martes, 17 de enero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo II



Casi al mismo tiempo, en realidad algo más de una hora después, ya que Nau está más al oeste que Medin, una de las bibliotecarias de la biblioteca real de Tiderión llegaba al trabajo.

Nau era la capital del reino de Tiderión, el más occidental de los cuatro territorios. Era una ciudad rica, próspera, bella y cuidada. Parecía siempre lista para una visita protocolaria, siempre deslumbrante, siempre limpia y bella.

El reino de Tiderión era el más rico de los Cuatro Reinos y se notaba en su capital. Había cientos de palacios, cientos de casas señoriales, parques bien cuidados, calles adoquinadas, cloacas en buen funcionamiento, abastecimiento de agua.... Era una ciudad rica y tranquila.

Tiderión nunca había sido invadido y casi nunca atacado, así que el reino se mantenía rico y prospero, sin ejército ni fuerza de ataque. Solamente tenía el cuerpo de alguaciles, que hacían las veces de soldados, aunque se encargaban de mantener el orden y la paz en las ciudades y en los pueblos del reino.

La vida en Tiderión era mayoritariamente tranquila. No había grandes crímenes, pues casi todo el mundo tenía dinero. No era que todos fuesen ricos, pero en Tiderión era muy difícil encontrarse con un pordiosero. Al ser un reino próspero, siempre hacía falta gente para cuidar de los rebaños de ovejas, para trabajar los grandes campos de cereales o de frutales, gente para trabajar en los molinos de harina y de textil. Había mucha materia prima en Tiderión y por tanto mucho trabajo disponible.

Ningún otro reino había nunca tratado de invadir Tiderión y en parte era por la buena política interreinal que habían llevado sus monarcas a lo largo de la historia.

Actualmente el monarca de Tiderión era Corasquino, un hombre de unos cuarenta años, delgado y calvo, pero no daba el aspecto de alguien frágil. Vestía siempre ropas amarillas o doradas y usaba siempre capa, de color rojo. Era un buen monarca, pero un mejor comerciante: aplicaba precios bajos y beneficios a los demás monarcas de los otros territorios, de esa forma siempre tenía negocios abiertos con ellos y conseguía mantener alejados a los ejércitos invasores. También hacía tratos con los Berebes que había muy al sur y con los Valaquitas de allende el oeste. Además, caravanas de reinos y territorios lejanos llegaban hasta Tiderión para mercadear.

En Nau, la capital de Tiderión, había barrios más humildes, aunque eran mucho más lujosos que la capital de Belirio, por poner un ejemplo. En uno de ellos vivía Zanigra, una de las bibliotecarias de la biblioteca real de Tiderión, ubicada en Nau.

Zanigra llegó aquella mañana a la biblioteca, encargada de abrir las puertas. Cada semana una de las bibliotecarias era la que se encargaba de abrir la biblioteca.

Zanigra no sabía que, por ser aquella semana la encargada de abrir la biblioteca al público, su vida iba a cambiar en gran manera.





Zanigra era una mujer joven, de apenas veintidós años. Llevaba trabajando en la biblioteca real de Tiderión los últimos cuatro y había vivido en Nau toda su vida. Apenas había salido de allí, salvo para visitar el pueblo de sus abuelos todos los veranos y en una ocasión en que fue con la bibliotecaria jefe a Jora del Valle, una ciudad grande del sur del reino, a catalogar unos legajos que se habían encontrado en una vasija enterrada bajo los sótanos de una antigua taberna.

Toda su experiencia vital se circunscribía a Nau.

Zanigra era una chica muy independiente: vestía pantalones, cuando muy pocas mujeres lo hacían. Solía llevar blusas coloridas, que marcaban su amplio busto. Todas sus compañeras la oían llegar antes de que apareciese en la habitación, porque siempre llevaba pulseritas de metal, bañadas en plata y oro.

Era una chica muy bella y muy linda. Era simpática con sus compañeras y con el resto de conocidos del barrio, aunque tremendamente tímida con los desconocidos. Era muy decidida en los ambientes en los que se sentía segura: fuera de ellos era como una niña pequeña.

Zanigra entró en la amplia biblioteca, que estaba vacía y a oscuras. No le importaba ser la primera en llegar y abrirlo todo: aquellos momentos de intimidad, ella sola con los libros, llenos de responsabilidad, le encantaban.

Abrió la puerta que daba a los despachos de las demás bibliotecarias (salvo el de la bibliotecaria jefe: ése sólo lo podía abrir ella con su propia llave) y después subió las persianas de las salas de abajo. Cuando acabó con ello empezaron a llegar sus compañeras, que la saludaron con cordialidad. Cada una se fue a su despacho, a poner sus cosas en orden y organizarse la jornada. Por su parte Zanigra siguió con su rutina.

Subió al segundo piso, abriendo las salas con llave. Allí se guardaban los libros más antiguos e importantes y no estaban al alcance de cualquiera. Se reservaban para grandes personalidades, para estudiosos y para los ciudadanos que hubiesen solicitado un permiso. Eran libros que nunca salían de la biblioteca y rara vez alguien muy importante o famoso había conseguido el permiso real para hacerlo.

Por eso Zanigra se sorprendió mucho al encontrar una puerta forzada. Habían conseguido romper la jamba y forzado el pestillo, para entrar en la sala.

Zanigra (algo asustada, tuvo que reconocérselo) entró en la sala con precaución. Estaba casi a oscuras, aunque las persianas no estaban cerradas del todo y rayos de Sol débiles se colaban por los agujeritos que había entre placa y placa. Vio un poco las formas de los sillones y las mesas de lectura y los lomos de los libros en las estanterías que forraban tres de las cuatro paredes.

También vio algo horrible en el centro de la estancia, en el suelo, pero era algo que la afectaba tanto que no quiso creerlo. Al menos esperó a tener más luz para asegurarse. Fue hacia las ventanas y subió las persianas de los tres grandes ventanales que había en aquella sala. Después volvió su mirada al suelo.

Y gritó.

Lo que había creído ver en la penumbra de la sala era cierto. Había un libro destrozado en el suelo, sobre la alfombra, entre dos de los sillones. Las cubiertas estaban abiertas y descansaban como un pájaro muerto, abatido en pleno vuelo por una flecha. Trozos de las hojas estaban rasgados y retorcidos por todas partes, sobre la alfombra, sobre las cubiertas desnudas, sobre la mesa de lectura cercana y sobre los sillones. Había un montón de cenizas en un rincón de la alfombra, que habían chamuscado el tejido.

Zanigra gritó, dolida. Lloró, triste, por lo que le habían hecho a aquel libro. Los libros eran sus mejores amigos y los bienes más preciados que ella reconocía.

Sus compañeras de la biblioteca escucharon sus gritos y subieron corriendo a ver qué había pasado. La encontraron muy afectada y todas se lamentaron por el libro roto. Algunas sacaron de allí a Zanigra, otras se encargaron de que todo lo que hubiera en la sala se quedara como estaba y una fue en busca de los alguaciles.

Podría parecer desproporcionada la actuación de las bibliotecarias, pero hacían su trabajo. Aquellos libros pertenecían en última instancia al rey, y cualquiera que hubiese osado colarse en la biblioteca cerrada, forzar las puertas y destrozar uno de los libros había cometido un crimen contra la propiedad del rey.

Los alguaciles llegaron enseguida y se hicieron cargo de la situación.

- Muy bien, ¿alguien más que ustedes ha entrado aquí? – preguntó nada más llegar el jefe de alguaciles, serio y ceñudo. Las bibliotecarias le respondieron negativamente. – De acuerdo. ¿Quién lo encontró?

- Zanigra – respondió una de las mujeres.

- Muy bien. Hablaré ahora con ella. ¿Dónde está?

- Por aquí.... – le indicó la misma mujer. El jefe de alguaciles se dejó llevar.

Zanigra estaba en otra sala, sentada en un sillón, acompañada por otra bibliotecaria. La chica ya estaba más calmada, aunque se había llevado un disgusto terrible al ver el libro destrozado. El jefe de alguaciles se detuvo a su lado y se agachó para verla a la misma altura.

- Zanigra, ¿estás bien? – le preguntó con dulzura. La joven se volvió a la voz conocida y se abrazó con el alguacil.

Remigius, el jefe de alguaciles de Nau, era un viejo conocido de Zanigra. Tenía cincuenta y tres años y había sido gran amigo de su padre, desde niños. Cuando el padre de Zanigra había muerto hacía seis años el alguacil se había hecho cargo de la niña, cuidando de que nunca les faltara nada a ella y su madre. Gracias al hombre Zanigra trabajaba en la biblioteca.

- Remigius, ¿qué haces aquí?

- He venido a investigar qué ha pasado aquí – respondió el alguacil. – ¿Puedes contarme qué es lo que viste al llegar esta mañana a la biblioteca?

Zanigra le contó todos sus movimientos de aquella mañana, cuando se encargó de abrir la biblioteca y poner en orden todas las salas.

- Ya veo.... Así que nadie antes que tú subió al segundo piso, ¿verdad?

- Eso es.

- Eso indica que quien lo hiciera lo hizo de noche cuando la biblioteca estaba vacía y cerrada....

El alguacil se puso en pie y caminó hasta la puerta de la sala, que daba al pasillo. Llamó a uno de sus hombres y le preguntó por el registro de todo el edificio. El alguacil joven le explicó que habían visto otra sala forzada, que tenía un tragaluz en el techo que también había aparecido roto. Remigius le dio las gracias y se volvió de nuevo hacia la sala, acariciándose la barba gris. Zanigra lo miró sonriendo, con cariño.

Remigius era un hombre grande, con amplia barriga que había ido creciéndole desde la mitad de la década de los cuarenta años. Sin embargo tenía brazos fuertes y piernas delgadas, musculosas. Tenía abundante pelo gris y una barba corta del mismo color, como exigía su rango. A pesar de su vientre redondeado, el uniforme azul de alguacil le quedaba bien.

- Puede ser que se colaran por la sala que tiene el tragaluz, forzaran la puerta para poder salir al pasillo y así entrar en la sala que querían – dedujo el alguacil. – ¿Habéis notado que falte algo, que se hayan llevado alguna cosa?

- No – contestó Zanigra y su compañera, que había estado presente durante toda la conversación, negó con la cabeza.

- Habrá que revisarlo todo.... Ahora quédate aquí, Zanigra. Hélave te hará compañía. Voy a ir a ver la sala donde está el destrozo y luego volveré a verte, ¿de acuerdo?

Zanigra asintió, sonriente, y Remigius salió de la sala. Entró en la del libro destrozado, donde había otros dos alguaciles y se hizo cargo de la situación.

- Nadie ha tocado nada, ¿verdad?

- No, señor – contestó el alguacil joven que había respondido antes a la llamada de su jefe. – Nosotros no hemos tocado nada y las bibliotecarias se han encargado de lo mismo hasta que llegáramos.

- ¿Has notado algo, Primus? – preguntó Remigius al otro alguacil, que tenía una nariz grande.

- Nada, señor. No huele a nada – contestó el alguacil.

Después señaló el montón de cenizas. – Y lo quemado huele a aceite normal y corriente.

- O sea, que no tenemos nada.... – se lamentó Remigius.

- ¿Qué quemaron ahí? – preguntó el primer alguacil.

- Parecen cenizas de papel – contestó Primus, el de la gran nariz. – Quemaron papel.

- ¿Hojas del libro? – preguntó Remigius.

- Sí, eso parece....

- ¿Por qué destrozarían el libro entero y además quemarían unas hojas sueltas? – preguntó el alguacil joven.

- Para asegurarse de que quedaban bien destrozadas.... – musitó Remigius, que empezaba a tener una idea. – No querían que quedara ni rastro de una parte concreta del libro....

- ¿Por qué? ¿Qué decía en esa parte?

- ¿Qué libro es? ¿Lo habéis comprobado? – preguntó el jefe de alguaciles.

- No señor. No hemos tocado nada – respondió Primus.

El alguacil joven se agachó al lado de las cubiertas del libro y lo cogió con cuidado, dándole la vuelta. La portada estaba acuchillada, pero podía leerse un poco el título y el autor, en letras doradas.

- “Dii historiea osquria”, de Carlus de Naran – leyó el joven alguacil.

- Hay que preguntar a las bibliotecarias de qué hablaba ese libro – dijo Remigius. – Así sabremos qué podía ser lo que los vándalos no querían que se supiese de lo que en él había escrito.

Los dos alguaciles asintieron.

En ese momento llegó otra alguacil, cuadrándose en la puerta y saludando a su superior y a sus compañeros, llevándose el puño cerrado con el pulgar extendido al lado izquierdo del pecho, sobre el corazón.

- Señor – saludó la mujer vestida de azul.

- ¿Qué pasa, Riya? – preguntó el jefe de alguaciles.

- Hemos encontrado un cadáver, señor – informó la alguacil, algo afectada. – Parece un asesinato.

- ¿Un asesinato? – se sorprendió el jefe de alguaciles y los hombres que estaban con él.

- Tiene que verlo, señor. Ha sido aquí cerca, en el barrio Blanco.







Remigius acompañó de vuelta a Riya a la casa donde habían encontrado el cadáver. El barrio Blanco estaba relativamente cerca y era un barrio elegante, lleno de gente importante y personalidades. Había condes, marqueses, gente de la corte y famosos en general. El jefe de alguaciles se preguntaba quién sería el muerto.

Llegaron a una casa elegante aunque sencilla. No era un edificio muy grande, aunque no por ello parecía menos distinguida. Había otro de sus alguaciles en la puerta.

- Señor, en el piso de arriba, en el dormitorio.... – dijo, después de saludarle marcialmente. Remigius le dedicó un cabeceo y subió las escaleras de madera. Riya fue detrás de él.

- La doncella le encontró esta mañana, cuando llegó para hacer la limpieza y despertar al señor – le informó Riya mientras subían. – Al parecer siempre dormía hasta tarde y era ella quien le despertaba y le daba el desayuno. Por allí, señor, ése es el dormitorio....

Remigius siguió la indicación de Riya y entró en un amplio dormitorio, tan grande como toda la casa del jefe de alguaciles. Había cortinas de finas telas, una cama con dosel y un par de butacas tapizadas de fieltro.

En una de ellas estaba el cadáver.

Era un hombre mayor, quizá unos diez años más que Remigius. Tenía el pelo blanco abundante, ondulado en la nuca y en el flequillo. Era de piel morena, sin barba ni bigote. Vestía un pijama de seda, empapado de sangre. Estaba atado en la butaca de madera con una cuerda fuerte y tenía la garganta abierta, por un corte de cuchillo o espada.

- ¿Alguna pista? – preguntó Remigius, poniéndose muchísimo más serio que en la biblioteca. Los asesinatos eran una cosa muy rara en Nau (en Tiderión entero) y mucho menos tan aparatosos como aquél.

- Nada. No hay nada por el suelo, ni sobre el cadáver.

- ¿Pelos, telas, olores? – preguntó Remigius.

- Nada. Lo único que podemos decir, aunque habrá que esperar al examen del médico, es que el corte parece muy irregular – señaló Riya y Remigius se agachó para ver el asqueroso espectáculo. – Se hizo con una hoja muy poco afilada....

- ¿Quién habría hecho una cosa así? – preguntó Remigius. Los vecinos de Rodena, en el reino central, veneraban las espadas, pero las llevaban siempre afiladas. No sabía de nadie más que usase armas blancas como defensa. Aunque era cierto que todo el mundo tenía cuchillos en su cocina....

- No lo sé, señor. Quien quiera que lo hizo entró por la ventana del desván: la hemos encontrado rota y el suelo lleno de cristales y maderos rotos.

- ¿Quién era el hombre? – señaló Remigius.

- Sí – Riya sacó una libreta pequeña con tapas de madera laminada, repasando sus notas. – Era Carlus de Naran, un escritor....

Remigius tardó un rato en darse cuenta.

- ¡¿Cómo?! – se volvió hacia Riya, con los ojos abiertos como platos. Aquello no podía ser una coincidencia.

- Carlus de Naran – repitió Riya, un poco asustada. – ¿Qué....?

- No os vayáis de aquí hasta que llegue el médico, Riya – ordenó su jefe. – Que se lleve el cuerpo al cuartelillo y empiece a hacer su trabajo en la “sala de sangre”. Yo iré después. Tengo que comprobar una cosa.

Remigius salió de la casa del muerto a toda velocidad, corriendo luego por la calle. Con mucha prisa volvió a la biblioteca, jadeando como un perro, sudando y con dolor en el costado. Entró en la biblioteca real, subió las anchas escaleras y entró en la sala donde estaba el libro destrozado.

- Señor, ¿ya está de vuelta? – dijo Primus.

- ¿Cómo se llamaba el autor del libro? – preguntó Remigius, sin saludar ni nada, agarrado a los bordes del vano de la puerta.

- Carlus de Naran – lo volvió a mirar el joven alguacil.

Remigius se dio la vuelta y volvió a la sala donde esperaba Zanigra. Encontró a la joven de pie, hablando con su compañera, mucho más tranquila.

- ¿Qué escribía Carlus de Naran? – preguntó.

Las dos mujeres le miraron un poco sorprendidas, antes de contestarle.

- Era historiador.... – dijo Zanigra.

- Sobre todo se centró en la historia inicial de los Cuatro Reinos, cuando los hijos del rey Heraclio se enfrentaron al hechicero oscuro Thilt.... – contestó Hélave, también un tanto extrañada.

Remigius meditó un rato antes de hablar, tragando saliva fuertemente. Después volvió a mirar a Zanigra.

- Tienes que acompañarme....

- ¿Al cuartelillo?

- No. A palacio. Tenemos que hablar con el rey....

No hay comentarios:

Publicar un comentario