martes, 24 de enero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo IV



Se detuvo por primera vez en toda la mañana, sentándose en una roca en mitad de la estepa, sacando una bota del morral, para echar un trago de sidra. Aunque hacía frío agradecía la sidra fresca en el gaznate. Echó un largo trago, sin dejar de vigilar a las cabras con el ojo desviado.
Tenía un rebaño de cabras de veinte animales, al que había que sumar las cincuenta del reino que también estaba encargado de vigilar y cuidar. Eran unas setenta cabras a las que paseaba todo el día, llevaba a las zonas de pasto y después al río, antes de volver al establo. Todas las noches les echaba forraje en los comederos y llenaba los bebederos de agua limpia. Al día siguiente, al amanecer, las ordeñaba y llenaba grandes calderos de metal, que otros pastores se encargaban de recoger para distribuir la leche o hacer quesos con ella.
Cástor llevaba una vida dura pero era la que a él le gustaba. Prefería esa vida monótona pero tranquila, antes que tener que criar y domar caballos.
En Belirio, su reino, la mayoría de la gente vivía de los caballos, ya fuese criándolos, domándolos, cuidándolos o sacrificándolos y convirtiéndoles en filetes para comer. Los caballos eran la base del reino.
Era curioso pues que el símbolo de su rey, Krann, fuese un garrote de color verde y amarillo, en lugar de una herradura.
Pero la gente de Belirio tenía que comer, así que algunos no se dedicaban al negocio de los caballos, y eran pastores criando ovejas, vacas o cabras. Cástor era uno de éstos últimos. También había gente que cultivaba cebada y patatas, las bases de la alimentación en Belirio, junto con las manzanas.
Cástor bajó la bota y la tapó, devolviéndola al morral.
No tenía por qué tener tanto cuidado pues las cabras se mantenían cerca, todas pastando por los alrededores, manteniendo casi un círculo.
El pastor de Belirio sacó un trozo de pan de cebada y un cuarto de queso y empezó a comérselo, ayudándose con un pequeño cuchillo que también llevaba en el morral. Mientras almorzaba escuchó ruidos raros allí cerca.
Se levantó de la roca, mirando alrededor, buscando el origen de aquellos extraños sonidos. Parecían golpes metálicos contra la roca, además de palabras susurrantes, acuosas.
Ceniza llegó hasta él, trotando, con la lengua fuera. Era su perro, un pastor belirio. Era grande, con el porte de un lobo, un poco más pequeño. Tenía la piel del lomo negra y la de los costados de un gris claro muy bonito, de ahí su nombre. La cabeza era grande, con el hocico alargado y en punta y las orejas estiradas hacia arriba, con forma triangular. El perro jugueteó entre sus piernas, olfateando: se había dado cuenta de que su amo estaba alerta.
Ceniza gruñó entonces, apuntando hacia el sureste. Había olido algo que venía desde ese punto y no le gustaba.
- ¿Qué pasa, bonito? – le dijo Cástor, agachándose, mientras le acariciaba la cabeza. Ceniza gruñó, enseñando los colmillos. – ¿Qué hay allí?
Ceniza dio unos pasos en la dirección que apuntaba su morro puntiagudo, deteniéndose, sin dejar de gruñir. Cástor recogió su garrote (que entre los pastores se llamaba “basto”) y se lo puso en el hombro derecho, sujeto con esa misma mano.
- Quédate aquí, Ceniza – dijo, a media voz, sin dejar de mirar hacia el sudeste. – Cuida de las cabras.
Y después echó a andar en aquella dirección.
La estepa era mayoritariamente llana, aunque no plana del todo. Había ciertas diferencias de nivel de un sitio a otro, aunque realmente no había colinas ni lomas dignas de mención. Así que Cástor se sorprendió al no ver nada en aquella dirección. ¿Qué había alarmado tanto a Ceniza? ¿Alguna liebre o un hurón? Si hubiera sido aquello lo hubiese perseguido, volviendo luego muy ufano hasta donde estaba el rebaño, con la presa en las fauces.
No. No podía ser aquello.
Lo que fuera tenía que estar detrás del santuario que había a unos doscientos metros, allá adelante. Era el único lugar donde, fuese lo que fuese que Ceniza había olido, podía esconderse.
Cástor anduvo hasta el santuario, una edificación no más grande que una caseta, de piedra blanca (o de granito encalado), de una sola estancia, de planta rectangular. Los santuarios de la estepa solían tener una espadaña en el techo, de roca o de yeso, acabada en un círculo con una barra horizontal que lo atravesaba. Aquel era el símbolo del dios de los Bárbaros del norte que los habían invadido hacía siglos. Ahora representaba más bien la unión de los Bárbaros con los primeros pobladores del reino de Belirio, los descendientes de Heraclio “el Padre”.
En los santuarios de la estepa solían guardarse reliquias de hombres importantes del reino, de antiguos héroes y de los reyes anteriores a Krann, solamente de aquellos que se lo habían merecido. La gente llevaba flores de cardos y ramilletes de lavanda y romero, a modo de ofrendas.
Cástor dio la vuelta al santuario, esperando encontrarse cualquier cosa menos la que encontró.
En la puerta y dentro de la estancia del santuario había unas criaturas extrañísimas que Cástor no había visto nunca. Tenían el cuerpo alargado, como los de las lombrices, de color negro, con anillos, pero con algunos manojos de pelos duros y cortos. La mitad inferior de aquel extraño cuerpo estaba horizontal y le salían dos pares de patas, con dos rodillas cada una, acabadas en cascos. La mitad superior del cuerpo estaba erguida, también con dos pares de brazos, parecidos a los humanos, pero acabados en garras de tres dedos. La cabeza de aquellos seres era redonda, con tres ojos dispuestos en triángulo y una boca ancha, sin labios, llena de colmillos pequeños.
Las extrañas y asquerosas criaturas estaban escavando en el suelo del santuario, habiendo roto la losa de piedra que guardaba la cripta que había debajo. Habían removido la tierra, buscando lo que hubiese allí enterrado.
Antes de que Crástor pudiese llamarles la atención, los dos bichos que había en la puerta, fuera del santuario, notaron su presencia y se dieron la vuelta, rápidamente. Gruñeron, con un ruido parecido al maullido de un gato y el chillido de un águila, llamando la atención de sus compañeros.
Después atacaron a Cástor.
El pastor se sorprendió por la velocidad de las criaturas, pero estaba preparado y sabía pelear. Blandió el basto hacia el primero de los bichos y le golpeó en la cabeza, partiéndosela al primer golpe. El segundo cargó contra él y lo tiró al suelo.
Cástor se puso en pie, rehaciéndose, dándose cuenta de que la criatura lo había alejado del santuario, para tener más espacio para pelear. Ahora todo el grupo de bichos le tenían rodeado, en una circunferencia. Eran nueve.
Las criaturas atacaron todas a la vez, pero Cástor se defendió con fuerza y habilidad. Aparentemente las asquerosas criaturas no tenían con qué atacar, así que los golpes del garrote de Cástor hicieron gran daño entre ellas. Algunas alcanzaron a cocear a Cástor, pero no de forma muy directa, así que el pastor recibió daños pero no graves. Una pudo morderle en el brazo, enganchándose allí con la multitud de pequeños colmillos, pero Cástor fue capaz de golpearle con el basto, rompiéndole la cabeza.
La pelea fue intensa, pero duró poco. Cuatro de las criaturas se alejaron de allí corriendo, moviendo muy rápido las cuatro patas traseras, al ver que sus compañeros habían caído. Cástor las vio irse y vio también cómo Ceniza las alcanzó y las hizo trizas con los dientes.
Miró su basto, manchado de un líquido espeso y negro, y miró alrededor, donde descansaban los enemigos vencidos. Después vio cómo Ceniza se acercaba a él, meneando la cola, contento, con la cabeza de una de esas criaturas entre las fauces.
- Bosta de cabra, ¿qué eran estas cosas? – dijo para sí mismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario