lunes, 6 de febrero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo IX



El Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán se levantó de su sillón, apoyándose en los brazos tapizados. Anduvo despacio hasta el tocón de columna que había en medio de la habitación y destapó la bola de cristal, quitándole el retal de seda negra que la cubría.
El interior de la bola estaba lleno de humo gris, que giraba, que se movía y que se retorcía. No se veía nada claro. El Sumo Sacerdote lo había imaginado y no se inquietaba por ello: aún era pronto. Su plan estaba empezando, así que era normal que los Grandes Poderes no tuvieran claro qué camino iba a tomar la revuelta y la invasión.
Volvió a tapar la bola de cristal con la seda negra, sin inmutarse. Cuando vio en ella las últimas visiones había sido porque era algo inapelable, algo certero y que se iba a cumplir. Ahora él había puesto en movimiento muchos peones, que estaban revolucionando a las torres, a algunos caballos y alfiles. Pero sobre todo había alterado a los cuatro reyes.
No había nada concreto todavía que pudiese ver en la bola. Sólo suposiciones.
Salió de la sala, recorrió luego el pasadizo y salió al aire libre, rodeado de rocas negras y puntiagudas, grietas estrechas pero profundas y grava de diferentes tonos de gris y negro.
Caminó por la cantera a cielo abierto en la que había instalado su cubil y ascendió por la rampa que llevaba hasta la parte central, la más deprimida, donde estaba la entrada a su guarida, en las entrañas de la roca. Una vez que llegó hasta arriba se detuvo, al borde del círculo de la cantera. Era como un embudo en la roca, donde los hombres de los Cuatro Reinos habían arrancado la roca negra del seno de su nacimiento, durante años. La cantera llevaba muchas décadas abandonada y por eso el Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán la había elegido como guarida.
El Sumo Sacerdote era de una antigua raza de seres, dedicados a la hechicería y a la magia oscura. Nunca se había visto a ninguno en la zona de los cinco territorios, porque eran originarios de una tierra anciana a muchas leguas de allí, más allá del mar y de la jungla impenetrable.
Nadie sabía cómo había llegado a Gondthalion, pero ya había estado allí cuando la aparición de Thilt y su intento de invadir los Cuatro Reinos. Desde aquello había esperado en la sombra, en las entrañas de la tierra, alimentando su odio y su venganza. Y ampliando sus poderes mágicos.
Kuliaqán era un ser con aspecto humano, era una figura que parecía un hombre, pero con algunas diferencias. Era de color oscuro, sin rasgos faciales ni marcas en la piel. No tenía ni uñas. Su cuerpo estaba cubierto de una fina pelusilla negra, como si fuese terciopelo. Pero su rasgo más espeluznante e intimidatorio eran los cuernos que salían de su cabeza, a ambos lados, casi en las sienes: eran cuernos largos y ramificados, como los de los ciervos.
Vestía siempre una túnica púrpura, con una coraza de acero esmaltado de negro, brillante. Por encima de todo eso llevaba una capa con mangas y capucha, de color gris oscuro. Siempre llevaba la capucha puesta, que tenía dos agujeros para dejar salir sus cuernos. El interior de la capucha siempre estaba oscuro, sin poder verle la átona cara, sin rasgos ni marcas.
Desde lo alto de la cantera a cielo abierto pudo ver a varios cientos de Innos deambular por allí, al otro lado. Eran sus sirvientes, su ejército cuando llegara el momento de la invasión. Los Innos eran criaturas salvajes y estúpidas, pero muy sanguinarias, lo que era muy adecuado para sus planes.
Si por él hubiese sido, los Innos sólo le hubiesen servido para pelear contra los ejércitos de los Cuatro Reinos, pero Zard había creído oportuno que realizasen también la primera parte de su plan.
Esperaba que Zard llegase ese día para informarle sobre los escuadrones de Innos que habían enviado a Tiderión, Belirio y Tâsox.
Allí sólo había unos cientos de Innos. Cerca de diez mil esperaban en el este, en el interior de Gondthalion. Y otros casi treinta mil estaban de este lado de la cordillera Oscura, esperando la orden del Sumo Sacerdote para atacar.
En aquel momento los Innos de la llanura parecieron alterarse. Seguían moviéndose como antes, pero para organizarse en grupos, ordenados a ambos lados del sendero gris de arena prensada. Parecían formar como un ejército. Kuliaqán entrecerró sus ojos en el interior de la capucha y vio a Zard viniendo a lo lejos, caminando por el sendero. Los Innos le rendían reverencia a su comandante.
- Sumo Sacerdote Kuliaqán.... – dijo Zard, una vez que llegó ante él, haciendo una reverencia e imitando con burla el gesto educado que se hacía en los Cuatro Reinos: en lugar de llevarse los dedos índice y corazón estirados al entrecejo, sólo lo hizo con el dedo corazón, haciendo un gesto obsceno.
- Bienvenido, Zard – dijo el Sumo Sacerdote. Su voz era profunda y fría. Parecía que no albergaba ningún sentímiento. – Te esperaba impacientemente para que me informaras de la situación....
Zard sonrió y se incorporó, aunque no mucho: los Dharjûn siempre caminaban encorvados.
Zard era un Dharjûn, una criatura nacida del caos, gracias a la magia de Thilt. Se decía que sólo había cinco de su raza, lo cual era un alivio para todas las demás: los Dharjûn sólo vivían y trabajaban para el caos, para propagarlo y alimentarlo. Habían nacido del caos y servían al caos.
Los Dharjûn eran seres de dos metros de alto, pero caminaban encogidos, con la espalda encorvada, así que no parecían tan altos como en realidad eran. Su piel era gris oscura, muy dura y seca. Tenían la espalda bulbosa, brazos largos con manos de cuatro dedos, de uñas amarillentas y duras. No tenían cuello y la cabeza les salía directamente entre los hombros, redondeada, con la nariz larga y puntiaguda apuntando hacia abajo. Los huesos orbitales eran muy sobresalientes y abultaban sobre sus ojos. Tenían colmillos afilados que sobresalían de sus bocas y las orejas puntiagudas. No tenían pelo, eran calvos, salvo por una mata de cabello negrísimo que les salía de la coronilla y que todos llevaban sujeto en una coleta larga. Nunca se vio a ninguno usar camisas, aunque llevaban pantalones con cintos anchos de cuero, de donde llevaban colgadas espadas, cuchillos y hachas. Sus ojos eran amarillos, con una pupila rasgada como la de los gatos.
O las serpientes.
Zard era un Dharjûn que daba perfectamente el tipo. Tenía una coleta larga que caía por su espalda hasta la cintura del pantalón, de color marrón, sucio de sangre seca y deyecciones. Tenía los ojos de un amarillo vivo y sus orejas eran muy largas y muy puntiagudas. Otros Dharjûn llevaban espadas o machetes, pero Zard prefería usar una especie de hacha de carnicero, con el mango corto, de madera, y una hoja rectangular y alargada, con filo sólo por un lado.
Y su sonrisa era afilada, peligrosa, terrorífica: podía helar la sangre del guerrero más avezado y valiente.
- ¿Y bien? ¿Qué ha sido de los Innos?
- El escuadrón de Tiderión logro su objetivo – explicó Zard, encorvado y rastrero. – Pero fue abatido mientras volvía a Gondthalion.
- ¿Dónde?
- Cerca de las colinas Prye – dijo el Dharjûn. – Por caballeros de Rodena.
- Se les ordenó muy claramente que volviesen por Belirio, dando un rodeo, atravesando la estepa prácticamente despoblada – replicó Kuliaqán, molesto.
- Así fue, mi señor, pero ya sabéis que los Innos son estúpidos – dijo Zard. A pesar de su aspecto monstruoso, el Dharjûn tenía una voz bastante musical, incluso atractiva. – Sabíamos que podía ocurrir alguna locura como ésta, pero obtendremos muchas satisfacciones gracias a ellos, mi señor.
- Eso espero – dijo Kuliaqán. – Su número será decisivo en la guerra, a pesar de su inteligencia.
- A los soldados se les presupone el valor, mi señor. La inteligencia no es necesaria.... – dijo Zard, con humor, pero con acierto.
- ¿Y los Innos de Belirio? ¿Qué fue de ellos? ¿Consiguieron el relicario?
- No, mi señor – contestó Zard. Seguía sonriendo, a pesar de las malas noticias. – No sé qué habrá sido de ellos, pero no he recibido noticias. Me temo que tenemos que esperar lo peor y suponer que no lo han conseguido.
- Trataré de arrancarle alguna información a la bola de cristal – musitó Kuliaqán – Veremos si es posible averiguar qué les ha pasado a esos Innos....
- Sin embargo, he recibido una urraca del escuadrón de Innos de Tâsox – dijo Zard, ampliando su sonrisa peligrosa. – Tienen el grimorio, mi señor. Lo han robado en Medin, donde suponíamos que estaba.
- Lo averigüé gracias a la magia.... – comentó el Sumo Sacerdote.
- Han tenido que dar un rodeo para volver a Gondthalion por el sur, recorriendo el desierto de Tâsox – explicó Zard. – Al menos eso he entendido: esos malditos Innos tienen una caligrafía terrible....
- La frontera entre los reinos está muy vigilada – dijo el Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán. – Hacen bien en tomar precauciones....
- Desde luego....
Kuliaqán miró otra vez a la llanura, en silencio, observando a los Innos hormiguear por todo el terreno. Apoyó sus manos aterciopeladas y sin arrugas en una roca negra que se alzaba hasta su cintura, delante de él. Zard esperaba en silencio y con paciencia a su lado.
- No queda más tiempo – dijo al cabo de un rato de meditación. – La rebelión está en marcha. El Maestro será liberado sin tardanza.
- Así es, mi señor – dijo Zard, sin dejar de sonreír. – Sin embargo, quería pediros un favor, una licencia....
- Dime, Zard.
- Dadme permiso para comandar el ejército de Innos, mi señor – solicitó Zard. No había cambiado su tono de voz, no se había vuelto meloso ni rastrero. Seguía sonando igual, tal era la confianza del Dharjûn. – No esperemos a tener el grimorio o a conseguir el segundo relicario. Demos comienzo ya a la invasión.
- ¿Quieres comenzar ya el ataque?
- Por razones militares – explicó Zard. – Movilizaremos a los ejércitos de los Cuatro Reinos, conseguiremos que cunda el caos con antelación. Así nuestros Innos podrán volver más fácilmente a Gondthalion. Así nos será más fácil pasearnos por los Cuatro Reinos para lograr nuestros propósitos.
El Sumo Sacerdote Oscuro se llevó una mano al interior de la capucha, para acariciarse la barbilla.
- Traed hasta aquí a los Innos del este, para que guarden la cordillera Oscura desde este lado. Mantened aquí a estos Innos, para que os protejan. Ponedme a mí al mando del grueso del ejército, para cruzar la cordillera y atacar Rodena. Es el reino más fuerte y así contaremos con la ventaja de la sorpresa y del primer movimiento táctico.
Kuliaqán aún estuvo un rato en silencio, sopesando las opciones.
- Me parece un buen plan – dijo al fin.
- Gracias, mi señor.
- Adelante. Toma un Cuélebre y viaja hasta la cordillera, para ponerte al mando de los treinta mil Innos que esperan allí – dos puntos de color violeta se encendieron en las profundidades oscuras de la capucha, allí donde el Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán tendría sus ojos – Comienza la conquista.
Zard sonrió todavía más. Su sonrisa se volvió más peligrosa que de costumbre.



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