martes, 12 de mayo de 2015

Târq (7) - Capítulo 7x4


- 7 x 4 -
  
Lo primero que vio Marta cuando volvió a la escalera, con la cabeza embotada y las lágrimas todavía por la cara, fue a Justo, abajo, sujetando al niño marroquí, Hassan, que enterraba su cara en el pecho del agente jubilado y lloraba desconsolado.
Lo primero que pensó al ver aquello fue: “¿Qué hace aquí dentro? ¡¡Debería estar fuera con Daniel, a salvo”.
Y después vio a Daniel al final de la escalera.
Marta no pudo más. Después de Gustavo, de la aparición de ultratumba de Mónica y de ver a Daniel destrozado a los pies de la escalera sus fuerzas la abandonaron y se derrumbó, apoyándose en el pasamanos de la escalera desvencijada, quedando sentada en los escalones de arriba.
Sergio y Victoria salieron al atrio circular desde otra puerta diferente a la que habían usado para salir de allí. Victoria caminaba un poco mareada y Sergio la ayudaba a andar, pero los dos se dieron cuenta de lo que pasaba con sólo un vistazo.
- Ve tú con el niño y con Justo, yo me encargo de Marta.... – dijo Sergio, dejando a Victoria que anduviese sola y subiendo él las escaleras de dos en dos, para llegar cuanto antes a por Marta.
Victoria sacudió la mano al pasar junto al “eco” de Germán Tremiño Gutiérrez, haciendo que se disolviera en el aire. Llegó hasta Justo y Hassan y le preguntó al agente jubilado qué ocurría. Justo se lo contó mientras Victoria acariciaba la cabeza del niño, para calmarle.
Sergio ayudó a Marta a levantarse y la sostuvo mientras bajaron las escaleras. Al final del todo, Marta caminó con la mano sobre la cara, para no ver a Daniel y Sergio la guió para llegar hasta Justo, Victoria y Hassan.
- ¿Estás bien? – preguntó Justo. Marta asintió, algo pálida y débil. – ¿Y Gustavo?
Marta negó con la cabeza y se echó a llorar otra vez. Justo la abrazó, con fuerza y la mujer sollozó todavía más, mojando la gabardina de Justo. Victoria abrazó con más fuerza y cariño a Hassan, que también seguía llorando.
- ¿Alguien sabe algo del padre Beltrán? ¿Y de Atticus? – preguntó Sergio.
- Atticus está en ese salón de allí – señaló Justo, con un movimiento de cabeza. – Está herido, pero creo que está a salvo. Del padre Beltrán no sé nada. ¿Y el Pandog?
Sergio puso una mueca.
- Creemos que muerto – contestó Victoria. – El fantasma de Jonás lo estampó contra una pared.
- No ha perdido el tiempo – dijo Justo, apenado. – Muere hace tres días y ya se une a una venganza....
- No ha perdido el tiempo, usted lo ha dicho, agente Díaz – dijo el padre Beltrán, apareciendo de repente en medio del atrio circular. Todos se volvieron a mirarle: salvo por un corte feo en una mano y porque estaba cubierto de polvo, parecía encontrarse perfectamente. – A los fantasmas del grupo de venganza les faltaba un miembro, así que fueron a por Atticus, para matarlo y luego tratar de convencerle para que se uniera a ellos para ser siete. Cuando eso les falló fueron a por Jonás, lo que les sirvió para encarcelarme y para cumplir la cuota de fantasmas.
- Pero eso es.... Eso es.... – Justo no encontraba las palabras. – Eso es muy elaborado. ¿Pueden los fantasmas hacer eso?
- ¿Planes? Creo que no.... Pero todo esto se lo debemos al Príncipe de Anäziak, que juró vengarse y ha buscado la forma de hacerlo – explicó el padre Beltrán. – ¿Recuerdan al Príncipe?
Justo rió sin ganas, ante el tono irónico del padre Beltrán.
- Sí nos acordamos.... – dijo Marta, separándose de Justo, pero sólo un poco.
- ¿De qué va esto? – preguntó Sergio.
- Luego os lo explico.... ¿Atticus? ¿El agente Álvarez? ¿Crunt?
Justo negó con la cabeza. El padre Beltrán hizo una mueca.
- Salgan todos de aquí – dijo después, con su voz de cuervo más sombría que de costumbre. – No tienen por qué ponerse en peligro. Yo me encargaré de todo: ya sé qué hacer para acabar con esto....
- Ya es tarde para escapar.... – dijo Victoria. Todos la miraron y la chica señaló alrededor. Todos contuvieron el aliento, asustados.
Los siete fantasmas se habían aparecido en el atrio circular, alrededor. Los humanos formaban un grupo compacto al lado de la escalera, cerca de la entrada al recibidor, pero allí estaba el fantasma de fray Guillermo, para cerrar el paso. Delante de la escalera estaban el fantasma de la mujer latina, de Jonás y de Andrés. Detrás de la escalera estaba el fantasma de Bundy y desde el salón de baile llegó el fantasma del coronel. En lo alto de la escalera se había aparecido el fantasma de Bruno Guijarro Teso.
- Qué reunión más agradable – dijo éste último, mientras bajaba paso a paso, con tranquilidad. Aquello no era más que una treta para poner nerviosos a los humanos. – Veo a algunos conocidos aparte de Beltrán. Y los otros dos adultos creo que son viejos conocidos de Andrés y del demonio Bundy, si no me equivoco....
- Quédense detrás de mí y no se muevan.... – musitó el padre Beltrán, separándose de sus amigos, yendo al encuentro de Bruno, al pie de la escalera, al lado del cadáver retorcido de Daniel.
- ¿Qué pretende hacer? ¿Va a sacrificarse por el bien de los demás? – bromeó el fantasma de Bruno Guijarro Teso.
- Siempre he estado preparado para eso – contestó el padre Beltrán. – Pero es algo que nunca entenderás, y menos ahora, que sólo eres un espectro....
- Ser un espectro es mucho mejor que no ser nada....
- Un espectro es nada – dijo el padre Beltrán. Pronunció unas palabras en lyrdeno y empujó con un conjuro al fantasma, hasta la parte alta de la escalera. Después se dio la vuelta y se enfrentó a los demás fantasmas, que bramaron con los ojos rojos, pero sin atacar.
El padre Beltrán los miró a todos y cada uno de ellos, pensando en las personas que habían sido en vida.
No se arrepentía de haber hecho que el demonio Bundy muriese, a manos de los Guerreros, ni de que aquel camión atropellase al ente que había poseído el cuerpo de la mujer que se llamaba Gabriela Domingues: si no hubiese sido el camión hubiese sido él mismo. Tenía que morir de todas formas. Igual que Andrés García Aragón, que ya era más un demonio que una persona, aunque como persona hubiese sido un gran hombre y un buen guardia civil.
Era una pena lo que había tenido que hacerle al coronel Carvajal, cuando trabajaron juntos en el norte de África, pero estaba infectado por un Dârjhun, aunque él no lo sabía y no había otra solución que cortarle la cabeza. Jonás no debería haber muerto, a pesar de ser un ente supranópodo de oscuro pasado. Lamentaba haber tenido que matar a su maestro, fray Guillermo, pero lo había hecho para salvar a miles de personas, como él le había enseñado.
Y en ese mismo momento estaba dispuesto a volver a hacerlo. Sacrificar la vida de uno para salvar a muchos. A seis, en concreto.
Agarró la cuchilla de plata y se lanzó a por el resto de fantasmas. Cortó a Andrés en un hombro, haciéndole desvanecerse en humo. Esquivó el ataque de Gabriela y la empujó con un conjuro en lyrdeno. Sujetó la bola de fuego que Bundy le lanzó y la desvió hacia una pared, musitando palabras en lyrdeno. Jonás se le echó encima con las manos por delante, rabioso, pero le cortó en plena cara con la cuchilla de plata, haciéndole desaparecer.
Volvió con el grupo de humanos, que seguían allí.
- ¡¡Váyanse!! – les ordenó.
- Podemos ayudarle, padre Beltrán – dijo Justo y los demás asintieron con ganas. No querían dejarle solo.
- Es mejor que me quede yo solo – dijo el sacerdote de negro, observando a los fantasmas que seguían allí y las fumarolas de los que volvían a regenerarse. – Esto es muy peligroso y al fin y al cabo todos vienen a por mí. Sólo necesito un espejo y todo habrá acabado....
- ¿Un espejo? – preguntó Justo, sorprendido. – Yo sé dónde hay uno....
- ¿Dónde, agente Díaz? – dijo el padre Beltrán, agarrándole de la solapa de la gabardina. Estaba fuera de sí. – ¿Dónde?
- Sígame. Le llevaré – dijo Justo.
- Iremos todos – dijo Victoria.
El padre Beltrán llegó a la conclusión de que no se libraría de ellos. Y además, qué coño, se alegraba de tenerlos cerca.
- Vamos.
- Es por allí – señaló Justo. El fantasma del coronel Carvajal estaba en su camino.
Hassan apretó los dientes y los puños, cansado de estar asustado. Corrió hacia adelante y prendió un pequeño mechero que tenía en la mano: no lo había soltado desde el momento en que el cura con pinta rara había dicho fuera de la casa que a los fantasmas también se los podía espantar con fuego. Se agachó para que el fantasma del coronel no le alcanzase y le prendió fuego desde abajo. El fantasma aulló muy agudo y se prendió con rapidez, como un trozo de algodón empapado en alcohol.
- ¡¡Vamos!! – dijo el niño. Todos corrieron hacia la sala de baile, por el hueco que había abierto Hassan. Sergio le levantó de un tirón al pasar a su lado y los dos corrieron juntos hasta el salón.
Entraron en la amplia sala, esquivando los maniquíes y los muebles que había por todas partes, tapados con sábanas grises, de tanto polvo. Justo los llevó hasta donde Atticus seguía tendido en el suelo, rodeado de sal de roca, a salvo de los fantasmas.
- Entrad ahí dentro – dijo el agente jubilado, sacándose un puñado de sal del bolsillo de la gabardina, dándoselo a Sergio y Victoria. – Haced el refugio más grande. Mire, el espejo está allí....
Señaló al espejo de la pared, el que estaba entre dos de las ventanas que daban al jardín. El padre Beltrán asintió, sereno, posando su mano en el hombro de Justo.
- Cuide de ellos, agente Díaz.
- ¿Qué va a hacer? – preguntó Marta, que estaba al lado de Justo, con la pistola en la mano, vigilando la entrada del salón, para que los fantasmas no los pillasen desprevenidos. Hassan alumbraba las puertas con la linterna de Atticus, que seguía inconsciente en el suelo.
- Voy a sacar a esos espectros de este universo de una vez por todas.... – dijo el padre Beltrán, amenazador. Su voz había sonado como la de un cuervo invencible. Caminó con largos pasos hacia el espejo, estirando la mano izquierda, formando una especie de garra con los dedos tensos.
- ¡Ahí vienen! – advirtió Hassan, señalando hacia la puerta. Los siete fantasmas aparecieron allí, entrando en el salón por las puertas abiertas o atravesando la pared de al lado. Todos hicieron caso omiso de los humanos del círculo de sal y no se perdieron detalle de lo que hacía el padre Beltrán.
- ¡¡A por él!! – bramó el fantasma de Bruno Guijarro Teso. Los otros se pusieron en marcha. Pero no pudieron ir muy lejos.
- ¡¡Mira!! – dijo Victoria, tirando del brazo de Sergio. El chico se quedó con la boca abierta, estupefacto, sin poder contener las lágrimas. Marta también miró y tiró de la manga de Justo para que el veterano agente también lo viera.
Delante de los siete fantasmas que buscaban venganza se habían aparecido otras tantas figuras ectoplásmicas, espectros también, pero que tenían otras intenciones. Eran Mowgli, Roque, Lucía, Mónica y hasta el recién fallecido Daniel. Todos se habían congregado allí para ayudar al padre Beltrán. Entre los cinco detuvieron y entretuvieron a los fantasmas, excepto al de Bruno Guijarro Teso y el de fray Guillermo, que siguieron su camino sin detenerse.
- ¡¡Agárrense!! – ordenó el padre Beltrán. Todos los que estaban dentro del círculo de sal de roca se volvieron a mirarle. Tenía las yemas de los dedos de la mano izquierda iluminadas con fuerza, con una luz amarilla y brillante. Entonces posó los dedos sobre la superficie del espejo, que inmediatamente se puso a ondular, como si fuese la superficie de un lago al que hubiesen tirado una piedra.
Entonces la superficie del espejo se abrió, como si fuera un pozo de oscuridad azulada y empezó a soplar un aire hacia el agujero, como si el pozo estuviese absorbiendo todo el aire de “La Casona”. Algunos maniquíes cayeron al suelo, los cabellos de Hassan, Victoria y Marta se alborotaron y el círculo de sal se deshizo.
- ¿Qué está pasando? – dijo Atticus, despierto de repente. Al ver lo que el padre Beltrán trataba de hacer cerró los ojos, apoyó la palma de la mano en el suelo y la ancló allí, concentrándose. – ¡¡Agarraos a mí!!
Todos lo hicieron, y Atticus aguantó, gracias a sólo él sabía qué poder. Los fantasmas se agitaron, viéndose afectados por aquel viento sobrenatural. Mowgli, Mónica y los demás desaparecieron, no sin antes volverse a mirar por última vez a sus amigos vivos. Los siete fantasmas se quedaron allí, ansiosos por vengarse: no podían dejar escapar al padre Beltrán.
- ¡¡Venid por mí!! – gritó éste, valiente y orgulloso. Los fantasmas se lanzaron a por él.
El viento del portal que el padre Beltrán había sido capaz de abrir se los fue tragando uno por uno, arrastrándoles al interior del pozo, desapareciendo al otro lado del espejo. El padre Beltrán aguantaba el vendaval, al lado del espejo: para mantener el conjuro tenía que estar en contacto con él.
Todos los fantasmas fueron engullidos por el portal, bramando y aullando de rabia y de frustración al pasar al lado del padre Beltrán. Todos salvo el de Bruno Guijarro Teso.
Al atravesar el umbral del portal, el último fantasma fue capaz de agarrarse al abrigo del anciano sacerdote. Bramó furioso, mirándole con sus ojos rojos. El padre Beltrán se vio arrastrado al interior del portal, agarrado con la mano izquierda todavía a la superficie del espejo.
- ¡¡Padre Beltrán!! – gritó Marta.
- ¡Hay que ayudarle! – dijo Sergio y aunque Justo pensaba lo mismo no sabía cómo hacerlo. En cuanto alguno de ellos se soltara de Atticus (que seguía con los ojos cerrados y concentrado) sería engullido por el viento que se colaba por el portal del espejo.
El padre Beltrán había perdido su sombrero, pero mantenía sus gafas de sol. Aun así, todos supieron que los miraba a ellos y que, si hubiese estado acostumbrado a hacerlo, hubiese sonreído para despedirse. Sabiendo que si se soltaba del espejo el portal se cerraría y el último fantasma se quedaría en este mundo, el padre Beltrán pronunció una sola palabra en lyrdeno, antes de separar su mano izquierda del espejo. Sus dedos todavía brillaban en un amarillo intenso, cuando el fantasma de Bruno Guijarro Teso y él fueron tragados por el viento que soplaba a través del portal.
El espejo volvió a ser un espejo y el portal se cerró.
El viento dejó de soplar en el salón de baile. Todo el polvo volvió poco a poco a posarse en el suelo y en las sábanas. Los humanos se soltaron poco a poco de Atticus, que abrió los ojos despacio.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó Hassan.
- ¿Dónde ha ido? – preguntó Marta.
- ¿Dónde está? ¿Va a volver? – preguntó Sergio. Victoria le pasó una mano por la cabeza, acariciándole el pelo, con cariño y cara de pena, porque ella ya sabía la respuesta.
Justo miró apenado a Atticus, leyendo las respuestas que ya sabía en los ojos amarillos del Guinedeo. No hacían falta palabras.
Palabras.
Atticus había escuchado la palabra que había pronunciado el padre Beltrán, para cerrar el portal y que los siete fantasmas desaparecieran del todo.
Era una palabra que no tenía vuelta atrás. Que servía para despedirse definitivamente. Que servía para cerrar cosas.
Servía como final.



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