miércoles, 30 de diciembre de 2015

En aquella esquina de la plaza

A menudo, cuando ya no puedo más, agobiado por el trabajo, las fechas cambiantes de entrega, los clientes extranjeros, los jefes, las letras del coche y la hipoteca, vuelvo al pueblo de mis padres, a estar a gusto y en paz.
No es que vaya físicamente allí, pero recuerdo lo feliz que fui en el pueblo cuando pasaba los veranos con mis abuelos y cuando me juntaba con mis tíos y primos (de la rama paterna) en Nochebuena y Nochevieja.
Casonas de Vallelobos.
Así se llama el pueblo de mis padres y el de mis abuelos.
Cuando pienso en mi pueblo y en mis abuelos recuerdo las tardes de verano en la acequia, las vueltas por ahí en bici.... Recuerdo las tortillas de patata, los flanes y los bizcochos de mi abuela y ver la tele con ella por la noche (el Gran Prix y cosas así), sentados en el sofá, yo casi encima de ella, sintiéndome a gusto, cómodo, seguro y a salvo de todo. Recuerdo los paseos que daba con mi abuelo por las mañanas, por las afueras, recorriendo la acequia y volviendo al pueblo dando un rodeo, por los campos.
Y sus historias.
El abuelo siempre contaba historias y cuentos: de cuando era pequeño como yo, de cuando ya era un jovencito y andaba detrás de la abuela, de la Guerra Civil, de cuando volvió al pueblo una vez que acabó la guerra, de cuando mi padre y mis tíos eran pequeños.... Algunas historias eran tan raras, tan peregrinas y tan marcianas que estaba claro que eran cuentos inventados para tenernos entretenidos a mi y a mi hermano y hermana mayores.
Pero había otras historias que se notaba que eran de verdad, como la que contaba de cuando mi padre tenía nueve años y dejó escapar sin querer a la media docena de cabras que tenían mis abuelos en el corral o la de Saturio “el tonto”, que le metió una guindilla por el culo a un caballo, éste le dio una coz que le acertó en plena frente y el hombre todavía andaba por el pueblo con la mirada atontada y babeándose las camisas.
Pero la historia que más nos sobrecogía, a mí y a mis hermanos, era la de los forasteros que llegaron en un coche, a principios de los años treinta:


- Aquel verano hizo mucho calor – empezaba el abuelo siempre. – Yo tenía doce o trece años, así que era el treinta y uno o el treinta y dos. Todavía andaba por aquí aquel cura que matarían luego los primeros días de la guerra, don Senén; y don Tobías, el maestro, ya era mayor como lo soy yo ahora, y le veíamos pasear por las calles o en el bar de Paco.
“Era mediodía, un sábado, creo, y las mujeres estaban saliendo de la iglesia, de rezar el rosario con don Senén. Había unos cuantos parroquianos a la puerta del bar, dos viejos con pantalón de pana y boina sentados al Sol en la plaza y mi amigo Jaime y yo jugábamos en el suelo de tierra prensada de la plaza con las canicas.
“Entonces llegó el coche. Un coche de esos grandes y que tenían pinta de pesar como un tanque. Estaba cubierto de polvo, pero aun así a Jaime y a mí nos pareció que brillaba como si fuese una aparición del mismísimo Cielo.
“El coche se paró delante de la casa de Carmina “la Huesos”, a la sombra del árbol que había plantado allí. Se abrieron las dos puertas grandes y pesadas y salieron del interior del coche cinco personas: dos mujeres y tres hombres. Los hombres tenían aspecto normal, vestidos con traje y tocados con sombreros: uno llevaba un curioso bigote un poco rizado en las puntas y otro tenía la cara picada de viruela y un semblante muy serio, casi enfadado. Pero no parecían amenazantes. Las mujeres también vestían elegantemente, con falda, medias, chaqueta y también sombrero: una de ellas tenía andares, mirada y hechuras de mujer fatal (de ésas que no podías evitar mirar, aunque solamente fueras un chiquillo) y la otra parecía más poquita cosa, algo desvanecida. El de la cara seria y enfadada se hizo cargo de ella y la sujetó.
“Uno de los hombres, el único que tenía gafas, de cara delgada, bien cuidada y afeitada, se acercó a la plaza, quitándose el sombrero y dirigiéndose a los dos viejos del banco.
“- Buenos días, ¿podrían indicarme si hay alguna pensión o casa de habitaciones en el pueblo? – preguntó, amablemente y con una sonrisa bondadosa. Tenía un ligero acento, que Jaime me dijo después que era de Madrid.
“- ¿Busca habitación? – preguntó con voz alta y clara uno de los parroquianos que tomaban un vino y charlaban con otros hombres del pueblo a la puerta del bar.
“- Sí, para mí y mis compañeros de viaje – le respondió el forastero, girándose hacia él y manteniendo su sonrisa en los labios y el sombrero en las manos. – Queremos parar aquí a que nos echen un vistazo al motor del coche y continuar viaje mañana.
“Los hombres de la puerta del bar le miraron un instante, sin hablar.
“- ¿Dónde le han dicho que aquí le podían arreglar el coche? – preguntó el mismo hombre (creo recordar que era “el Matasietes”).
“- En un pueblo pequeño en el que hemos parado, a pocos kilómetros de aquí: Aperos, creo que se llamaba. Nos han dicho que aquí había alguien que sabe de bombas de agua y de calderas o algo así....
““El Matasietes” asintió antes de seguir.
“- No hay pensión, pero si quieren habitaciones “la Pollos” les podrá arrendar alguna: es viuda y le sobran por toda la casa....
“- Muchas gracias – dijo el hombre joven.
“- Yo puedo llevarle a casa de “la Pollos” – dijo mi amigo Jaime, poniéndose de pie. Yo estaba algo escamado por la presencia de los forasteros, así que me levanté a su lado pero no con tanto entusiasmo. – No está lejos.
“- Gracias chaval – el hombre soltó el sombrero con una mano para alborotar el pelo de la coronilla de mi amigo. Después echamos los tres a andar de vuelta al grupo de forasteros que esperaba.
“Gracias a Jaime pude ver bien de cerca el coche. No era el primero que veía en mi vida, pero sí el primero que veía quieto tan cerca. Era enorme como una casa y soltaba más calor del que se notaba en la plaza. El hombre del bigote y el de las gafas sacaron del portaequipajes dos maletas cada uno, grandes y panzudas: parecían pesadas. El hombre con cara de pocos amigos sujetaba a la mujer pálida y delgada, para evitar que se cayera y la mujer atractiva cargó con una bolsa de viaje de piel marrón, mientras nos miraba y nos sonreía como si tuviéramos media docena de años más cada uno.
“- ¿Qué le pasa? – preguntó Jaime, inconscientemente. Era un simplón y un bocazas, pero en ocasiones como aquella era de agradecer: yo también estaba intrigado por la mujer desvanecida.
“- Se ha mareado con el viaje y el calor – respondió el hombre joven de las gafas, sin dejar de sonreír: a mí me parecía una sonrisa demasiado franca. No sé por qué sospeché. – Bueno, ¿y dónde está la casa de esa tal “Pollos”?
“Jaime y yo les guiamos hasta el caserón de la viuda Milagros y les dejamos en la puerta. La mujer atractiva nos llamó “guapos” al despedirse y el hombre del bigote rizado nos dedicó un “gracias” antes de entrar en la casa. La mujer desvanecida y el hombre malencarado no nos dedicaron ni una mirada.
“- Gracias, chavales – nos dijo el hombre joven de gafas, lanzándonos una perra gorda a cada uno, que sacó del bolsillo de la chaqueta. Jaime y yo las pescamos al vuelo, maravillados. – Oíd, ¿hay algo entretenido que se pueda hacer en este pueblo por la noche?
“- Paco, el del bar, enciende la radio y pone música. El vino no es malo, según dice mi padre – explicó Jaime. El hombre joven asintió, satisfecho, volvió a despeinarle la coronilla, cogió sus dos pesadas y panzudas maletas y entró en la casa.
“Eso fue todo. No intercambié palabras con ninguno de ellos. Sólo los volví a ver otra vez y no hubo ocasión de hablar nada.
“Volví corriendo a casa, a enseñarle a mis padres (vuestros bisabuelos) la perra gorda que había conseguido. Mi madre me miró con desconfianza y se la guardó, diciendo que un niño como yo no podía ir por ahí con tanto dinero. Después me preguntó por los forasteros y yo le conté todo lo que había pasado en la plaza.
“Mi padre llegó una hora y media después y nos contó que los forasteros eran la comidilla de todo el pueblo: no se hablaba más que de ellos en todas partes. Mi padre contó que uno de ellos, vestido con traje y sombrero, de bigote rizado en las puntas, había ido a ver a Perico, para que les echara un ojo al motor del coche: al parecer Perico iba a sellar una fuga del radiador y los forasteros se irían a la mañana siguiente.
“No sé cómo se supo la verdad, pero el caso es que a lo largo de la tarde empezó a extenderse un rumor. Quizá lo empezó Maruja (que era muy cotilla) o Severiano “el Correveidile”, que ya podéis imaginar cómo era con semejante mote. El caso es que por todo el pueblo, de tapadillo y con precaución, se empezó a escuchar que los forasteros bien podían ser unos atracadores de bancos que acababan de asaltar uno en la capital y habían huido con varios millones de pesetas, un coche robado y una rehén.
“Todos estos datos no habían surgido de la nada. Paco, el del bar, tenía siempre por las mesas o en la barra el periódico, que le traía el panadero con un día de retraso desde Treceiglesias de Vallelobos, el pueblo grande de la comarca. Algún parroquiano lo había leído y había “atado cabos”.
“La identidad de los forasteros, sin confirmar, se daba ya por hecha en cada casa del pueblo. Ya todos los consideraban ladrones.
“Había muchas opciones sobre lo que hacer, dependiendo de a quién le preguntases. Algunos proponían que don Senén hablase con ellos y les pidiese amablemente que se fueran del pueblo, otros opinaban que lo mejor era llamar a la Guardia Civil y desentenderse del asunto, otros pensaban que había que echarlos a palos de casa de “la Pollos” y del pueblo y los más asustados proponían dejar que se marcharan a la mañana siguiente y después avisar a las autoridades.
“Yo había comentado en casa que los forasteros se habían interesado por la música que ponía Paco en su bar los sábados por la noche, y quizá lo que ocurrió al final fue consecuencia de mi comentario.
“Los forasteros salieron de casa de la viuda “Pollos” a eso de las siete. Eran solamente la mujer atractiva, el hombre joven de gafas y el de bigote que había hablado con Perico para que les arreglara el coche. La mujer llevaba un vestido de chaqueta y falda distinto, unas medias de rejilla y el mismo sombrero, con otro peinado más elaborado. Iba muy maquillada. Los dos hombres llevaban los mismos trajes pero camisas limpias. El malencarado y la rehén (todos en el pueblo la consideraban ya como tal) no salieron a la calle, quedándose en las habitaciones.
“No llegaron al bar de Paco. Cuando llegaron a la plaza empezaron a salir parroquianos de todas las sombras, silenciosos y sin expresión. Todos llevaban algún tipo de arma.
“La mujer y el de las gafas parecieron asustarse y éste último hizo amago de hablar, para calmar las cosas o para preguntar qué pasaba (al fin y al cabo, no teníamos ninguna confirmación de que fueran quienes creíamos que eran). Pero no pudo decir nada.
“Su compañero el del bigote rizado sacó un revólver del interior de la chaqueta. Apuntó al frente y disparó. El fogonazo del disparo iluminó al grupo con fuerza.
“El disparo alcanzó al tío Serapio (no era tío mío, pero todos le llamábamos así), que cayó hacia atrás entre las sombras de los soportales de los edificios de la plaza.
“Fue el único disparo que los forasteros pudieron hacer. Cuando los del pueblo escucharon el estampido del revólver y vieron caer al tío Serapio salpicando sangre, reaccionaron todos a la vez.
“Empuñaron sus escopetas y carabinas (y alguna pistola de chispa del siglo anterior, que alguno guardaba como reliquia). Sonaron escopetadas y disparos desde todo el perímetro de la plaza, alcanzando a los forasteros, llenándoles los trajes y la piel de agujeros, que derramaban sangre. Los sombreros de los dos hombres salieron disparados al aire, como dos palomas, revoloteando por ahí.
“La mujer atractiva sólo había sido herida en las piernas, por una perdigonada (que dejó sus tibias al descubierto). Estaba tendida en el suelo, aullando de dolor, con el sombrero caído y despeinada: hasta ella se fueron dos mujeres, armadas con unas tijeras de sastre y con un cuchillo y allí mismo acabaron con ella.
“Después supe que una partida de seis hombres, armados con escopetas, carabinas y azadones, mientras ocurría la escopetada de la plaza, se acercaron a la casa de la viuda e intercambiaron fuego con el forastero malencarado, baleándole desde la calle a través de la ventana del primer piso.
“De la supuesta rehén, la mujer desvanecida que se dejaba llevar, no sé nada. No sé qué fue de ella.
“Tampoco sé si aquellos forasteros eran los ladrones del banco de Madrid, de los que hablaba el periódico, ni si las maletas tan grandes y llenas que traían con ellos estaban llenas con el botín robado. Pero sé que en los años siguientes, antes de la guerra, todos los habitantes de Casonas de Vallelobos arreglaron su casa, compraron nuevos aperos de labranza o nuevos animales para los corrales. Mi padre, por ejemplo, arregló el desván entero y lo dividió en habitaciones.
“Los cuerpos de los forasteros desaparecieron, no sé cómo, ni quién se ocupó de ellos. El único rastro que pudieron dejar atrás, el coche robado, se convirtió en piezas sueltas que Perico vendió a talleres de otras comarcas.


Mi abuelo se detenía siempre aquí, como si fuese el mejor final para una historia tan horrible, tan inadecuada quizá para unos niños de diez años.
Pero lo que de verdad me dio escalofríos (que aún me da, después de tantos años que mi abuelo ha muerto) fue lo que me respondió cuando yo, una vez, le hice una pregunta:
- Abuelo, ¿cómo sabes todo lo que pasó? – lo que yo quería saber, indirectamente, era si aquella historia era verdadera o no, otro de los muchos cuentos de mi abuelo.
Mi abuelo miró por la ventana, serio y lúgubre, y señaló hacia la plaza, que se veía desde la casa de mis abuelos, al fondo de la calle.
- Yo lo vi todo, con la carabina de la mano – dijo, como si nada. – Estaba allí. En aquella esquina de la plaza.

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