viernes, 16 de septiembre de 2016

Tarde de estudio


Levanto la cabeza y despliego un bostezo paquidérmico, mientras intento estirarme sin que se note mucho. Al fin y al cabo no estoy solo.
Estoy en la sala de estudio de la facultad, intentando estudiar. Pero hay muchas distracciones (sobre todo, femeninas y atractivas distracciones): la última es el nubarrón plomizo que cubre el cielo y que se puede ver a través de los amplios ventanales que hay en la larga pared de la sala.
Esa nube de tormenta me sorprende. Llegué a la facultad sobre las tres de la tarde, muriéndome de calor, pedaleando a pleno Sol. La clase parecía un horno, durante la hora y media que estuve allí. Cayó una botella de agua entera. Después me bajé a la sala de estudio, repleta de gente, llena de calor. Y aquí sigo, dos horas después. Ha hecho calor toda la tarde; en la sala de estudio abundan las botellas de agua encima de las mesas, las camisetas de manga corta o de tirantes, los pantalones cortos, los escotes amplios de infarto y las piernas femeninas al aire, provocando frecuentes distracciones entre el público masculino.
Pero, ahora mismo, el ambiente ha cambiado. El cielo está cubierto, los árboles de los alrededores se doblan y menean con fuerza, hace más fresco en la sala y varios chicos y chicas se han cubierto con chaquetas finas y sudaderas.
Me aburro, así que paseo la mirada por la sala, deteniéndome en alguna cara, alguna pierna o algún escote. (¿Por qué se arreglarán tanto para ir a estudiar? Será para que las miremos.... ¿Estarán compinchadas con los profesores, para hacer suspender a la población masculina de matriculados a la universidad?)
Como soy de los pocos que está más atento a otras cosas que a sus apuntes, soy de los pocos que ve lo que ocurre.
Un fortísimo soplo de aire entra en este preciso momento por la ventana que está abierta, hacia la mitad de la sala. Papeles y apuntes se desperdigan en confuso revoloteo por el pasillo central, entre las filas de mesas. La gente se levanta a cogerlos.
Una nueva ráfaga entra con fuerza, ululando. Empuja la hoja de la ventana y la lanza contra el resto del ventanal, rompiéndolo. El ruido de cristales estallando hace que todo el mundo mire, que algunas personas incluso griten sobresaltadas, sacadas del trance de la concentración de repente.
Así, todos podemos ver lo que entra por la ventana abierta y el ventanal roto, acompañando al aire.
Es una niebla blanca como la leche, un jirón de nube, una especie de vapor líquido que flota y avanza por el aire, retorciéndose, reptando a media altura.
Cuando el humo blanco ha entrado completamente (mide unos cuatro metros de extremo a extremo) gira repentinamente y se posa sobre la cabeza redonda de un chico mofletudo y con gafas, arremolinándose allí. El chico se echa las manos al cuello, tratando de respirar, sin conseguirlo, con los ojos abiertos como platos, la cara difícil de ver entre el vapor lechoso. Mientras el chico cae a la mesa, muerto, y el resto de la gente grita, horrorizada, yo reacciono y me pongo de pie. Me largo de aquí.
La gente trata de salir de la sala, alejándose de la niebla lechosa, que se retuerce y busca una nueva víctima, una chica despampanante, vestida con minifalda y top. Se abalanzan unos sobre otros, pisan los cristales del suelo, cortándose con ellos, las chicas calzadas con sandalias resbalan incapaces de correr con eso y caen, siendo pisoteadas por los que vienen detrás. La sala, antes ordenada y en silencio, se transforma en un caos.
El vapor blanco vuelve a la carga, asfixiando a una nueva víctima.
He tenido suerte y el “ataque” me ha pillado atento y alerta: he pillado mi mochila al vuelo y he salido de la sala de los primeros. Detrás de mí han salido media docena de chicas y chicos: los demás se han quedado dentro, amontonándose, pisoteándose unos sobre otros. Corriendo por los pasillos de la facultad, hacia la salida, escucho detrás de mí gritos de pánico y de dolor. Gritos de angustia.
Salgo fuera, asustado, jadeando. El ambiente está caliente, bochornoso. El cielo es una única nube panzuda y gris. El viento sopla con fuerza, caliente, sacudiendo los faldones de mi camiseta. Miro alrededor, al escuchar gemidos de muerte.
Veo, flotando a diferentes alturas, nuevas masas de vapor lechoso. Se mueven como depredadores, acechando a la gente que hay por el campus, mirándolas extrañados. Las masas de niebla empiezan a atacar a los estudiantes, asfixiándolos como hizo su “pariente” con la gente de dentro de la sala de estudio.
Pronto los gritos de pánico pueblan la zona.
Sin pensarlo mucho más corro hacia los arcos para aparcar bicis, donde he dejado la mía al principio de la tarde. Con manos temblorosas intento quitar las dos cadenas que la aseguran, mientras vigilo con el rabillo del ojo a las inquietantes nubes de vapor blanco.
Algunos chicos y chicas se cuelan dentro de la facultad, abandonando tras de sí varios cadáveres de amigos atacados por las siniestras nieblas. Algunos jirones llegan hasta las puertas de cristal, pero se quedan allí, sin poder empujarlas ni tirar de ellas para entrar.
Cuando por fin logro liberar mi bicicleta y montarme en ella, compruebo con horror que he logrado llamar la atención de un par de nubes de vapor. Doy pedales como un poseso, queriendo alejarme de allí, queriendo salvarme, queriendo vivir, comprobando que las nubes de vapor blanco se acercan a mí, medio flotando en el aire medio arrastrándose en él, cada vez con más velocidad.
Apurado, crispado y cagado de miedo bajo la rampa que da acceso a las facultades, notando cómo el fuerte viento me zarandea, descubriendo docenas de jirones de niebla lechosa a lo largo de toda la calle, diseminadas aquí y allá.
Cuando he llegado abajo y estoy empezando a maniobrar siento un tirón en la cadena: la bicicleta culea y se inclina, derrapando. Salgo despedido por encima de mi bici, cayendo al suelo todo lo largo que soy y dando vueltas. Me incorporo rápidamente, intentando rehacerme, pensando sólo en salvarme. Gritos de horror llegan hasta mí desde lo alto de la cuesta. Hay gente muriendo fuera de mi campo visual.
Agarrada a mi bicicleta hay un jirón de niebla. Se coloca sobre ella, la mueva, la retuerce y la zarandea. Parece confundida (pero sólo es niebla, es vapor, es humo, ¿de verdad tiene la suficiente conciencia como para confundirse o equivocarse?) y no se da cuenta de que estoy a cinco metros, a cuatro patas en el suelo. Me levanto y echo a correr, de espaldas, vigilando a mi “atacante”, alejándome de la niebla todo lo que puedo.
Un coche pasa por mi lado, a toda velocidad, y es entonces cuando me doy cuenta de que he llegado hasta la calzada. Me paro de golpe, viendo cómo el coche sigue su camino dando bandazos, hasta estrellarse sonoramente contra un árbol plantado en la acera. Al cabo de un rato una nube pequeña de color blanco sale por la ventanilla abierta del coche, dejando un nuevo cadáver dentro.
Los gritos desde la facultad no dejan de escucharse, altos, estridentes, horrorosos. Miro alrededor, jadeando de puro pánico, con lágrimas cayendo por mis mejillas, notando el cálido y fuerte viento empujándome, un vendaval que no parece afectar a las docenas de nubes blancas como la leche que hay por todas partes.
No veo salida. No veo escapatoria.
De pie, en medio de la calzada, escuchando los gritos, viendo los coches estrellados y vigilando a las nubes de vapor me pregunto: ¿qué son esas cosas?
¿De dónde han salido?
¿Qué está pasando?
¿Sobreviviremos?

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