lunes, 24 de abril de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 17

- 17 -
(Arenisca)


Llegó cuando ya era noche cerrada. Hacía por lo menos una hora que había anochecido pero, a pesar de la urgencia que tenía, no quiso sobrepasar el límite de velocidad en la autovía: se jactaba de ser un buen conductor (y lo era) y no quería que una posible multa le llegara a Víctor por su culpa.
Aparcó la moto cerca del puente romano y de la escultura al Lazarillo. Se descolgó la mochila de la espalda (ahora pesaba mucho más que en sus misiones habituales) y rebuscó dentro. Sacó un pequeño aparato, un cubo metálico, pintado de negro, sin brillos. Lo había construido él mismo, a imagen de uno que había visto en Bulgaria, hacía años, propiedad  de un místico. En cada cara del cubo metálico había una veintena de agujeros, como punzadas de alfileres, dispuestos en espiral: aquellos agujeros daban entrada a las lecturas de los lectores internos. Sólo había una cosa más que llamara la atención: una burbuja de plástico en la parte superior, con una bombilla roja dentro. En la parte inferior del cubo había un botón de caucho, que Lucas apretó. La bombilla roja se encendió, latiendo con una cadencia muy lenta: si se aceleraba o se quedaba fija habría problemas.
Lucas dejó el cubo al lado de la rueda de la moto de Víctor Molero y se dio la vuelta, de cara a la ciudad vieja. Estaba a tiro de piedra de la casa Lis (donde había estado hacía tan sólo cinco horas, lo que se le hacía muy raro después de todo lo que le había pasado) y también veía el cruceiro de piedra y la entrada al centro histórico.
Trataba de ver algo con su “poder”, pero no había nada. El monstruo había matado las dos noches anteriores y Lucas estaba convencido de que iba a seguir matando. Tenía que encontrarlo y tratar de neutralizarlo antes de que hubiera más víctimas.
Esperaba no haber llegado tarde.

* * * * * *

El monstruo saltó por los tejados, buscando una presa que le complaciera. Había muchos humanos que olían muy bien y en varias ocasiones estuvo tentado de atacar de una vez, pero se contuvo. Quería una presa perfecta, que le entrase por los ojos y por la nariz, todo a la vez. Prefería seguir buscando durante un rato: si al final no daba con ninguna que le satisficiera, podría volver atrás y buscar mediante el olfato alguna de las que le habían gustado pero había descartado, con la esperanza de algo mejor.
Lo genial de ser un lobo eran los sentidos tan afinados que tenía, sobre todo el olfato y el oído. Era una experiencia extraordinaria hacerse un mapa mental gracias a los olores y los sonidos de la ciudad.
Por los tejados llegó hasta la iglesia de la Clerecía, trepando con sus manos con garras por la fachada, hasta lo alto de sus torres. Desde allí olfateó más ansiosamente y aulló al no encontrar un aroma que lo sedujera. En el suelo los humanos miraron con miedo a su alrededor: todos tenían algo de miedo por los recientes asesinatos que habían ocurrido en la ciudad, pero el monstruo no se fijó en eso ni en ellos. Siguió su camino, de cacería, buscando a una presa adecuada.
Saltó del tejado de la iglesia y cruzó corriendo el tejado de la Facultad de Geografía e Historia, saltando hasta el tejado del Palacio de Congresos y Exposiciones. Aprovechando la altura del edificio miró en derredor, acechando.
Desde allí se veía la fachada de la Universidad y el monstruo sintió una agitación en su interior. No era aquel edificio en concreto, era su entorno, pero había allí algo que lo repelía, que lo asustaba y que le agitaba. No se acercaría allí si no estaba desesperado.
El monstruo se dio la vuelta y miró en la otra dirección, deteniéndose de pronto. Sus fosas nasales habían registrado un olor que le gustaba, que le seducía.
Salivó, anticipando el sabor de la sangre del propietario de aquel olor.
Saltó del tejado y fue en su busca. No estaba lejos.

* * * * * *

Lucas subía a la ciudad al lado del cruceiro, con el pistón en la mano. El lector estaba loco. El sensor de fabricación casera seguía en marcha, al lado de la moto: la bombilla roja se había puesto a parpadear con pausas menos breves entre destello y destello. Lucas lo había dejado allí, pues ya tenía la información que deseaba: el monstruo estaba en la ciudad y estaba allí cerca.
No encima de él, pero por la zona.
Con el pistón y su propio “poder” esperaba encontrarle con rapidez, antes de que hubiese atacado a nadie. No quería más muertos y menos sobre su conciencia.
Entonces escuchó un aullido.
Un aullido bestial, nada de un grito humano.
Lucas miró el pistón, analizando las lecturas, y echó a correr, adentrándose en la parte vieja de Salamanca.

* * * * * *

El monstruo llegó hasta una elevación del terreno, de tierra con algunos arbustos. Había una gran edificación, en escuadra, alargada y con tejado rojo. Estaba vallado y no se podía acceder al complejo.
Era el cerro de San Vicente, el lugar donde se situaba el origen de la ciudad de Salamanca, durante la Edad del Hierro. Había un yacimiento al aire, con los restos del poblado original, una exposición en el edificio alargado de tejado rojo y otros restos del yacimiento estaban protegidos por una edificación detrás de la construcción alargada. A esas horas de la noche estaba todo cerrado.
El monstruo no sabía nada de todo eso, ni tampoco le importaba. Había ido hasta allí atraído por el olor de un humano.
Había dos, en un coche, al lado de un bloque de apartamentos de tres pisos que había junto al yacimiento. Los dos humanos parecían forcejear, unidos por la boca y peleando el uno con el otro por arrancarse la ropa cuanto antes. El monstruo se acercó a ellos corriendo a dos patas, husmeando, tratando de discriminar el olor que le parecía apetitoso.
Era el de la hembra humana.
Se plantó en el lado derecho del vehículo y rompió la ventanilla de un solo golpe de la garra. Los dos humanos gritaron del susto, separándose. El monstruo agarró por el cuello a la hembra y tiró de ella, sacándola del coche por la ventanilla. Ella pataleaba y gritaba, pero no pudo hacer nada para contrarrestar la fuerza bestial del lobo.
Cuando la tuvo fuera la zarandeó y tiró de ella, para separarla del coche. Detrás del vehículo había más espacio y la llevó hasta allí. La tiró al suelo sin consideración, preparado para hincarle el diente.
- ¡¡Eh!! – escuchó detrás de él, sorprendiéndole. Se giró y vio al macho humano, que salía del coche armado con una barra de hierro. Quería parecer valiente y decidido, pero el lobo podía oler su miedo. – ¡Déjala!
El monstruo se giró del todo y se puso a cuatro patas sobre los adoquines del suelo, gruñendo. El macho humano no tuvo tiempo de prepararse para el ataque, porque inmediatamente el monstruo se lanzó hacia delante, corriendo a cuatro patas, salvando la distancia que lo separaba del humano con cuatro zancadas de brazos y piernas, cayendo sobre él, lanzándolo al suelo y desgarrándole la garganta.
- ¡¡Aaaaaahh!! – gritaba el humano, sorprendentemente: tenía las fauces del monstruo atrapando su garganta. Con la mano armada con la barra le golpeaba la espalda peluda, entre los dos musculosos hombros. El monstruo soltó la garganta y le mordió la muñeca, sacudiendo y retorciendo la cabeza: acabó por arrancarle la mano. La barra de metal repiqueteó sobre la piedra del suelo, con la mano todavía rodeándola. – ¡¡Aaaaahhh!!
- ¡¡Ay, Dios mío!! – chilló la hembra detrás de él. El monstruo miró por encima del hombro, para controlarla: seguía congelada en el mismo sitio en que la había tirado hacia un instante: a pesar del miedo y del espectáculo que estaba contemplando, la humana no se movía.
Mucho mejor para él.
Sin apresurarse se giró hacia el humano, que sangraba y gritaba. Volvió a morderle en el cuello, en el otro lado, haciendo sonar los huesos, cortando sus gritos y dejando la cabeza unida al cuerpo sólo por un manojo de tendones y piel.
Cuando el macho humano dejó de moverse y de gritar lo soltó y se giró hacia la hembra humana.
Aquel bocado sí iba a ser apetitoso.

* * * * * *

Lucas Barrios seguía las indicaciones del pistón y las lecturas no engañaban: el monstruo estaba por allí cerca y él se estaba aproximando.
El problema era que en aquella parte de Salamanca surgía una colina o cerro, con pendientes bastante empinadas. Los datos del pistón trifásico indicaban que el monstruo estaba en lo alto de aquella colina.
Lucas no sabía muy bien por dónde se subía a la cima del cerro, pero estaba al pie de la ladera y pensó en subir campo a través, aunque fuese costoso.
En el último momento vio una especie de pasillo que había allí al lado, una cuesta empinada situada entre las primeras casas de aquella calle y un muro de piedra que rodeaba la colina, también en su ascensión. El pasillo aquel estaba lleno de maleza, pero Lucas creyó que podría subir bastante mejor por él, ayudándose con el muro de la izquierda y con las paredes de las casas que había a la derecha. No se lo pensó más y empezó a ascender, apoyándose con la palma en el muro de la izquierda. Se había metido el pistón en un bolsillo del pecho del mono granate, para tenerlo a mano pero así tener libre la mano derecha, que así podía apoyarse y tomar impulso en los costados de las casas que no dejaba de haber en ese lado.
Llegó arriba jadeando, con el mono lleno de trocitos de hierbas y las perneras sucias, pero llegó con rapidez, que era lo que quería. Trotando, para ir rápido pero sin agotarse y recuperar el aliento, rodeó lo que parecía un yacimiento arqueológico que había en la cima del cerro, siguiendo una valla metálica que lo rodeaba. Al girar a la izquierda en un recodo de la valla, vio al monstruo al final de esa calle adoquinada.
- Me cago en mi calavera.... – musitó, atónito. – Es un lobo, un hombre-lobo.
Alrededor del yacimiento de lo alto del cerro no había mucha luz, tan sólo las farolas de las calles que había alrededor, que terminaban antes de llegar al espacio despejado de la cima. El hombre-lobo se distinguía ligeramente gracias a ellas. Pero a Lucas no le hacía falta aquella luz. Tenía aquella “capacidad”, aquella “anomalía” (“don” lo había llamado Justo Díaz) por el que podía distinguir a los seres paranormales, a los entes de otras dimensiones.
Gracias a él Lucas Barrios vio al hombre-lobo con toda claridad, a pesar de estar en penumbra a unos setenta metros.
Estaba inclinado sobre el cuerpo de una mujer, tendida en el suelo. Le había arrancado la blusa y le había mordisqueado en los pechos y en el vientre, pero ahora estaba alimentándose de la carne de los muslos y las pantorrillas, muy afanado en eso. Se ve que tenía hambre, la criatura....
Trotó hacia él, mientras se quitaba la mochila y se la colocaba por delante, en el pecho y el vientre. Sin dejar de correr, Lucas metió las manos dentro de la mochila y sacó las dos pistolas de aire comprimido. Eran pistolas normales y corrientes de competición, aunque Lucas había conseguido aumentarles la potencia y la velocidad de disparo. Eran muy delgadas y ligeras, con una empuñadura por la que se metía el cargador y un cañón recto y estrecho.
Los cargadores de Lucas Barrios estaban llenos de bolas de plata.
Cuando estuvo a cuarenta metros del monstruo, éste le escuchó llegar, se le movieron las orejas y levantó el hocico de su “cena”, fijando su mirada en el recién llegado intruso. Lucas no esperó a los saludos: empezó a disparar, muy seguido, bala tras bala, sin dejar de correr.
Estaba oscuro y además estaba en movimiento, corriendo para acercarse al objetivo, pero Lucas Barrios estaba entrenado: había aprendido a disparar en la agencia, hacía muchos años, y había mejorado su técnica en Egipto e India. Además, había disparado con un vaquero de verdad en las llanuras de Wyoming, que le había enseñado a mejorar la postura y la puntería.
La mayoría de las balas dieron en el torso del monstruo, medio erguido como estaba sobre la mujer. Aulló de dolor y también de rabia: era la primera vez que un humano lograba hacerle aquel daño. Por suerte (para él) ninguna de las balas de plata le dieron en el corazón: si hubiera sido así, sus aventuras habrían acabado en ese momento.
El hombre-lobo, dolorido y aturdido por aquella reciente y nueva sensación, se separó de la mujer y saltó hacia atrás: en dos saltos de sus patas traseras se subió al tejado del coche, acuclillándose allí, girándose a mirar al pistolero y gruñéndole desde allí arriba.
Lucas no había dejado de acercarse, aunque ahora lo hacía con paso seguido y firme: recargó las dos pistolas sobre la marcha sacando otros dos cargadores de la mochila que llevaba delante y volvió a disparar al monstruo. Las balas de plata zumbaron a su alrededor, dieron contra la carrocería del coche y se incrustaron en su carne, haciéndole sangrar.
El monstruo aulló de nuevo. Le habían pillado desprevenido y ahora todas las heridas del pecho y del vientre le dolían muchísimo, como si las balas le quemaran dentro de la carne. Tenía que irse de allí. Aquel humano no era como la mayoría y en aquellas circunstancias podía vencerle.
Le miró con el ceño fruncido y le rugió. A continuación saltó desde el techo del coche hasta el tejado de una de las casa unifamiliares que había en la calle de al lado y se alejó corriendo a toda prisa por los tejados. Aquella vez el humano vestido de rojo le había vencido.
Pero en el próximo encuentro estaría preparado.
Lucas vio cómo se alejaba el monstruo, corriendo por los tejados, aullando como un lobo.
Al fin y al cabo eso era, aunque sólo fuera en parte. Lucas se giró sobre sí mismo y buscó la Luna en el cielo negro. Desde lo alto del cerro no había edificios que le taparan el cielo y la encontró sin problemas: blanquísima y completamente redonda.
Luna llena.
- Joder, un hombre-lobo.... Genial.
A continuación rebuscó en la mochila (que iba anormalmente llena, debido a todas las armas y suministros que había cogido de más del baúl secreto de su coche) hasta encontrar una caja de bastoncillos de agarosa, recubiertos con una capucha protectora de plástico, con cierre hermético. Sacó uno, le retiró la capucha protectora y mojó el hisopo en la sangre del lobo, la que había caído sobre el techo del coche. Cerró herméticamente la tapa y guardó el bastoncillo de agarosa en una bolsita de plástico, dentro de la mochila.
Se dio la vuelta y volvió hacia la mujer asesinada. Al lado del coche vio a un hombre, al que le había arrancado una mano y casi la cabeza. La mujer estaba llena de mordiscos, sobre un charco de sangre que cubría los adoquines. Lucas se quitó la mochila, la dejó en terreno seco y se acuclilló al lado de la mujer muerta.
- Menuda carnicería.... – musitó. Recordaba la última vez que había visto un hombre-lobo y los estragos que causó. Había sido en Venezuela, hacía ocho años. Allí se les escapó, cuando acabó su ciclo, pero lo siguieron durante el siguiente mes y cuando volvió la Luna llena lo encontraron en otro pueblo en la frontera con Panamá: allí le dieron caza. Pero ya había matado a casi cuarenta personas.
Revisó el cuerpo, en busca de signos vitales, pero estaba caro que la mujer había muerto. Había que asegurarse, porque si el hombre-lobo mordía a alguien y le dejaba con vida, le traspasaba su maldición.
Y ya tenían bastante con un hombre-lobo en Salamanca.
Escuchó motores de coches detrás de él y ráfagas de luz azul bañaron de repente aquella parte oscura de la ciudad. Se puso en pie y se giró hacia los dos coches de la policía que acababan de llegar. Algún vecino habría oído los gritos, habría visto algo (con suerte) y habría llamado a la policía. Lucas se separó del cuerpo de la mujer un par de pasos y metió la mano en el bolsillo del mono, para sacar su cartera y la identificación.
- ¡¡No se mueva!! – dijo uno de los policías, uniformado, nada más salir del coche. Empuñaba su arma reglamentaria y la apuntaba hacia Lucas.
- ¡¡Eh!! ¡¡Tranquilos!! ¡¡Soy de los buenos....!!
- ¡¡Quieto!!
- ¡¡No se mueva!!
- ¡¡Saque despacio la mano del bolsillo, señor!!
- ¿O no me muevo o saco la mano del bolsillo? – aquella situación no era para bromear, pero la actitud de los policías le había puesto un poco nervioso.
- ¡¡¡Saca la mano lentamente y ponte de rodillas en el suelo!!!
Había cuatro policías apuntándole, protegidos por las puertas de los coches, así que Lucas obedeció. Se puso de rodillas sobre los adoquines y sacó la cartera del bolsillo, sujeta con dos dedos. La dejó con cuidado en el suelo, sin hacer movimientos bruscos. Levantó las manos, por si acaso.
- Soy detective profesional, tengo licencia – explicó, mientras los policías se acercaban con cuidado a él. – Está en la cartera, podéis comprobarlo.
- ¿Y los detectives os dedicáis a matar gente? – le preguntó el policía que cogió su cartera, revisándola.
- Yo no he hecho nada, me los he encontrado así – replicó, sabiendo que no podía dar muchas explicaciones: la gente se resistía mucho a aceptar los eventos paranormales....
- Ya, ya.... – decía el policía que revisaba su cartera, distraído. No le hizo más caso.
Otros dos policías le esposaron a la espalda y le ayudaron a levantarse del suelo. El cuarto policía cogió la mochila de Lucas, que estaba allí cerca.
- Tengo licencia de armas.... – dijo, tratando de justificarse, sabiendo que no lo había conseguido. Los policías le habían encontrado al lado de los dos cuerpos destrozados y habían encontrado una mochila con un montón de armas y utensilios raros. Le iban a detener sí o sí. – Yo no soy al que buscáis, yo no he hecho esto....
- Ya lo veremos – dijo el policía que tenía su cartera, guardándola y volviendo a los coches. Metieron a Lucas en la parte trasera de uno y se lo llevaron, mientras los otros dos policías se quedaban en la escena del crimen.

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