lunes, 21 de julio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 0

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Marta estaba al lado de la fuente, a unos pasos de los cadáveres de los dos niños que habían servido como custodios de los demonios. Justo había tenido la amabilidad de cubrirlos con su gabardina.
La chica respiró hondo, tratando de calmarse, intentando que el olor a sangre y a muerte no le entrase por la nariz, sin conseguirlo. A su alrededor había muchos cadáveres (incluyendo los de los tres demonios anäziakanos) y tendría que pasar mucho tiempo para que aquel olor se fuese de allí. Algunas nubes estaban cubriendo las estrellas, así que con suerte aquella noche llovería. Marta no recordaba ningún otro momento en que necesitase tanto que la lluvia cayese para limpiarla de todo.
Justo se acercó a ella en ese momento. El veterano agente sonreía bajo su bigote gris y (aunque se sorprendió de ver una sonrisa en aquel ambiente) Marta se sintió reconfortada.
- ¿Todo bien, agente Velasco? – bromeó Justo, deteniéndose frente a ella. Marta deseó que le hubiese dado un abrazo, pero se contentó con la sonrisa. Por supuesto, no lo pidió.
- Bueno, todo lo bien que puede ir.... – contestó. Notó su voz cansada y débil. Estaba exhausta. – Nunca imaginé que el trabajo de investigador de campo fuese así....
Justo rió, cansado.
- Para serle sincero, esta misión tampoco ha sido muy representativa de lo que es el trabajo de investigador de campo, pero la comprendo.... – comentó. Después le colocó las manos en los hombros y la miró directamente a la cara. – Pero lo ha hecho usted muy bien.
Y entonces la abrazó. Fue un abrazo rápido, de dos compañeros de trabajo que han compartido mucho más que una misión rutinaria, pero para Marta supuso un gran apoyo y un gran alivio. Después Justo se separó y siguió sujetándola por los hombros.
- He colocado a Daniel en el coche. Le he dado un alprazolam y se ha quedado más tranquilo – le dijo. – Se quedará dormido en cuanto salgamos de aquí.
- Bien – dijo Marta, asintiendo tranquilizada. Estaba muy preocupada por su amigo Daniel, por todo lo que había pasado. Se sentía responsable: al fin y al cabo, había sido ella quien había propuesto su participación y la de Mónica.... Contuvo una mueca de dolor, al recordar a su amiga.
- ¡Vaya! Mire a quién tenemos aquí.... – dijo Justo, señalando tras ella.
Marta se giró y vio acercarse al padre Beltrán, cargado con una rueda. Se había vuelto a colocar el abrigo, abotonado hasta el cuello, para tapar su torso desnudo cubierto de tatuajes. Su sombrero negro de ala ancha, redonda y plana, volvía a estar sobre su cabeza.
- ¿Dónde estaba? – preguntó Marta, mostrándose enfadada. – Creíamos que le había ocurrido algo después de que se cerrara el portal. Desapareció por completo y pensamos que algo malo le había ocurrido....
- Estoy bien. Solamente había ido a buscar repuestos para mi moto.... – dijo, señalando la rueda que había apoyado en el suelo. Marta no imaginaba dónde podría haberla encontrado, y tampoco quiso preguntar.
- Tampoco sabemos nada de Andrés. ¿Usted lo ha visto? – le preguntó.
- No. Pero ya aparecerá.... – dijo el padre Beltrán, dirigiendo su mirada hacia Justo. Su voz había sonado áspera. – ¿Ha llamado al general, agente Díaz?
- Acabo de hacerlo – respondió Justo. – Va a enviar dos equipos de campo y uno de limpieza para arreglar todo esto.
- Tendrán trabajo....
- La ACPEX se encargará de tapar esto. Siempre lo hace.... – dijo Justo, orgulloso. – Por nuestra parte, hemos acabado. Nos marchamos de aquí. Ha sido extraño, pero también un placer, padre Beltrán....
Justo le tendió la mano al sacerdote de negro, no muy convencido, pero reconociéndose que le debía un apretón de manos a aquel extraño cazador de monstruos. Había salvado el universo, al fin y al cabo. El padre Beltrán miró la mano durante un instante y al fin la estrechó, sorprendiendo a Justo: aquel apretón de manos era un fiel reflejo de quien lo daba. El veterano agente de la ACPEX había juzgado mal al sacerdote de negro desde el principio....
- Tengan cuidado. Y váyanse de aquí....
- Muchas gracias, padre Beltrán. Por todo – dijo Marta, abrazándolo. El sacerdote pareció sorprendido, durante un momento, pero después pasó su brazo derecho por la espalda de la chica. Después se separó, cogió la rueda y se alejó de allí, caminando con su paso rápido y ágil.

* * * * * *

A pesar de su aspecto anciano y débil, maltrecho y cansado, era un gran guerrero. Lo había demostrado con creces, al pronunciar aquel conjuro lyrdeno y soportarlo para traer a esta dimensión a los Guerreros alados de la dimensión de Paradysox.
Había vencido a los nueve de Anäziak.
Y por ello iba a pagarlo.
Andrés (lo que quedaba de él) salió a la carretera, acompañado por otras ocho figuras: tres niños, una chica adolescente, una mujer, dos hombres jóvenes y un anciano. Todos seguidores fanáticos del Príncipe de Anäziak.
No sabía si estaba siendo poseído (Andrés aún controlaba su cuerpo y no notaba que nadie le estuviese quitando el control desde el interior) o si todavía era humano o ya podía considerarse un demonio.
No lo sabía a ciencia cierta.
Lo único claro era que lo que le había infectado desde el hombro le estaba haciendo más fuerte, más ágil, más rápido y más inteligente.
Y más malvado.
Echó a andar y sus nuevos compañeros le siguieron. Las nueve criaturas caminaron por la carretera, en medio de la oscuridad, siguiendo al objetivo de sus iras.
Iban a vengar a su Príncipe.


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