sábado, 26 de marzo de 2016

Vampiros del Far West - Noche sangrienta (1 de 2)


- VIII -
(1 de 2)


Nueve figuras llegaron hasta Desesperanza, observando el pueblo desde las afueras, en la oscuridad. Formaban una fila ordenada, uno al lado del otro. No se hablaban, no se decían nada. Miraban y escuchaban.
En el centro de la fila había un hombre, alto y delgado. Vestía un antiguo traje de chaqueta, una especie de frac, oscuro y sucio. Llevaba el pelo largo, negro y grasiento. Su cara pálida resaltaba enmarcada por la cortina de pelo negro que le caía a cada lado de ella.
Miraba hacia el pueblo con cara seria, con los ojos atentos. Pero una sonrisa maléfica parecía a punto de escapar por entre sus labios rellenos y rojísimos.
Los demás esperaban a su lado, aunque parecían mucho más nerviosos y hambrientos. Se removían incómodos, furiosos, emitiendo gruñidos y siseos, como animales. Como depredadores.
Vestían al estilo del desierto: pantalones vaqueros o de montar, camisas recias, sombreros de ala plana, chaquetones, vestidos de falda sueltos.... pero todos tenían algún lugar desgarrado o manchado de sangre.
Los ocho que acompañaban a la alta figura serena se volvieron hacia él, sin modificar la fila. Le miraron implorantes, con ganas: todos querían tomar el pueblo al asalto.
- Id y divertíos – dijo al fin la figura alta del centro, con una voz descarnada y susurrante. Los otros ocho se agitaron, complacidos, riendo como hienas y echaron a andar hacia el pueblo, separándose y dispersándose. – ¡Vengad a nuestros amigos! ¡Alimentaos! No dejéis una sola gota de sangre en el pueblo....

* * * * * *

Mike despertó sobresaltado, al escuchar un ruido brusco en los barrotes de la celda.
Estaba tumbado en el catre, dormido, con el sombrero sobre los ojos. Había caído rendido después de un par de horas de insomnio, en las que no había parado de darle vueltas a todo lo que le había ocurrido en el día: el botín escondido en las cuevas, el encuentro con McCallister, su encierro en la cárcel, la pelea contra la criatura extraña, la muerte del joven Wayne, su acusación de asesinato, las disculpas de la misteriosa mujer....
Después de sufrir pensando en su terrible destino en la soga, el sueño había acabado por vencerle.
Miró asustado delante de él. Había creído que el monstruo estaba allí, había vuelto a por él, pero delante de la puerta de su celda se encontró con un hombre negro, vestido con un peto de color marrón y una chaqueta de color beis. Llevaba un sombrero de ala plana, alto y redondeado. Su cara estaba seria.
- ¿Quién eres tú? – preguntó Mike, desorientado. Se puso en pie, vigilando al extraño.
- Un amigo – dijo el hombre negro, mientras manipulaba una llave grande en la cerradura de la puerta. No funcionó. Probó con otra y con una tercera, abriendo por fin la celda. – Tu ángel de la guarda.
Mike se quedó quieto, dentro de la celda. Miró con cuidado y con desconfianza al hombre que acababa de darle la libertad. Tenía que asegurarse de que no corría ningún peligro, que aquello no era una trampa.
El hombre negro se le quedó mirando también, sereno. Se dio la vuelta al cabo de un momento y salió a la oficina del sheriff, dejando a Mike solo con sus dudas y desconfianzas. El bandido acabó saliendo de la celda por la puerta de barrotes abierta y siguió a su salvador.
Mike se entretuvo cogiendo sus revólveres y su largo guardapolvo, colgados en el perchero al lado de la mesa del sheriff Mortimer. El hombre negro salió a la calle, mirando a todos lados, oteando el ambiente. Mike se reunió con él al cabo de un momento.
- ¡Eh! ¡Tú estabas en el saloon esta mañana! – recordó Mike. – En serio, ¿quién eres? – preguntó otra vez, mientras se abrochaba el cinturón con las pistolas.
- Ya te he dicho que un amigo.... ¿Sigues desconfiando? – dijo el otro, sin mirarle.
- Desde que he llegado a este pueblo no han hecho más que joderme.... ¿Por qué iba a confiar en ti sin más?
El hombre negro sonrió, irónico y divertido, y echó a andar, alejándose de la oficina del sheriff. La iglesia y el burdel quedaron a su espalda. Mike lo siguió, unos pasos por detrás de él.
- Al menos tendrás un nombre....
- Sam – dijo el otro sencillo, dándose la vuelta sin parar de andar y mirando a Mike a la cara.
- ¿Y por qué me ayudas, Sam?
- Porque probablemente soy el único amigo que tienes en este maldito pueblo....
Mike hizo una mueca y se resignó. Tendría que confiar en la palabra de aquel hombre. Pero no apartó la mano de la cartuchera.
Un grito sonó entonces al otro lado del pueblo. Era un grito de dolor. Un aullido de terror. Sam se detuvo de repente y Mike también, casi chocando contra la amplia espalda del negro.
- ¿Qué pasa?
Sam guardó silencio, meneando la cabeza.
- Vamos – dijo simplemente, arrancando a andar otra vez, con pasos más rápidos y largos. Mike le siguió, a la par. – ¿Tienes caballo?
- Tengo uno en los establos.
- Tenemos que ir a por él. Y largarnos de este pueblo.
- ¿Por qué? – preguntó Mike. Otro grito de terror se escuchó desde la distancia.
- ¿Recuerdas el tipo extraño que intentó matarte antes en tu celda? – preguntó Sam, y Mike no supo cómo el hombre sabía aquello. – Han venido sus amigos.

* * * * * *

La señora Carmody se despertó sobresaltada. Había escuchado gritos y ruidos en la casa de al lado, donde vivían Renée Harding y su familia. La señora Carmody se puso una bata sobre el camisón y se levantó de la cama, saliendo al pasillo y bajando al piso de abajo.
La anciana se asustó mucho. Tenía la casa llena de huéspedes, y temía que alguno, a pesar de su aspecto de buena gente, pudiese hacerla algo.
Como tanta gente en Desesperanza (como Renée Harding y su familia) la anciana Carmody había alquilado alguna cama a los forasteros que habían llegado al pueblo en los días anteriores. Desesperanza se estaba llenando de gente de las otras poblaciones del desierto, que al parecer estaban quedando abandonadas. No había querido hacer caso de las historias de muertes y desapariciones que los forasteros contaban, pero en este preciso momento, en plena noche en medio de su casa a oscuras, escuchando los ruidos extraños que venían desde casa de sus vecinos, empezó a creer un poco en ellos.
Tomó un quinqué y lo encendió mientras salía al porche de su casa. La noche era fresca y oscura.
Una persona lloriqueaba frente a su casa. Era una mujer, una chiquilla en realidad. Tenía los cabellos negros y sucios sobre la cara y se sacudía con los sollozos. Parecía muy asustada.
- ¿Estás bien, hija? – preguntó la señora Carmody.
- Sí.... – contestó la niña en un susurro. – Pero hay algo que me ha asustado.... Estaba durmiendo en casa de sus vecinos y.... algo ha entrado.... no sé qué estará pasando, pero.... me da mucho miedo....
- ¿Quieres entrar aquí? – dijo la anciana Carmody, apartándose de la puerta y dejando el vano libre. – Mi casa está tranquila, no pasa nada.
- No quiero molestar.... – dijo la chica, nerviosa.
- No es molestia.... Vamos, hija, pasa dentro – insistió la anciana Carmody.
La chica se apresuró a entrar, subiendo las escaleras del porche y pasando a la sala de estar de la casa de la anciana. La señora Carmody echó un vistazo a la calle y a la casa de los Harding, preocupada. No sabía qué podía estar pasando allí.
Se giró y se volvió hacia la chica, que se había detenido en la sala. Cuando la luz del quinqué la iluminó la anciana dio un respingo. La muchacha estaba pálida, demacrada. Pero lo peor eran sus ojos. Eran completamente negros, sin iris ni pupila.
La cara de la chica se transformó en la de un monstruo, se retorció y cambió. Sus cejas se volvieron más prominentes, su mentón se afinó y dos colmillos afilados y largos salieron de su mandíbula superior, asomando por fuera de los labios.
El rugido del monstruo se mezcló con el de susto de la anciana Carmody. La chica saltó sobre ella, clavándole los colmillos en el cuello, chupándole la sangre. La anciana gritó, asustada, dolorida y aterrada.
Al cabo de un rato la chica soltó el cuerpo muerto de la anciana, que cayó como un muñeco al suelo. Las aletas de su nariz se dilataron y giró la cabeza, escuchando.
Sonaban ruidos en el piso de arriba.
Los huéspedes de la señora Carmody se habían despertado.
La criatura sonrió, golosa, con el mentón manchado de sangre. Con cuidado y con sigilo empezó a subir las escaleras

* * * * * *

Clayton Rogers abrió el cajón con fuerza, apretando los dientes. Los gritos de dolor y de miedo se multiplicaban por todo el pueblo, cada vez sonando más alto, más numerosos.
Más cerca.
Clayton era un vaquero enorme, grande y ancho como un tonel. Tenía el cabello rojo y el bigote y la barba cuidada del mismo color. Era un hombre rudo, pero la gente del pueblo le tenía en buena consideración: era divertido y agradable si le caías bien.
El hombretón sacó varios cartuchos de su escopeta del cajón y cargó los dos cañones del arma. Los demás cartuchos los guardó en una bolsa que llevaba colgada al hombro. Salió con paso decidido a la calle, donde el tumulto era cada vez más ruidoso.
Gente huyendo cruzó delante de su casa: dos chicas jóvenes, aterradas. Estaban cubiertas de sangre y gritaban llenas de pánico, lanzando miradas detrás de ellas. Otros gritos llegaron hasta él desde la derecha, al fondo del pueblo. Ruido de cristales rotos y de pelea llegaba desde el saloon, en la línea de casas frente a la suya, cuatro edificios más a la derecha.
Clayton bajó a la arena de la calle, andando tranquilamente hacia la izquierda, sujetando la escopeta con las dos manos. Se cruzó con más gente que huía, aterrada.
Una sombra con forma humana cayó desde un tejado, sobre uno de los hombres que huía. Aplastó al desdichado humano, quedando en cuclillas sobre su pecho. El hombre pataleaba y se removía intentando huir, pero de nada sirvió: la figura agazapada que tenía encima se cernió sobre su cuello y le mordió.
Clayton contuvo un gesto de asco y apuntó a aquella cosa (no se podía llamar persona a alguien que mataba de aquella manera), disparando. La perdigonada le dio en el costado, inclinado como estaba sobre la víctima. La cosa cayó de lado, quedando boca arriba.
Otras dos de esas criaturas saltaron desde un tejado cercano, frente a Clayton. El hombre no se asustó: levantó de nuevo la escopeta, apuntó y disparó. La perdigonada le dio en plena cara a una de las figuras, tirándola de espaldas. La otra gruñó furiosa y se lanzó sobre Clayton. En un parpadeo cubrió los metros que los separaban. El humano se quedó sin aliento, cuando vio a aquel ser delante de él, a un palmo, sujetando la escopeta para desarmarle. Tironearon los dos de ella, pero la criatura tenía una fuerza sobrehumana: levantó en vilo a Clayton, que seguía agarrado a ella. El hombre gritó, asombrado y asustado.
La criatura lo sacudió hacia un lado y Clayton soltó la escopeta, cayendo al suelo con un golpe fuerte, aterrizando al lado del hombre muerto. El hombretón quedó en el suelo, rodando, gimiendo de dolor.
Del otro lado del cadáver se levantó la primera criatura, la que había recibido el disparo en el costado. No sangraba ni parecía herida. Miraba a Clayton rebullir en el suelo, con el interés típico de un animal, de un depredador.
Clayton levantó la cabeza y vio cómo se acercaba la criatura a la que había disparado a la cara. Tenía las marcas de los perdigones, como pecas por toda la cara. Pero no sangraba.
Ni había muerto.
- ¿Qué demonios sois? – dijo Clayton, presa del terror. Las tres criaturas rieron.
- Eso mismo.... Demonios – contestó una de ellas. Las otras dos rieron con ella.
Después, las tres se volcaron sobre Clayton y se bebieron su sangre, a la vez.

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