lunes, 3 de abril de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 10

- 10 -
(Arenisca)


- ¿Víctor? Estás muy distraído hoy.... ¿Estás bien?

Víctor Ribera Domínguez volvió en sí, girando la cabeza y volviendo a posar su mirada en la maravillosa mujer que se sentaba frente a él en la mesa de la cafetería. Cualquier otro día no habría podido despegar sus ojos del tremendo (pero elegante) escote que su compañera lucía aquella noche, pero no dejaba de distraerse y vagaba la mirada por la plaza mayor.

Estaba nervioso. No era para menos.

No todas las noches uno le pedía matrimonio a la mujer a la que amaba.

- ¿Eh? Sí, no sé, no sé qué me pasa hoy.... – farfulló, tratando de salir del apuro, disimulando. – Ya te he dicho lo de esta mañana de Ramírez en la oficina, será eso....

Lo de la oficina y la bronca con Ramírez era verdad, así que sonaba a motivo real y no a excusa. Verónica empezó a decirle que no se preocupara tanto por el trabajo, que no pensara en Ramírez el día de su aniversario, que no se obsesionara tanto con su carrera y sí pensara más en vivir.... Era un discurso ya conocido, que Verónica ya había ensayado muchas veces con él, con leves modificaciones y actualizaciones, y que Víctor Ribera Domínguez soportaba porque en parte era verdad y porque de esa forma su novia (y futura prometida) se calmaba y dejaba salir un poco de tensión. A él no le importaba.

Mientras ella hablaba Víctor Ribera palpó el pequeño estuche en el que iba guardado el anillo que en un momento le iba a enseñar y a ofrecer, con una pregunta que muchos hombres antes que él habían pronunciado. Estaba nervioso, claro que sí, por eso se distraía. Por eso no contemplaba embelesado, sin desviar la vista, el monumento de mujer que tenía delante.

Verónica Jurado Estébanez. La heredera de Justino Jurado Jiménez, rey del ladrillo de Salamanca. Una mujer inteligente, sofisticada y muy atractiva que había decidido elegirlo a él como pareja, hacía ya ocho años. Todavía hoy Víctor se preguntaba a menudo por qué una mujer tan espectacular (en todos los sentidos) como aquélla estaba con él. Víctor Ribera Domínguez no era más que un simple oficinista, con un puesto intermedio en una empresa de seguros de alcance nacional. Era un tipo corriente, ni muy alto ni muy bajo, ni muy guapo ni muy feo, que caminaba al lado de Verónica Jurado Estébanez como si le debiese algo.

No eran una pareja desigual, no era eso. Víctor Ribera Domínguez era un tipo de buena planta, atractivo y delgado. No desentonaba al lado de la heredera de Construcciones Jurado S.A. Pero siempre se notaba inferior, al menos así se veía él: Verónica Jurado era una mujer despampanante, tanto a la vista como cuando se la escuchaba hablar, y él se veía muy poquita cosa.

Pero algo tendría de atractivo cuando ella había sido su novia durante los últimos ocho años. No estaba allí obligada.

Secándose el sudor de la frente Víctor se dirigió a ella.

- ¿Vamos.... vamos a dar un paseo? – propuso Víctor Ribera Domínguez. Cada vez se ponía más nervioso y decidió que era mejor llevar a cabo su plan cuanto antes, para prevenir un posible infarto de miocardio: podía sufrirlo si postergaba mucho más el momento del anillo.

- Vale, me apetece. Hace una noche estupenda.

Era cierto. El calor del verano castellano se había atenuado un poco por la noche, a causa de la brisa que soplaba, no fría pero refrescante. En el cielo negro sólo lucía la Luna llena, blanca y redonda.

Por eso la plaza Mayor de Salamanca estaba hasta los topes. Las terrazas hacían negocio, con todas las mesas llenas. El centro de la plaza cuadrada estaba también lleno de gente que pasaba de un lado a otro, con otros bares y otras terrazas con sitios libres como destino.

Víctor Ribera y Verónica Jurado se levantaron de las sillas y caminaron por la plaza, enlazados por el brazo. Víctor Ribera vestía un pantalón de lino con perfecta raya planchada y una camisa cara de color azul claro. Llevaba el pelo negro engominado con el flequillo alzado, a la moda. Verónica llevaba un vestido de tirantes que le llegaba hasta los tobillos, entallado en el busto, la cintura y las caderas, pero suelto hasta el final. Era de color azul claro, pero dependiendo de cómo le diera la luz hacía tonos turquesas y verdes. El escote, redondo, dejaba ver el canalillo y una generosa ración de pecho moreno por el Sol.

Los dos eran guapos, delgados, atractivos y jóvenes, y caminaron por la plaza y por la calle como si fuera de su propiedad.

Habían tomado una cerveza en un bar al que les gustaba ir, después de que cada uno de los dos saliera del trabajo. Después habían cenado con champán en un restaurante elegante de la ciudad, en el que había que pedir reserva un par de meses antes (las influencias del padre de Verónica habían facilitado la reserva, hecha con mucha menos antelación). Después de la excelente cena habían caminado hasta la plaza Mayor y habían tenido suerte al encontrar mesa en una de las terrazas de una de las cafeterías que había en los soportales que la rodeaban. Habían tomado un par de gin-tonics cada uno, lo justo para ponerse juguetones para la sesión de sexo que tenían planeada para casa, pero sin excederse: al día siguiente no podían sufrir resaca, había que ir al trabajo.

- ¿A dónde vamos? No me quiero cansar mucho, que todavía nos queda lío en casa.... – dijo Verónica Jurado Estébanez, susurrando al oído de su novio. Éste sumó la reciente excitación provocada por su novia con los nervios por la pedida de mano que iba a realizar de ahí a nada.

- Quiero que vayamos a un sitio muy bonito – trató de decir coherentemente, mientras Verónica Jurado le besaba. – Es cerca y sé que te gusta mucho....

Verónica Jurado Estébanez se separó de él lo justo para mirarle a la cara, sin desenlazar el brazo.

- Estás muy misterioso hoy, además de nervioso....

Víctor Ribera Domínguez se encogió de hombros, haciendo una mueca con la cara. Fue lo mejor que pudo hacer, porque si hubiese hablado, el temblor de su voz le hubiese delatado.

Al fin llegaron a la casa de Lis, un tesoro único de Salamanca. Era una rareza, una casa de estilo Art Nouveau y Art Déco en medio de Salamanca, construida sobre la antigua muralla de la ciudad. Era una de las pocas casas de ese estilo arquitectónico que se podían encontrar en España. Convertida en museo, se alzaba como una nota discordante entre el resto de edificios de la parte monumental de la ciudad, de característico color anaranjado o amarillento, pero también como una referencia cultural y turística de Salamanca. A Verónica Jurado le gustaba mucho aquella casa y por eso Víctor Ribera había elegido aquel lugar.

- ¿La casa Lis? ¿Y por qué venimos aquí?

- Porque te gusta....

Salieron por la puerta de la muralla y subieron hasta la entrada de la casa, por una de las escalinatas laterales que llevaban hasta ella. Verónica Jurado Estébanez iba un poco extrañada, pero como era verdad que le gustaba mucho aquel edificio, no dejó de admirar sus detalles y sus vidrieras de colores. Al llegar frente a la casa, Víctor se detuvo y se puso frente a Verónica.

- Verónica.... – le llamó. Hincó una rodilla en la piedra al mismo momento que su novia se volvía hacia él. Al verle allí arrodillado, se llevó las manos a la cara, poniéndolas ante la boca.

- ¡Ay, por favor! – fue lo único que podía decir. Había notado algo raro a Víctor, y aunque a cualquier mujer se le hubiese pasado aquella idea por la cabeza, Verónica Jurado la rechazó, por típica.

Nunca se había alegrado y emocionado más porque su novio fuese tan típico que en aquel momento.

- Verónica Jurado Estébanez, ¿me harías el inmenso honor de elegirme como tu esposo y convertirte en mi esposa? – dijo Víctor Ribera Domínguez, y para estar tan nervioso no lo hizo nada mal.

Verónica lloró de alegría, con la cara descompuesta entre la sonrisa y el llanto (por la emoción). Víctor también sonreía, arrodillado frente a ella, sacando un pequeño estuche del bolsillo del pantalón y sosteniéndolo abierto ante él: un anillo de diamantes reposaba en su interior.

Verónica tenía el “Sí” en la garganta, pero no llegó a salir. Se le quedó atragantado allí cuando vio la figura que estaba detrás de Víctor, a unos seis o siete metros. Su cara se descompuso, desapareciendo la alegría para dar paso al más puro miedo. Sus manos no se movieron de delante de su boca, crispadas, pero no por estar arrobada, sino por el terror. Víctor notó el cambio de actitud en su novia y se vino abajo, creyendo que le estaba rechazando.

- ¡¡¡Aaaaahhh!!! – gritó Verónica Jurado, consiguiendo emitir un sonido, aunque no fuese el que tenía previsto hacía unos segundos. Víctor Ribera se puso en pie inmediatamente, sin soltar el estuche con el anillo.

- ¿Qué pasa? – se asustó, mirando a su novia cara a cara. Y aunque Verónica Jurado señaló a su espalda y él empezó a girarse para mirar, Víctor Ribera Domínguez murió sin saber qué lo había matado.

La criatura, enorme y cubierta de pelo, le saltó encima, mordiéndole entre el cuello y el hombro, destrozando la piel, los músculos y la clavícula. Arrancó un buen mordisco, sujetando el cuerpo del chico, del que se escapaban la sangre y la vida a borbotones. Con el cadáver entre los brazos musculosos y peludos, miró a la chica que tenía al lado: de las fauces le colgaban tiras de carne y piel.

- ¡¡¡Aaaaahhh!!! – volvió a gritar Verónica Jurado Estébanez, sin poder quitar la vista del cuerpo sin vida de su novio. Después miró el rostro del monstruo que tenía a menos de tres palmos y volvió a gritar – ¡¡¡Aaaaahhh!!!

Se dio la vuelta y corrió, para huir y salvarse. Pero las sandalias eran muy bonitas y elegantes para pasear con aquel vestido por Salamanca, pero no para huir de un monstruo salvaje y salvar la vida. Así que, de cuatro zancadas, la criatura la alcanzó y le arrancó la cabeza de un solo zarpazo. Golpeó contra la antigua muralla de piedra y cuando cayó al suelo ya estaba despeinada, con el recogido deshecho y los pelos rubios revueltos.

La criatura se volvió recelosa y cuidadosa, ahora que había cazado. Miró alrededor, pero por suerte no había nadie en aquel momento en la zona. Pasaron dos coches por la calzada, allí abajo, pero desde allí no se veía al monstruo acompañado por los dos cadáveres, a resguardo por el pretil de las escalinatas que llevaban hasta la casa Lis.

Cuando comprobó que nadie le disputaría sus presas continuó devorándolas, para saciar su hambre nocturna.


No hay comentarios:

Publicar un comentario