martes, 29 de octubre de 2013

Oficios, Gatos y Otros Quebraderos de Cabeza (1 de 6)

Ramón era un ratón de campo, un animal tranquilo, campechano, bonachón y muy casero. Vivía en una ratonera con sus padres, en una casa en el campo. Era una granja que unos humanos cuidaban y trabajaban, llena de animales, de huertos y de aperos de labranza y de cría.
Ramón era el más pequeño de sus hermanos, que habían dejado ya la casa de sus padres y se habían ido a vivir su vida. Los padres de Ramón no querían que se fuera a vivir por su cuenta, porque era su ratoncito, su pequeñín. Era el benjamín de la familia y no querían que nada malo le ocurriese.
- Hijo mío – le decía su madre con ternura – no eres como tus hermanos. Tú eres mucho más sensible que ellos, mucho más tranquilo. La gran ciudad no es para ti. Tu padre y yo te queremos mucho y no nos importa que te quedes toda la vida en casa con nosotros.
Pero Ramón sentía envidia de sus hermanos. Y, a pesar de darle un poco de miedo, tenía muchas ganas de visitar la gran ciudad, ver los edificios enormes que los humanos construían, maravillarse con los millones de colores y de olores que sus hermanos contaban que podían verse y olerse. Quería sentir el extraño suelo duro con que los humanos cubrían el suelo (muy diferente a la tierra, al barro y a la roca que Ramón conocía) y vivir la vida ratonil que latía en la gran ciudad, muy diferente de la del campo.
Ramón no se engañaba: él era un ratón de campo, como su padre y como lo fue su abuelo. Era muy distinto a sus hermanos, mucho más modernos que él. Ramón era feliz en el campo, era feliz con una vida tranquila y relajada. La perspectiva de vivir en la ciudad le daba mucho miedo y le intranquilizaba, pero por otro lado su leve espíritu aventurero (que le venía de la rama materna de su familia, de sus abuelos) le chinchaba para que al menos lo probase, para que visitase la gran ciudad, para que viese sus maravillas y sus prodigios y pudiese contarlos durante el resto de su vida a sus hijos y sus nietos, cuando viviese asentado y tranquilo en el campo.
- ¿Tú en la gran ciudad? – le preguntó, con tono de broma, su hermano mayor Guillermo, la vez siguiente que fue a visitar a sus padres a la granja. – Tú no estás hecho para vivir en la ciudad, Ramón. Te volverías loco.
- ¿Tú crees? – contestó Ramón, un poco molesto por la actitud de su hermano. – ¿Y cuánto tiempo crees que aguantaría en la gran ciudad sin volverme loco?
- ¿Tú? Ni una semana....
- Muy bien. Te demostraré que puedo aguantar dos meses – dijo Ramón, orgulloso. – Es el tiempo suficiente para trabajar duro y ahorrar el dinero suficiente para que madre y padre puedan retirarse. Yo me encargaré de nuestra granja entonces, cuando nuestros padres estén jubilados y merecidamente retirados.
- Si tus motivos son tan nobles, Ramón, espero que todo te salga bien – dijo su hermano Guillermo, cambiando el tono. Estaba serio y orgulloso de él. – Es más, yo mismo te acompañaré a la gran ciudad cuando emprenda el camino de vuelta y te echaré una mano cuando estemos allí. Perdona mis chistes y mi soberbia de antes, Ramón.
- No tienes por qué pedirme disculpas – contestó Ramón, conciliador. Al fin y al cabo su hermano sólo había dicho la verdad. Ni siquiera él estaba seguro de que pudiese aguantar en la ciudad.
Y así fue como, una semana después, Ramón acompañó a su hermano mayor Guillermo a la gran ciudad, una vez que las vacaciones de éste se acabaron y tuvo que volver al trabajo.
Ramón se despidió de sus padres con sendos abrazos fuertes y largos. A punto estuvo de llorar, pero contuvo las lágrimas, pues al fin y al cabo se iba a la gran ciudad por decisión propia. Además, pensaba volver a la granja en cuanto hubiese ahorrado el dinero suficiente para que sus padres pudiesen vivir sin trabajar el resto de sus vidas.
- Toma, hijo mío – le dijo su madre al despedirse, entregándole una bolsa bandolera de tela, confeccionada por ella misma. – Un ratón honrado y trabajador necesita una bolsa para llevar el almuerzo y para parecer más respetable.
- Gracias madre – contestó Ramón, abrazándola.
- Ramón, no tengo nada que darte, salvo un consejo. Trabaja duro, hijo, pero no trabajes en cualquier cosa. Ama lo que hagas y haz lo que ames.
- Gracias padre – contestó Ramón, emocionado, y lo abrazó. Después empezó a caminar, acompañado por su hermano, despidiéndose de sus padres con la mano, mirando hacia atrás hasta que la granja se perdió de vista.
Ramón viajó hasta la gran ciudad con una mezcla de emociones, aunque la que predominaba era el nerviosismo. Estaba haciendo lo que quería, pero estaba preocupado por lo que iba a encontrar y cómo iba a reaccionar ante ello.
Pero todas sus dudas se esfumaron cuando llegaron a la ciudad. Ramón se quedó embelesado al ver los grandes edificios de hormigón y cristal, el bosque de piernas humanas que se movían por las aceras de asfalto (tan diferente de la arena, el barro y la roca a los que él estaba acostumbrado), los centenares de vehículos metálicos y brillantes que rugían y corrían rodando por la calzada. Gracias a que Guillermo iba con él y lo dirigió por aquel laberinto, si no Ramón se hubiese perdido, distraído ante tanta maravilla.
- Tengo un sofá de sobra en mi casa – le dijo Guillermo, haciendo que Ramón dejase de mirar alrededor por primera vez desde que entraron en la ciudad. – Si quieres puedes quedarte allí a dormir el tiempo que quieras quedarte en la ciudad....
- Muchas gracias, hermano, pero quiero buscarme la vida por mí mismo – contestó su hermano pequeño. – Buscaré alguna pensión o algún sitio donde quedarme, no te preocupes....
- Claro que me preocupo – le contestó Guillermo. Después suspiró. – Si lo que quieres es eso, no puedo convencerte de otra cosa. Sólo recuerda dónde vivo y ven a verme cuando necesites algo, lo que sea. ¿Vale?
- Vale – le dijo Ramón, agradecido. Se dieron un abrazo cariñoso y luego se separaron.
Ramón caminó por los callejones de la ciudad, donde los ratones tenían su barrio propio, con cierto miedo al cruzarse con algunos individuos de muy malas pintas. Entabló conversación al fin con otro ratón de aspecto honrado, que le indicó una pequeña pensión en el sótano de un hotel, un lugar limpio y barato. Ramón fue hasta allí.
La pensión para ratones consistía en una serie de cajas de cartón llenas de ropa vieja del hotel (sábanas, manteles, cortinas....) almacenadas en el sótano, al lado de la caldera. El precio era razonable, las habitaciones eran cómodas y la encargada (una rata vieja y gris, gorda y simpática) a Ramón le pareció de fiar.
Ramón se acomodó en su habitación, una de las cajas, y se acostó temprano, cansado por el viaje. Pero aun así, tardó mucho tiempo en dormirse, nervioso y excitado por la aventura que tenía ante él.

martes, 22 de octubre de 2013

La leyenda de la princesa caprichosa

Cuando me dieron las palabras Sevilla, Inglaterra, hombre-lobo, la rana Gustavo, torre, percebera, urogallo y tijeras para que escribiera un relato en una hora, el Trasgo de mi cabeza me susurró esto....

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Hay una leyenda en Sevilla que dice que, en las noches de invierno, puede oírse llorar a la princesa Aisha a lo largo del río Guadalquivir, con fuertes y tristes lamentos. Su espíritu sigue preso encerrado en lo alto de una torre que se alza en medio del río, a la altura de la ciudad, y llora cada noche para recordar a los mortales su mal comportamiento del pasado.

Hace muchos años, en la bella ciudad de Sevilla, cuando los árabes todavía ocupaban parte de la península, vivía la princesa Aisha. Era bella como las flores, muy linda y gentil. Paseaba en carroza por todas sus tierras y era muy admirada y querida.
Un día, quiso la casualidad que paseara por la costa, pasando cerca de una playa donde una percebera estaba faenando. La joven percebera, llamada Florinda, una linda chiquilla, cantaba una bella canción con una bella voz mientras trabajaba. La princesa Aisha sintió envidia inmediatamente, deseando tener la voz de la joven percebera y poder cantar igual de bien que ella. Pero por mucho que estudió y practicó no pudo superar a la joven Florinda.
La princesa, que comprendió que nunca podría cantar tan bien como la muchacha, mandó raptarla, para que nunca nadie pudiese escucharla cantar nunca más. Ordenó construir una torre en una pequeña isla en medio del Guadalquivir y encerró a la percebera en lo alto. Para asegurarse de que no escapaba conjuró con malas artes y magia negra a un Hombre Lobo, que apostó en la base de la torre, para que vigilara a la joven Florinda.
La percebera cantaba llena de pena desde la ventana de la torre, atrayendo a los gorriones, a las palomas y a las golondrinas. Además, un bello urogallo salvaje que se llamaba Alcayata volaba todos los días hasta la ventana, atraído por los cantos de la joven percebera. Llegaron a hacerse grandes amigos y Alcayata sólo pensaba en cómo liberar a la muchacha.
- No te preocupes, Florinda. Viajaré hasta Inglaterra, donde vive el mayor experto en Hombres Lobo del mundo. Él nos ayudará a deshacernos de tu guardián.
Alcayata voló hasta Inglaterra y pasó varios días buscando a la rana Gustavo, el mayor experto mundial en Hombres Lobo. Una vez que la encontró bajó a tierra y se posó frente a ella.
- Necesito su ayuda, don Gustavo. Una bella muchacha, llamada Florinda, percebera de oficio, que canta como los ángeles, está prisionera en una torre en medio del Guadalquivir. La torre la guarda un Hombre Lobo, así que sólo usted puede ayudarla.
- Muy bien. Lo primero, antes de irnos, es protegernos contra la maldición del Hombre Lobo. Para ello, lo mejor es comernos un plátano - explicó la rana Gustavo, con su cómica voz pero con tono serio e importante. Alcayata le hizo caso y se comió un plátano, como hacía el mayor experto mundial en Hombres Lobo.
Alcayata volvió volando a Sevilla, llevando en la espalda a la rana Gustavo, que le indicó que le llevase a un matadero que había en la ciudad. Allí, el experto mundial en Hombres Lobo se hizo con unas buenas tijeras de esquilar, para luego ordenar al urogallo que lo llevase directamente a la torre, delante del Hombre Lobo.
Una vez ante el monstruo, sin demostrar ni una pizca de miedo, la rana Gustavo se puso a cortarle el pelo al Hombre Lobo, haciendo que perdiera su ferocidad al instante. El Hombre Lobo resultó haberse enamorado de Florinda, la joven percebera, al haberla escuchado cantar todos los días. Por ello, cuando se volvió manso tras el corte de pelo, abrió la puerta de la torre y dejó salir a Florinda, que se lo agradeció encantada, abrazándole con cariño.
Después, el Hombre Lobo y Alcayata fueron a buscar a la princesa y la llevaron a la torre, encerrándola allí como castigo por lo que le había hecho a Florinda. La princesa Aisha, que no pudo soportar el encierro, se arrojó por la ventana de la torre, matándose en el acto.
Desde entonces, todas las noches de invierno, su espíritu intenta cantar, para poder enamorar a algún hombre que vaya a rescatarla, pero los mortales de ambas orillas del Guadalquivir sólo oyen sus gritos de terror y sus lamentos moribundos.

lunes, 14 de octubre de 2013

Mirando por el objetivo



Suspira, cansado.

Lleva allí ya un buen rato, esperando al objetivo. Sólo necesita verle un segundo para poder hacer su trabajo, pero sabe que para conseguirlo la espera puede ser de varias horas.

Se recoloca, apoyado en el murete de la azotea. Está en un edificio de tres plantas, frente al chalet donde se esconde el hombre. Mira hacia abajo, hacia la casa donde se supone que está el hombre. Ha recibido un chivatazo de su informador habitual y por eso está allí, esperando. Observa luego por el objetivo, encuadrando bien el campo de visión. Quiere tenerlo todo preparado para cuando el hombre salga, porque quizá sólo tenga una oportunidad.

Su objetivo es un político muy famoso, que ha sido noticia durante los últimos días. Se le ha relacionado con prostitutas y mafiosos de Europa del este, relacionados con la trata de blancas. Pero las noticias han sido sólo acusaciones y rumores sin fundamento. No hay pruebas, no hay pistas. Al menos públicas.

Quien le cace ganará una buena pasta.

Por eso está él allí.

Se yergue, estirando los brazos y moviendo los hombros. Lleva mucho tiempo en la misma postura, apoyado en el murete, mirando por el objetivo. Está cansado, dolorido. Pero tiene que esconderse para hacer su trabajo: los de su gremio están muy mal vistos.

Percibe movimiento abajo y se vuelca de nuevo en el objetivo, observando, atento como un halcón, con el dedo en el disparador. Pero solamente son dos tipos enormes, vestidos de traje, dos guardaespaldas acompañando a unas chicas, vestidas con poca ropa, que salen de la casa riendo y correteando. Los dos gorilas las meten en un coche que hay aparcado en el cemento delante de la puerta del garaje y luego se montan delante, llevándoselas de allí.

Se vuelve a incorporar, resoplando. Creyó que ya lo tenía y se había puesto nervioso. Siempre le pasaba cuando estaba apunto de conseguirlo.

Su teléfono móvil vibra en el bolsillo del pantalón. Lo saca rápido y descuelga, vigilando que nadie en el chalet lo haya oído: no quiere destapar su escondite.

- ¿Sí? – contesta, en voz baja. – ¡Ah, hola cariño! Sí estoy trabajando.... ¡No! No pasa nada, no te preocupes.... Sí, puedo ir yo a recoger a los niños, sin problema. Ya te lo dije ayer.... – dice, con voz paciente, hablando siempre en voz baja. – Pues claro que me acordaba de lo de tu reunión.... No hay problema de verdad, no llames a tu madre, me paso yo a por ellos.... – dice, sincero. – Sí, habré terminado a tiempo. Estoy seguro de que está a punto de salir. Le voy a pillar, claro que sí: no se espera que alguien sepa que está aquí escondido – sonríe, con superioridad. – Vale. Nos vemos esta noche en casa. Paciencia para la reunión. Cuídate. Te quiero.

Y cuelga.

Se apoya otra vez en el murete, pensando en los niños. Ya tenía en mente pasar a buscarlos después de que consiguiera al político, pero su mujer se lo ha recordado. Siempre estaba preocupándose.... piensa con cariño y ternura. Suspira, resignado: a saber a qué hora llegará esa noche de su reunión. Él quería pasar toda la tarde con ella y los niños. Siempre se pone un poco tierno después de una captura como la que piensa hacer en un momento.

Y entonces la puerta se vuelve a abrir.

Aparece un guardaespaldas de la misma pinta que los dos de hace un rato: un tío enorme, con el pelo rapado, vestido de traje oscuro, con cara cabreada y aspecto de matón. Otro más sale detrás. Y luego, el político.

Viste traje azul marino, impecable. No tiene mala pinta, no parece nervioso ni preocupado. Quizá se aprecian unas leves ojeras, pero nada alarmante.

Sonríe, colocando el ojo sobre el objetivo y el dedo en el disparador. Espera al momento oportuno, quiere verle bien. El político camina por el camino de piedra que cruza el jardín de césped hacia la plataforma de cemento, delante del garaje. Él le sigue con el objetivo, ansioso, como un cazador.

Casi con deleite, ve cómo el político se detiene, mientras los guardaespaldas que le acompañan abren la puerta abatible del garaje. Sonríe aún más, como un lobo hambriento, calculando la distancia. No hay aire y el ángulo es el adecuado.

Entonces aprieta el gatillo.

¡Bang!

El disparo resuena por la calle. Los guardaespaldas se sacuden, asustados repentinamente por el sonido del arma. El político da un respingo: un agujero se abre en su sien y su cara pronto se cubre de sangre.

El sicario ya no está a la vista. Está sentado, tapado por el murete de la azotea, desarmando el fusil, para guardarlo en el maletín que descansa a sus pies.

Sonríe y asiente, satisfecho. Ha cumplido el encargo.

Mira el reloj.

Parece que va a llegar sin problemas a recoger a los niños del colegio.

jueves, 10 de octubre de 2013

Miradas cada mañana



La veo todos los días, cuando sale de casa, pero ella no tiene ojos para mí.
Por la mañana, cuando el sol lleva un rato en el cielo, pegado todavía al horizonte, ella sale de casa. Siempre está bellísima, aún cuando ha pasado mala noche y las ojeras adornan su rostro. Aún cuando se ha levantado de mal humor y su ceño está fruncido sobre sus ojos color esmeralda. Aún cuando se ha quedado más tiempo del necesario en la cama y la almohada ha dibujado marcas y líneas en su rostro. Ella siempre está bellísima.
Su pelo pelirrojo a veces está suelto. Otras veces recogido en una coleta, que nace en lo alto de la cabeza, como las colas de los caballos que viven y duermen en el establo cercano a la casa de madera. Otras veces su precioso pelo está agrupado formando una gran trenza que le cae por la espalda, o peinado en dos, cada una a un lado de la cabeza. Esos días sonrío como un tonto, porque es cuando más me gusta: parece una niña, con las dos trenzas y las pecas en la cara, con sus ojos grandes y brillantes, recogiendo el mundo que la rodea con alegría y curiosidad.
A veces viste una camiseta blanca que resalta su busto. Otras veces lleva blusas amplias de colores claros (amarillo, rosa, gris o marrón) y algunos días lleva camisas elegantes, azules, blancas, a cuadros, de rayas.... y una vez la vi con una negra, cuando salió llorando de casa para ir al entierro de su abuelo, el que la enseñó a montar, a pescar y a nadar en el río, a columpiarse en el neumático del viejo roble y a escupir lejos. Siempre lleva pantalones vaqueros, y siempre está bellísima.
Yo nunca me escondo para mirarla. Siempre estoy a pie firme, frente a la casa, esperándola. Me da igual si hace frío o calor, si llueve o no. Cuando sale de casa y la veo irse a la ciudad es el mejor momento de mi día. Yo siempre le dedicó una mirada, llena de adoración y deseo. Ella casi nunca me mira.
Pero yo sé que es por descuido. Nunca es por falta de cariño.
Porque sé que ella me quiere. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, desde que yo acababa de llegar a la granja y ella era todavía una niña. Jugábamos juntos, me contaba sus secretos, me hablaba de sus problemas, de sus amigas de clase, de los chicos que se metían con ella en el cole y de los que le gustaban. Quizá por eso ahora casi no me mira: nos hicimos amigos. Y ahora no soy para ella más que alguien más, algo que siempre está ahí, algo inmutable.
A veces me mira, claro que sí. Ya digo que me quiere. Intercambiamos la mirada y mi cuerpo casi puede moverse. A veces esa mirada que me dedica es un barrido, un vistazo que echa alrededor y que casualmente pasa sobre mí. Pero entonces su cara suele iluminarse, sus labios se despegan y me sonríe. Si está de verdadero buen humor me guiña un ojo, traviesa, antes de subir al coche y marcharse a la ciudad a trabajar. Hay ocasiones en que me ve pero no reconoce lo que registra, es verdad, pero yo sé que está pensando en otras cosas y mira sin ver. Es la mayoría de las veces.
Pero la verdad es que no me importa. A lo mejor estoy de psiquiatra: si pudiese iría a que me viese un especialista, pero no puedo. A lo mejor debería importarme que ella me vea sólo como algo rutinario, cuando para mí ella es lo más importante. A lo mejor debo pasar página y dedicarme a otra cosa. Centrarme en mi trabajo, por ejemplo. Atender mi huerta. Sería lo mejor (¿lo mejor?). No lo sé. Lo que sé es que no puedo dejar de mirarla cada mañana. Aunque ella no me mire me llena de felicidad verla, me alegra el día. Y el día que me mira.... ¡Bueno! Ese día es como estar en el paraíso.
Casi todas las noches sueño con ella. Los sueños son distintos cada vez, aunque siempre hay algo que se repite, siempre hay detalles comunes: el coche de caballos, las rosas, el trompetista, el perro labrador que corre junto a nosotros.... Esos sueños me atormentan, lo sé. No me hacen mucho bien, la verdad. Pero no podría vivir sin ellos. De esa forma también la tengo a ella por las noches.
Recuerdo que el otro día soñé una cosa bellísima: el cielo está morado, más oscuro cerca del horizonte, lleno de estrellas blancas. Las nubes son manchas oscuras que viajan por él. Ella se me acerca corriendo, me coge de las blandas manos y bailamos haciendo círculos. Un perro labrador, sonriente, corre a nuestro alrededor, ladrando alborozado. Giramos y giramos, dando vueltas, al son de la trompeta del músico que está apoyado en el roble del columpio, con el sombrero sobre los ojos, en una postura despreocupada. Ella me agarra de la mano y tira de mí, llevándome corriendo por el gran campo de rosas, riendo. La sigo en volandas, enredándome con su risa, alegre. Me siento hueco, contento, completo. Hay fuegos artificiales en el cielo y aunque ya no la veo la siento cerca. Estoy a gusto, estoy bien, estoy completo y feliz. Sopla el viento, con fuerza. Me zarandea y me acaba tirando al suelo. Caigo entre espigas de trigo cortadas. Noto el trotar de los caballos en el lecho mullido sobre el que estoy. Entonces ella apoya su cabeza en mi hombro, acomodándose. La sonrisa perenne de mi cara se ensancha (en los sueños todo es posible....). Su brazo pasa por encima de mi ajada camisa y me abraza. Sonríe y abre su boca, para decir las dos palabras más bonitas del mundo: “Te quiero”.
....
Te quiero.
....
Me encantaría poder decirle eso todas las mañanas, cuando solamente puedo aspirar a intercambiar miradas con ella, cuando tengo suerte. Me encantaría poder bailar de verdad con ella, correr por un campo de rosas (real) con ella de la mano, abrazarla, sentir su corazón en mi pecho y que ella sintiera el mío en el suyo, tenerla delante y poder contestar a sus palabras.... decirle “te quiero”.
Pero sé que todo eso es imposible.
Es imposible y sin embargo sigo soñando con poder hacerlo, haciendo más profundo mi dolor, más caliente el fuego que me abrasa por dentro (y que todos los de mi clase tememos tanto), más grande el agujero de mi pecho hueco.... Debería intentar olvidarme de ella, intentar dejar de imaginar una vida junto a ella que nunca será real. Pero sé que nunca podré hacerlo.
Porque estoy enamorado.
Estoy enamorado y seguiré estándolo mientras siga aquí. Viéndola cada día. Lanzándole miradas cargadas de esperanza y deseo. Cargadas de amor. Un amor que es imposible, porque no puedo darle todo lo que ella necesita y se merece. No puedo estar con ella y tener una vida normal.
Los espantapájaros tenemos nuestras limitaciones, como todo el mundo.

lunes, 7 de octubre de 2013

Sobre el miedo, sobre escribir y sobre Trasgos



El miedo es de las cosas más democráticas que hay. Cada uno tenemos el miedo que más nos conviene o nos interesa, además elegido por nosotros mismos. Cualquier persona tiene su miedo, más extraño o más gracioso que el anterior. Una actividad entretenida es intentar descubrir (poco a poco y solapadamente) los miedos y temores de las personas que le rodean a uno. Pero sin hacer juicios de valor: el miedo es una cosa muy seria, sobre todo para el que lo padece, así que reírse o mofarse de los miedos de otra persona es algo estúpido y temerario, además de peligroso.
A lo largo de mi vida he podido descubrir muchos y variados miedos, en la gente de mi entorno: miedo a las alturas, a los perros, a los pinchos cerca de los ojos, miedo a engordar, a los pájaros, a la suciedad, miedo a hacerse daño, a hablar en público, miedo a los niños pequeños, miedo al “qué dirán”, miedo a valer menos que los demás, miedo a estar solo, miedo a no parecer demasiado guapo.... Sus dueños han aprendido a vivir con ellos y los que les conocemos también.
Yo no me libro, por supuesto. También tengo miedos, claro está. Soy un miedoso. Pero he aprendido a vivir con ellos, como casi todo el mundo, e intento que no influyan demasiado en mi vida, y en la de los demás.
Y mi mayor miedo, el que más me atormenta, es no tener tiempo para escribir. No poder escribir.
No me preocupa escribir mal, o que mis relatos sean aburridos, o que sean demasiado fantásticos o extraños.... No me preocupa que mis relatos se queden toda la vida en mi estantería, con su simple encuadernación en espiral. Ni siquiera me preocupa (si la expresión “no tener tiempo para escribir” os ha confundido) morirme antes de haber escrito todos los libros y relatos que quiero escribir: sé que voy a morirme y, aunque prefiera que sea más tarde que pronto, cuando llegue será el momento en que me ha tocado.
Tengo miedo a no poder escribir.
Simplemente.
Me molesta, casi físicamente, cuando me tiro muchos días sin escribir. A veces una simple línea, un pequeño párrafo o unas anotaciones en sucio en mis cuadernos de apuntes para mis historias me bastan, me valen para calmar mi ansiedad por escribir. Mis amigos y compañeros de clase saben que a menudo escribo en hojas en sucio, atento a medias a lo que el profesor de turno me está contando. Si tuviera tiempo libre (al margen de las variadas clases, de los compromisos ineludibles con la vida que todos tenemos, de la vida social y de los embolados en que me meto) aprovecharía para escribir más, y sería más eficiente (aunque dudo que pueda ser efectivo).
Y el problema es que mi miedo sigue creciendo, porque el Trasgo de mi cabeza no para de parir ideas, que me susurra sádicamente al oído. A veces espera a escuchar una canción, ver una película, leer una noticia, oír una conversación, recordar un sueño.... para soplarme la idea para otro libro, otra novela, otro relato corto.
Si se porta bien, la idea se escribe en unas cien líneas y al poco tiempo saco un rato para escribirla. No hay mayor problema. La idea convive conmigo un tiempo (pueden ser un par de días, otras veces sólo son unos minutos) y al poco la puedo escribir.
Pero otras veces, el Trasgo es un poco más cruel (¿acaso pueden ser de otra forma?) y me susurra al oído la idea para una historia larga, incluso para un libro. Lo peor que me puede pasar es no tener tiempo para escribirla en el momento: la idea empieza a crecer, se empieza a complicar, empiezo a añadir detalles y giros.... y ya no hay quien la pare. Es entonces cuando surge mi miedo, cuando no puedo escribirla, cuando no tengo tiempo ni para pensar en cómo organizar la trama. Me empiezo a sentir incómodo, empiezo a pensar sólo en la historia, incluso cuando estoy haciendo otras cosas más importantes. Voy en bici y varios diálogos diferentes me llenan la cabeza; canciones de bandas sonoras resuenan en mi mente y yo las completo con escenas de mi nueva idea.
Las ideas empiezan siendo como bolas de algodón, cuerpos extraños dentro de mi cerebro que son acogidos con amabilidad, ya que no molestan. Pero cuando pasa el tiempo y las ideas se quedan allí, sin pasar al papel, se convierten en espinas.
Espinas puntiagudas, afiladas y duras.
Por eso siempre intento sacar todo lo que llevo dentro, sin importarme si es bueno o malo, si está bien escrito o no, si entretiene o es aburrido. Lo único que necesito (y mi miedo me empuja a hacerlo) es soltarlo.
Y lo suelto a golpe de tecla.
Comprendo que haya gente que no lo comprenda, que no entienda cómo el acto tan estúpido de no poder escribir fantasías y tontunas todos los días pueda desquiciar a alguien. Pero también hay gente que se pone nerviosa o lo encuentra extraño y se siente mal si no puede ver el Barça-Madrid, si no sale un sábado a emborracharse, si no corre con el coche cuando conduce, si no mira la previsión del tiempo antes de salir de viaje y si no esquiva los charcos de la acera los días que ha llovido.
Cada uno tenemos nuestro miedo.

Este blog nace con el objetivo de servir como terapia, para intentar disolver mi miedo (y para aplacar al Trasgo de mi cabeza). Mientras él me siga soplando ideas, yo las publicaré aquí en la medida de lo posible.
El Hombre de los Zapatos Rotos comienza su viaje....