros de la familia real. Había también cortinas y un tapiz al fondo, con el blasón del rey Corasquino: una moneda de oro con el perfil de una cara sonriente, rodeado de laureles. Era el escudo familiar y a todos los antepasados de Corasquino (igual que a él) les habían llamado siempre “los reyes del oro”.
Una puerta se abrió al otro lado de la larga sala y entró un edecán, vestido un tanto ridículo pero muy finamente.
- ¿Sois Zanigra, la bibliotecaria? – preguntó, amablemente.
- Sí, soy yo.... – contestó la chica con un hilo de voz.
- Seguidme. Su majestad Corasquino os recibirá ahora – dijo el lacayo, echando a andar. Zanigra fue deprisa detrás de él.
Recorrieron grandes pasillos, amplios corredores, largos pasajes, todos ellos decorados con gracia y con gran ostentación de riqueza. No había ninguno que no tuviera su ración de oro o de plata o de piedras preciosas en alguna parte: si no era en los cordones de los tapices era en los marcos de los cuadros y si no era en las lámparas del techo o en los relieves de las puertas y en los pomos.
Zanigra llegó a la sala donde la recibía el rey Corasquino un tanto insignificante, sintiéndose muy humilde con su simple ropa de colores rojos y rosas.
- Bienvenida, Zanigra. Ése es tu nombre, ¿no es así? – la saludó el rey, con una amplia sonrisa.
- Así es, majestad – contestó la chica, llevándose los dedos al entrecejo y agachando la cabeza.
- Remigius me ha pedido insistentemente que te recibiese, pues al parecer tienes que contarme algo muy importante – dijo Corasquino, sin perder la sonrisa, tratando que la chica se sintiese cómoda al hablar con él. Una puerta lateral se abrió y entró Remigius, acompañado de un criado del palacio. Aquello sí que hizo que Zanigra se sintiera cómoda.
- Veréis, majestad, esta mañana, cuando llegué a la biblioteca real, pues trabajo allí, encontré un libro destrozado y quemado, abandonado en mitad de una de las salas – explicó Zanigra, ganando confianza a medida que hablaba, lanzando miradas rápidas a Remigius, que la animaba con la mirada. – No sabemos quién pudo hacerlo, aunque los alguaciles siguen investigando.
- ¿Un libro destrozado? No toméis mis palabras como una descortesía, pero no me parece gran cosa....
- Por sí solo podría no serlo, alteza – dijo Zanigra, que interiormente sentía que ya era suficiente con romper un libro como para considerarlo una terrible fechoría y un crimen. – Pero ocurre que la misma noche, además de romper un solo libro en concreto de la biblioteca real, alguien (Remigius cree que debe haber sido la misma persona) asesinó en su casa al autor del libro destrozado.
- ¿Cómo? – se sorprendió el monarca, mirando asombrado y divertido a Remigius. – ¿Es eso cierto?
- Sí, majestad. El hombre asesinado es Carlus de Naran – contestó Remigius.
- ¡No! – gimió el rey Corasquino. – Me encantaban sus libros....
- Además de escritor era historiador, alteza – siguió explicando Zanigra, haciendo caso omiso de los comentarios poco inteligentes del “rey del oro”. – El libro que han destrozado era uno que había escrito hacía muchos años, sobre la guerra de los Cuatro Reinos contra Thilt.
- ¿Qué queréis decir? – dijo el rey, con mirada incrédula.
- Creemos, majestad, que alguien se ha tomado muchas molestias por mantener en secreto ciertos datos sobre la guerra contra Thilt y el hechizo que lo mantiene encerrado en su prisión de bronce, nadie sabe dónde – explicó Remigius. – O, al menos, creemos que nadie sabe dónde está enterrado....
- ¿Qué insinúas, Remigius?
- Majestad, quien quiera que haya matado a Carlus de Naran y haya destrozado su libro quería que nadie supiésemos algo que el autor sabía y que había escrito en el libro. Pero puede ser que él sí lo sepa....
- Y quiere seguir siendo el único en saberlo.... – dedujo por fin el monarca. – ¿Creéis que la información es muy grave? ¿Que corremos un grave peligro al perder tal información?

Zanigra y Remigius se miraron, los dos con caras funestas.
- Cualquier cosa que tenga que ver con Thilt a mí me parece muy peligrosa, majestad – acabó diciendo Remigius.
- Está bien, informaré inmediatamente al rey Máximus de Rodena. Debe conocer nuestras sospechas, al fin y al cabo los rodenienses son los que vigilan las fronteras con la Tierra de las Canteras Eternas. Le mandaré una paloma contándole lo que ha ocurrido aquí esta noche y con nuestras sospechas....
Remigius y Zanigra respiraron un poco más tranquilos.