martes, 16 de febrero de 2016

Vampiros del Far West - Desesperanza (1 de 2)

- IV -
(1 de 2)

Un par de horas después del amanecer, un cartel de madera a unos treinta metros de las primeras casas del pueblo le dio la bienvenida:

Desesperanza
Povlaciòn: 237 abitantes ??

Mike se pasó la mano por la cara rasposa y grasienta. Sus ojos se posaron en las dos interrogaciones del final del cartel. No sabía si era una broma o indicaba la predisposición de la población a menguar sin previo aviso.
De cualquiera de las dos formas, era inquietante.
Pasó al lado del cartel y siguió hacia las casas.
Desesperanza era un pueblo sencillo del oeste americano. Estaba formado por varias casas de madera, levantadas sobre una tarima que se elevaba del suelo unos centímetros. Todas las casas tenían un porche techado delante y una barandilla para poder atar caballos. Las casas estaban en dos filas, una frente a la otra.
La doble hilera de cabañas se disponía formando una media luna, de unos quinientos metros de largo. En la parte interior de la curva, detrás de las cabañas, se levantaban otra media docena de edificios: el burdel, la iglesia, la cárcel....
Mike anduvo por entre las casas, por la calle principal. Era temprano por la mañana, pero el pueblo ya estaba despierto: había gente por la calle, gente trabajando y gente a caballo.
Alcanzó a ver una edificación más grande que las demás, mucho más larga y alta: el saloon. Su seca garganta le hizo ir hacia allá.
Subió los escalones que daban acceso al porche y empujó la doble puerta de vaivén, sintiéndose cómodo en cuanto puso un pie en el interior del local. Había humo de cigarros y de pipa y conversaciones a media voz. La pianola estaba en silencio en su rincón y el barman secaba vasos en la barra. Mike sonrió de medio lado: ya estaba en un ambiente conocido.
Miró a la clientela, un par de decenas de hombres, sentados a las mesas de madera, conversando en voz baja. Había un par de personas de pie en la barra y un hombre negro al fondo, apoyado en uno de los pilares de madera que sostenían la galería del piso de arriba. El hombre miró fijamente a Mike, que le ignoró.
Se acercó a la barra y se acodó allí. El barman le miró un rato, sin moverse, siguiendo con su labor de secado. Después dejó el vaso en la barra y tiró el trapo detrás de ella, acercándose a Mike.
- Otro forastero.... – fueron sus primeras palabras, nada hospitalarias. – ¿Qué quiere?
- Whisky.
El barman le sirvió un vaso y Mike colocó una moneda en el mostrador. El barman la tomó y se alejó, dejando a Mike solo, disfrutando del contenido del vaso.
- Usted no tiene pinta de vendedor – dijo alguien a su izquierda. Mike siguió tomando el whisky, mirando al frente. Al cabo de un rato y deliberadamente lento se giró hacia ese costado, para encontrarse con un hombre moreno, de piel tostada, con un fino bigote recortado y sonrisa amigable. Llevaba sombrero de buena factura y un traje elegante. – Ni parece alguien que haya huido de su pueblo asustado por las historias de desapariciones. Tiene pinta de vaquero, pero no ha traído ningún rebaño hasta aquí....
Había una pregunta implicada en ese silencio, pero Mike no la contestó. No tenía ganas de hablar, y menos con charlatanes como aquél.
- Discúlpeme si le he ofendido, señor – apaciguó el hombre, quitándose el sombrero y tendiéndole la mano. Mike ni la miró. – Soy Emilio Villar. Sé lo que es ser un forastero en este pueblo.
Mike siguió mirándole sin decir palabra. Villar acabó retirando la mano.
- ¿Puedo preguntarle a qué ha venido a Desesperanza? – insistió el hombre trajeado.
- Puede – musitó Mike, llevándose una vez más el vaso a la boca. – Pero yo puedo no contestarle....
Su interlocutor se asombró, irguiéndose.
- Discúlpeme, señor. Sólo quería ser amable con usted. No entiendo qué he hecho para ofenderle....
- Si no lo entiende quizá podamos salir fuera para que se lo explique.... – dijo Mike, girándose del todo y quedando frente a frente con el hombre, que se asustó al ver las pistolas del bandido y su porte. La gente del saloon se agitó, ante la proximidad de un tiroteo. El hombre del traje se rehízo, desabrochándose los últimos botones de la chaqueta, dejando a la vista un cinturón con un revólver.
- Quizá debamos salir.... – dijo, sin miedo.
- Bueno, bueno, ya está bien.... – dijo alguien, desde las mesas. Mike vio con el rabillo del ojo a un hombre que se levantaba y se acercaba a ellos. Era un hombre joven, de la edad de Mike, vestido con chaleco y camisa limpia. Llevaba un bigote poblado, probablemente para parecer mayor. Una pequeña estrella brillaba en el pecho del chaleco. – Emilio, cálmate. Y usted, forastero, tengo que pedirle que se tranquilice mientras esté en el pueblo, ¿de acuerdo? No queremos alborotos por aquí.
- Perdona, Frank. Tienes razón – dijo Emilio Villar, sin quitar los ojos de encima de Mike. Siguió mirándole un rato, serio, pero luego se dio la vuelta y salió del saloon.
- Perdónele, está muy raro desde.... desde la muerte de su mujer – explicó el ayudante del sheriff, mirando a las puertas de vaivén. Después se volvió a Mike y le miró a los ojos. – Espero que no me dé problemas, amigo. El pueblo se está llenando de forasteros y no vamos a dejar que hagan lo que quieran por aquí. ¿A qué ha venido, señor....?
- Brynner. Yul Brynner – mintió Mike. – Sólo estoy de paso. Necesito comprar un caballo y descansar un par de noches. Voy camino de Culver City.
- Muy bien. Espero no tener que volver a llamarle la atención.... – dijo el ayudante del sheriff, con tono de amonestación. – El establo está más adelante, al otro lado de la calle.
Mike asintió, terminando su whisky y saliendo del saloon. No esperaba encontrarse por allí con Villar, y así fue. Cruzó la calle y caminó por los porches de las casas de enfrente, pasando por una tienda de comestibles, una armería, una carpintería, una lavandería y por la cabaña del sepulturero.
El establo era un edificio muy grande, igual de largo que el saloon, pero más alto. Tenía una gran puerta que ahora estaba abierta: Mike pudo ver paja y excrementos por el suelo y paneles de madera que separaban los distintos corrales individuales para las monturas.
Un chico joven, de unos dieciséis o diecisiete años, estaba enganchando unos caballos a un carro que había dentro del edificio. Mike se acercó a él, metiéndose un cigarro en la boca y encendiéndole con una cerilla.
- Chico, necesito un caballo – dijo, a modo de saludo.
El muchacho le miró un instante antes de contestarle, y siguió con su trabajo.
- Tenemos unos pocos en venta, pero tendrá poco donde elegir. Ha venido mucha gente al pueblo y hemos vendido mucho....
- Sólo necesito un animal con cuatro patas que resista mi peso – dijo Mike, pensando que además tendría que soportar el peso de doscientos mil dólares en billetes.
- ¿A dónde quiere ir? ¿A la ciudad o al desierto? – preguntó el muchacho, terminando de enganchar los caballos al tiro del carro.
- A Culver City.
- Tengo una yegua que le vendrá bien. Es resistente y bastante rápida. Muy tranquila. No le dará problemas....
- ¿Cuánto? – dijo Mike a través del humo del cigarro.
El chico se frotó la nariz mientras miraba por encima del hombro hacia el interior del establo. Mike también miró hacia allí y no vio a nadie, pero escuchó ruido de alguien trabajando, alimentando a las cabalgaduras que abarrotaban el establecimiento. Mike supuso que era el responsable de las caballerizas.
- Puedo vendérsela por quince dólares, si no le dice a mi jefe cuánto le he cobrado – dijo el chico, en una confidencia.
Mike sonrió de medio lado, al lado derecho de la boca. Sacó el dinero del hatillo que llevaba al hombro y le mostró los quince dólares al chaval.
- Enséñame ese animal.
El chico le indicó con un gesto que le siguiera y entraron en el establo. Anduvieron unos metros entre corrales individuales y paja por el suelo, para detenerse en uno en concreto.
- Ésta es.
La yegua era muy hermosa, de color cobrizo y crines negras. Su pelo brillaba y parecía briosa y enérgica. Mike le revisó los dientes y los cascos y quedó convencido. Era un animal magnífico.
- Muy bien – dijo, y le entregó el dinero al chico.
- Deme una hora y se la preparo....
- No hay prisa. Voy a quedarme en el pueblo un par de días. ¿Dónde puedo alojarme?
- ¡Buf! Lo tendrá difícil.... – contestó el chico, resoplando. – Ya le he dicho que ha venido mucha gente al pueblo. Está todo lleno. Incluso en el burdel han alquilado camas, para gente que quiere sólo dormir, ya me entiende.... – sonrió, pícaro, mostrando los agujeros de su dentadura.
- ¿Hay mercado?
- ¡Qué va! Desesperanza es un pueblo muerto al borde del desierto – dijo el chico, con desprecio. – No hay mercado en el mundo que atrajese aquí a nadie.
- ¿Entonces a qué viene tanta gente aquí?
El chico se puso serio de repente, incómodo. Le hizo un gesto y volvieron hacia la entrada del gran establo, alejándose del encargado que seguía trabajando en el interior.
- Son sólo habladurías, pero es lo que dice la mayor parte de la gente que ha venido estos días – explicó el chico, en voz baja. Estaba nervioso y, Mike se sorprendió, incluso asustado. – Son gente del resto de pueblos del Mojave: Sentencia, Expiación, Tres robles.... creo que han venido forasteros incluso de Santo Sacramento.... han huido de sus pueblos, de sus casas.
Mike arrugó el ceño.
- ¿Por qué?
- La mayoría no lo dice. No hablan mucho – explicó el chico, siempre en susurros. – Pero los que cuentan algo, después de unas cuantas copas en el saloon, hablan de desapariciones de gente, de muertes. De gente mutilada.
- ¿Muertes?
El chico asintió.
- Todos esos pueblos de los que vienen se han quedado vacíos. La gente ha huido hasta aquí.... o ha muerto.


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