viernes, 18 de diciembre de 2015

La próxima fiesta (relato de agua)



Sólo despertó cuando escuchó trinar a los pájaros en su ventana. La luz del Sol ya entraba por ella, desde hacía rato, pero aquella mañana no le había despertado.

Kandara bostezó ampliamente, estirándose con fuerza encima de las sábanas. Palpó a su lado, sobre el colchón, deseando que aquel hueco estuviese ocupado por Pymp, soñando despierta con él. Se entristeció un poco, pero luego recordó la fiesta de aquella noche (y que Pymp estaría allí) y se animó al instante: aquella noche se lo dejaría claro de una vez y no le dejaría escapar....

La mañana ya había avanzado un poco, así que se levantó, sin apresurarse demasiado: al fin y al cabo, tenía el día libre. Se quitó la camisola, quedando desnuda y se puso la khrosta, la toga sencilla para el día a día. Para aquella noche tenía reservada una khrosta de gala, especial, más elegante, cosida con hilo de platino. Y para sujetarla en el hombro su madre le había regalado un drest (un broche) de oricalco, que tenía desde hacía años y a ella le encantaba desde niña.

Se preparó un pequeño desayuno en la tidiria mientras pensaba en la fiesta de aquella noche, en la khrosta que llevaría y si a Pymp le gustaría. Comió el pan de centeno y bebió la leche de cabra con mil cosas en la cabeza.

Cogió el ánfora grande, el surum (una especie de saquito de piel para llevar dineros, atado a la cuerda de la cintura) y un racimo de uvas y salió a la calle.

Comió las uvas con una sola mano mientras caminaba sin prisas por los adoquines de piedra de la calle. Todas las viviendas de su calle (y prácticamente de todo el suburb, el barrio) eran muy parecidas: casi de la misma altura, con el techo plano poco inclinado hacia un lado, de paredes blancas y amplias ventanas. Algunas puertas estaban a la vista, pero la mayoría estaban tapadas con cortinas de tela ligera o de cuentas engarzadas en tiras. Había tiestos con plantas frondosas o vistosas flores colgadas de las paredes mediante aros de metal.

Kandara vivía en una ciudad entre el segundo y el tercer anillo de agua, de los tres que rodeaban la pequeña colina del centro de la isla. La ciudad nacía a orillas del segundo anillo de agua, así que fue allí donde se dirigió a llenar su ánfora.

Había mucha gente por las calles, pues era día de fiesta, todo el mundo tenía el día libre y los comerciantes eran los únicos que trabajaban: todas las tiendas de los artesanos estaban abiertas y vendían el equivalente a un mes tan sólo durante el día de Atlanates.

A la orilla del segundo anillo de agua se encontró con su vecina Red’na.

- Buenos días, Red’na.

- ¡Buenos días, Kandara, bonita! – saludó la anciana, alegrándose de veras al ver a la muchacha. – No has madrugado, ¿eh?

- No, hoy se me han pegado las rudicus.... – dijo Kandara, con un gesto de disculpa.

- El día de Atlanates todo vale, chiquilla.... – dijo la anciana, como si estuviese haciendo una confidencia, con tono pícaro.

- Irás esta noche a las hogueras, ¿no?

- ¡Pues claro! No me lo he perdido desde que tengo memoria – dijo la anciana.

La fiesta de Atlanates era la más importante de toda la isla y se celebraba en los diez reinos. Se encendían grandes hogueras, en las que se quemaban grandes pilas de leña impregnadas en ungüentos olorosos, que además daban tonalidades de diversos colores a las llamas. Se hacían desfiles de elefantes, con saltimbanquis, contorsionistas, malabaristas y equilibristas sobre sus lomos. Grupos de vecinos bailaban o cantaban alrededor de las hogueras, preparando sus actuaciones durante todo el año.... Se bebía y se comía todos juntos, asando carne y verduras en las hogueras de la fiesta.

Kandara se despidió de Red’na (que el año anterior había recitado bellísimas poesías de su creación junto a una hoguera de impresionantes llamas verde esmeralda) y se marchó caminando con su ánfora llena de agua apoyada en la cadera. En lugar de ir directamente a su casa Kandara fue dando un rodeo, acercándose al foro más concurrido de su suburb. Allí estaban las calles más comerciales: aunque no tenía intención de comprar nada, quería pasear por allí y echar un vistazo.

Sobre todo a la orfebrería de Cratos “el Prusix”.

Cratos era uno de los mejores orfebres de toda la isla y probablemente el mejor del reino en que vivía Kandara. Fabricaba y tallaba joyas finas en oricalco, latón, platino y el menos valioso oro. Pero el interés que tenía Kandara en “el Prusix” no era por su talento de orfebre: era por su aprendiz y ayudante.

La muchacha llegó casi a la plaza de Poseidón, por la calle Plinio, llena de tenderetes que los artesanos sacaban a la calle para poder ofrecer mejor sus mercancías. Allí, entre un alfarero y un panadero que vendía dulces y pasteles, te-

nía su taller y su tenderete Cratos “el Prusix”.

- ¡¡Kandara!! – se alegró de verla el maestro orfebre. – ¿Qué tal? ¿Echas de menos a tus pequeños pupilos?

Kandara rio.

- La verdad es que un poco sí, pero se agradece el día libre.... – dijo la muchacha: era yumoni (maestra) en una pequeña skola en su suburb.

- Habrás venido a ver a mi díscolo shushán, ¿no? – preguntó Cratos con una mirada socarrona y confidente. Kandara asintió, sin poder evitar sonrojarse un poco. – Ahora le aviso.... ¡Pymp!

Cratos se dio la vuelta y se dirigió al interior del taller, en busca de su shushán (su aprendiz). Kandara aprovechó esos instantes para calmarse y hacerse dueña de la situación: Pymp tenía que ser suyo....

- ¡¡Kandara!! ¡Qué sorpresa! – dijo Pymp, a modo de saludo, mientras salía del taller y se acercaba al tenderete. Su sonrisa era amplia y luminosa y parecía verdaderamente contento de ver a la muchacha: ésta se sintió más confiada y segura ante la predisposición del chico.

- No estarías haciendo un drest para regalarme esta noche, ¿verdad? – dijo ella, juguetona. Quería poner su mano en el pecho de él y besarle, pero se contuvo.

- No lo sé.... – dijo él, riendo, siguiendo con la broma, sin darse cuenta del tono y de la mirada de Kandara. – Tendrás que verme en la fiesta para comprobarlo.

- Pues entonces nos veremos – dijo Kandara, usando una mirada y un tono seductores, incapaces de pasar inadvertidos para Pymp. – Y quizá saltemos juntos una de las hogueras erosias....

Pymp se quedó sin palabras, con la boca abierta y la

garganta seca, casi incapaz de devolver el gesto de despedida que le dedicó Kandara, antes de darse la vuelta e irse caminando con elasticidad, con contoneo de caderas (estaba segura de que el shushán de orfebre no le quitaba ojo).

El pasmo de Pymp se debía a que las hogueras erosias se encendían el día de Atlanates para que las saltaran por parejas los hermanos, los muy amigos o.... los muy enamorados. Y Kandara y él no eran hermanos ni muy amigos.

Convencida de que aquella vez se había mostrado atractiva y segura de sí misma, y de que le había dejado las cosas claras a su amado, Kandara siguió su rodeo hasta casa pasando por la plaza de Poseidón.

En la plaza había una gran estatua de piedra representando al dios de los mares, venerado antaño en toda la isla. La estatua tenía adornos labrados en oricalco, pero hacía un lustro se habían arrancado (para reutilizarlos en otras actividades más productivas) y sustituidos por otros en latón o hierro.

Desde que los diez reinos de la isla habían logrado grandes avances científicos y tecnológicos, desde que habían mejorado su flota oceánica y las artes de la navegación, desde que sus ejércitos habían conquistado territorios por toda Libia hasta las lindes de Egipto y Grecia, los dioses habían quedado relegados a las leyendas y a los cuentos para hacer dormir a los niños. Los reinos de aquella isla legendaria (y por lo tanto sus habitantes) habían alcanzado unas cotas de sabiduría, de orgullo, de poder e incluso (por qué no decirlo) de soberbia, que rivalizaban con los mismísimos dioses. Ya ni siquiera los necesitaban para comprender la Naturaleza.

Por eso, desde hacía ya un lustro, la fiesta de los Atlanates, antaño dedicada al dios Poseidón y, por extensión, al resto del Panteón olímpico, era ahora una fiesta de la gente, de los diez reinos. Una fiesta para honrar y celebrar su poder y su autonomía.

A los pies de la fuente de Poseidón (en aquellos tiempos, convertida en un simple reclamo turístico) Kandara vio a su madre, que paseaba entre los puestos, con una bolsa de red, hecha con cuerdas gruesas como un dedo.

- ¡Madre! – le llamó desde lejos. Las dos mujeres se acercaron y su madre le puso la mano en el pecho y le besó la frente, con cariño y confianza. Luego fue Kandara quien repitió el saludo, sólo realizado entre personas muy cerca-nas, queridas y que gozaban de gran confianza.

- ¿Qué haces por aquí? – preguntó su madre.

- Nada, daba una vuelta, echaba un vistazo a los tenderetes.... – contestó Kandara.

- Y a la gente detrás de los tenderetes, ¿no? – dijo su madre, sin malicia pero con intención. Kandara no pudo evitar reír y bajar la mirada: su madre la conocía bien. – Pues creo que he hecho bien comprándote esto para la fiesta de esta noche....

Kandara vio con sorpresa y alegría la diadema que su madre sacaba de la bolsa de red y le entregaba: una diadema tallada en coral, con peine para sostenerse en la cabellera y con pequeños adornos de perla y zafiro.

- ¡Te habrá costado una fortuna! – le reprochó Kandara, aunque estaba encantada con el regalo.

- ¿Para qué están los dineros? – dijo la madre, sin preocupación. – Todo es poco para ti: vas a ser la muchacha más linda de toda Atlántida: Pymp no podrá resistirse, a pesar de su eterno despiste....

Kandara sonrió, admirando la diadema. Empezó a imaginarse con ella puesta, con el peinado más adecuado para poder lucirla en su abundante cabellera cobriza. Se imaginó llegando a las playas del segundo anillo de agua de los que rodeaban la montaña que fue el hogar de Evenor, en el centro de la isla, con su khrosta de gala, su drest de oricalco y su espléndido peinado adornado por aquella diadema, llegando delante de Pymp y dejándole sin palabras y sin más opciones que caer rendido a sus pies y empezar una vida juntos.

Estaba tan absorta y tan contenta que no escuchó el sordo rumor que se escuchaba en la lejanía, casi como el ruido de una tormenta.

Nada podía estropear la felicidad de esa noche.



* * * * * *



Cuentan que la Atlántida se hundió en el océano que lleva su nombre en tan sólo un día y una noche terribles, a causa de un terremoto y de los maremotos, inundaciones y cataclismos que sucedieron a consecuencia de él.

Todo el continente desapareció de la faz de la Tierra.

Pero no es seguro dar crédito a lo que cuentan Timeo y Critias. En la Atlántida no quedó nadie vivo para contar lo que pasó.


No hay comentarios:

Publicar un comentario