domingo, 6 de marzo de 2016

Vampiros del Far West - Conversaciones en la cárcel

- V -

¡¡Clank, clank!!
- ¡Despierta! Tienes visita....
Mike abrió los ojos, un poco desorientado. Estaba tumbado en el catre de madera de la celda, con el sombrero sobre los ojos. Se incorporó y se colocó el sombrero en la cabeza.
El ayudante del sheriff que había conocido en el saloon, Frank Wallach, estaba frente a las barras de su celda, mirándole con cara de regañina, apretando los labios. Cogió la bandeja de la comida y se alejó de allí.
Mike llevaba todo el día en la cárcel, desde su duelo frustrado con Steve McCallister. El sheriff había preferido tenerle controlado metiéndole en la cárcel, para evitar que alborotase más de la cuenta. Si alguien preguntaba, Mike Nelson estaba acusado de alteración del orden público.
Mike no se preocupaba demasiado. Estaba relativamente cómodo, había comido gratis y sabía que al día siguiente le iban a soltar. Ya tenía su yegua, así que pasaría el día allí tranquilo y al fresco y mañana seguiría su camino.
Se frotó la cara con las manos para despejarse. Había recuperado las horas de sueño que no había conseguido disfrutar en la cueva la noche anterior.
Un hombre trajeado se acercó a la celda, quedándose a un paso de los barrotes. Mike miró a su visita y se sorprendió al encontrar al telegrafista.
- Me sorprendí al no verle en el saloon – dijo Emilio Villar, con una sonrisa divertida en la cara. – Pregunté por usted y me dijeron dónde encontrarle. No podía dar crédito.
- Ya ve que es cierto – contestó Mike, resuelto.
- Creo que ha batido un récord en el pueblo. El bandido que más rápidamente ha sido arrestado – siguió bromeando el telegrafista, disfrutando con la situación. – ¿A quién ha mirado mal esta vez?
- Parece ser que no le he caído muy bien a alguien.... – contestó Mike con ironía.
- No me puedo imaginar cómo ha ocurrido eso – opinó Villar, sarcástico.
- ....y el sheriff ha decidido que, por el bien de todos, estoy mejor aquí.
- Ya veo. Por el bien de todos – repitió Villar, intencionadamente. – Supongo que no usará la habitación que tenía reservada....
- Me temo que no – dijo Mike, molesto al ver cómo disfrutaba el otro con aquella situación.
- En ese caso disolvemos el acuerdo. Pero me quedaré con la mitad del alquiler, si no tiene inconveniente. Por las molestias causadas.... – dijo Villar, deslizando entre los barrotes un billete, la mitad de lo que Mike había pagado. – Además, mis impuestos han pagado su comida.
- Muy bien.... – dijo Mike, resignado. Tomó el dinero y lo guardó en el dobladillo del interior del sombrero.
- No sé si nos veremos más. Si no, que tenga buena suerte.
- Gracias.
Emilio Villar se puso el pequeño sombrero y se tocó el ala, a modo de despedida. Después se dio la vuelta y salió de allí.
Mike se recostó en el catre de nuevo y sonrió de medio lado. El telegrafista se había ganado su revancha. El bandido se colocó otra vez el sombrero sobre los ojos y dejó pasar las horas de nuevo.

* * * * * *

Y las horas pasaron. El día se fue y la noche ocupó su lugar en el desierto. La gente del pueblo se retiró a sus casas, y sólo quedó algo de jolgorio en el saloon y en el burdel de O’Hanlan.
Cinco figuras llegaron hasta Desesperanza, observando el pueblo desde las afueras, en la oscuridad. Formaban una fila ordenada, uno al lado del otro. No se hablaban, no se decían nada. Miraban y escuchaban.
Eran cuatro hombres y una mujer. Vestían ropas ordinarias, aunque muy sucias. Sólo uno de ellos llevaba sombrero, agujereado. Los demás llevaban los cabellos al aire, sucios, apelmazados y despeinados.
- Vamos a divertirnos – dijo uno de ellos, el que estaba más a la izquierda, con una voz descarnada y susurrante. Los otros cuatro rieron como hienas y echaron a andar hacia el pueblo, separándose y dispersándose.
Las cinco criaturas entraron en el pueblo por diferentes sitios, mirando a través de las ventanas, evitando conscientemente el bullicio del saloon y de la casa de citas. Cuando encontraban a algún transeúnte adecuado, entablaban conversación con él, engatusándole, engañándole para que bajara la guardia, acompañándole al final a algún callejón oscuro y tranquilo.... disfrutando como chacales de los refinamientos de la caza.
El que había organizado al grupo caminó por la calle del pueblo, ocultándose en las sombras, con paso enérgico y decidido. Un edificio le llamó la atención, iluminado desde dentro. Estaba relativamente cerca de la casa de citas de O’Hanlan, pero acercándose con precaución ninguno de los holgazanes borrachos que estaban en la entrada se dio cuenta de su presencia.
El ser había llegado hasta el edificio de la prisión, mirándolo valorativamente. Ese edificio no estaba vetado para él y sabía que habría inquilinos dentro. Gente que no podría ir a ninguna parte.
Entró con paso elegante y decidido al recibidor de la prisión. Allí, detrás de la mesa de despacho, estaba el ayudante más joven del sheriff. El muchacho de diecisiete años estaba sentado en una silla de madera con los pies sobre la mesa, con las piernas estiradas. Al ver entrar al desconocido, el muchacho dio un respingo y se puso en pie, atropelladamente, casi cayéndose de la silla.
- Buenas noches, señor – dijo, nervioso, saludando al desconocido.
- Hola, buenas noches – dijo el otro, con su voz susurrante. Sonreía embaucador – ¿Con quién tengo el honor de tratar?
- Soy John Wayne, ayudante del sheriff, señor – contestó el chico, orgulloso, sin darse cuenta del tono engatusador del desconocido. El chico quería hacer bien su trabajo y no se daba cuenta del engaño encubierto que tenían los buenos modales del forastero.
- Encantado, Wayne. Venía a visitar a un preso, si es eso posible – dijo el forastero, con su voz susurrante.
- Bueno.... discúlpeme señor, pero ya no es hora de visitas – dijo el chico, realmente incómodo al no poder dejar pasar al hombre. – Tendrá que esperar a mañana.
- ¡Oh! ¡Qué lástima! Mañana temprano dejo el pueblo.... – dijo, sin quitar los ojos del chico, sin simular pesar o verdadero fastidio. – Sólo quería despedirme de un antiguo amigo que ahora está en la cárcel....
- No se preocupe. Mañana mismo le soltaremos. No ha hecho nada malo realmente....
- ¡Ah, bien!
- Pero.... bueno.... ¿Es sólo para despedirse? – dijo el muchacho, en una confidencia, haciéndose el importante. – Si es así puedo dejarle pasar. Sólo un momento.
- Es justo lo que necesito.... – dijo el forastero, ensanchando la sonrisa. Sus dientes alargados y blanquísimos brillaron a la luz del quinqué.
- Bien. Acompáñeme – dijo el chico, tomando un manojo de llaves y precediendo al forastero hacia el fondo del despacho. Allí abrió una puerta de madera con un pequeño ventanuco cubierto de rejas. – Pase. Yo le espero aquí.
El alto forastero asintió en señal de agradecimiento y entró en la zona de celdas. Había un pasillo adosado a la pared y a lo largo de él se situaban las celdas, hasta cuatro. Solamente había una ocupada, así que el forastero se acercó a ella. Se detuvo delante de las rejas, observando al inquilino.
Mike miró a su inesperada visita con curiosidad. Era un tío raro, al que no conocía de nada. Era un tipo muy alto, vestido con un traje oscuro lleno de polvo y de manchas granates oscuras. No llevaba sombrero y sus pelos largos caían sobre la nuca y los hombros, despeinados. Esperó sentado en el catre, mirándole. Ninguno de los dos habló.
- Buenas noches.
- ¿Quién demonios eres tú? – preguntó Mike, curioso.
- Me llamaba Jonas. Antes – contestó el forastero, con su voz misteriosa y susurrante. No quitaba ojo de Mike.
- ¿Y qué haces aquí? ¿Venías a ver a alguien que creías que estaba aquí?
- No. Tú mismo me vales.... – fue la extraña respuesta.
Mike puso una mueca de incomprensión.
- Yo te valgo.... Pues tú dirás.
- ¿Tienes miedo de la muerte?
Mike se quedó sin palabras de repente. Aquel tipo era muy raro....
- No – contestó al final, sincero. – Convivo con ella a diario. Sé cómo es, cómo huele, cómo es su cara. No la deseo, pero no la temo. Es otra compañera en el camino.
El tal Jonas sonrió.
- Sabes cómo es la muerte.... – dijo, con un leve tono de superioridad. Soltó una carcajada, descarnada. Sonó como la risa de un chacal. – No sabes nada.
- Y supongo que tú sí.... – dijo Mike, picado.
- La muerte no tiene secretos para mí – dijo el forastero, y rompió a reír, con una risa macabra. Miraba fijamente a Mike, con la boca desencajada de tanto reír. Mike tragó saliva, nervioso, sin saber muy bien por qué se sentía así.
El forastero se dobló sobre sí mismo, agarrándose a los barrotes de la celda. Mike se puso de pie, asustado, tenso. El forastero seguía riendo, pero se convulsionaba como un enfermo. Sus manos estaban blancas agarradas con fuerza de las barras de hierro. Su risa fue transformándose en un aullido animal, fiero y macabro. Un rugido de muerte.
Se irguió de pronto, sin soltarse de los barrotes. Tenía la cara blanca como la cera, con los labios muy rojos. La boca abierta dejaba ver un par de colmillos largos y afilados.
Como los de un murciélago.
Los ojos, negros por completo, sin pupila ni iris, no dejaban de estar fijos en Mike.
El bandido tragó saliva, cagado de miedo.
Aquel tipo, fuera lo que fuese, no era humano.

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