miércoles, 19 de julio de 2017

Estrellas caídas (1 de 15)



Las estrellas brillaban con fuerza en el cielo.
Destacaban como faroles de aceite en el cielo negro de la noche. Las miró, sintiéndose observado, sintiéndose juzgado por ellas. Después miró el paquete que llevaba en brazos y se sintió más culpable todavía.
- Fadora, do melea – musitó.
El Merodeador caminó por el camino secundario del bosque, el que se conocía como camino del Caldero. No sabía a qué se debía tan pintoresco nombre, pero era normal: aquel no era su mundo. Por el camino secundario, escoltado por árboles enormes, llegó hasta las primeras casas de la aldea.
Era un pueblo llamado Sauce, conocido en los alrededores. Era la única población que había en el interior del bosque, así que era casi de paso obligado para todos los que querían cruzar el mar de árboles y rastrojos. La mayoría hacían parada allí, incluso se quedaban a dormir: el bosque escondía cosas muy peligrosas en alguna de sus zonas, cosas que no debían encontrarse de noche.
El Merodeador caminó con el bulto en los brazos, con cuidado, casi acunándolo. Recorrió unas cuantas calles del pueblo, en dirección al lugar de su cita. Aquella era una aldea tranquila, de leñadores y agricultores, así que la mayoría de la gente estaba ya en sus casas, después de un día de trabajo. No se cruzó con casi nadie, salvo una pareja de ancianos y un hombre de mediana edad con pinta de triste, que entró en una casa de la calle por la que caminaba. Ninguno le dijo nada, y si bien le miraron con curiosidad (no podía evitar ni esconder su origen, era un Merodeador de pura sangre) no le pararon ni le interrogaron.
El Merodeador llegó por fin a la gran taberna. Era un edificio enorme, el más grande de la ciudad. Tendría unos cincuenta metros de largo y tenía dos pisos, los dos bastante altos. Hacía las veces de posada, así que sus proporciones gigantescas (comparadas con las de las otras casas del pueblo) eran comprensibles.
Entró con decisión en la taberna, tratando de pasar inadvertido, aunque sabía que resultaría difícil. Había unas pocas personas en la taberna, tanto en la barra como en las mesas redondas que ocupaban todo el espacio, pero todos miraron hacia él, curiosos.
Era normal. Los Merodeadores de raza eran hombres altos, rondando todos el metro noventa. Tenían las piernas y los brazos largos y delgados, el pelo largo y negrísimo, que ninguna tijera o cuchilla podía cortar en toda su vida y un antifaz natural que les oscurecía la piel en una franja entre las cejas y el labio superior, de oreja a oreja.
Y, por supuesto, sus orejas eran ligeramente puntiagudas, para que así todo el mundo supiera que eran criaturas fantásticas.
Él iba cubierto con una capa de color verde oscuro, con capucha, para tratar de pasar más inadvertido. Su melena recogida en una coleta iba debajo de la capa, pero aun así era un extranjero en el pueblo, así que había llamado la atención.
De un solo vistazo vio al hombre con el que se iba a encontrar, así que caminó entre las mesas tratando de ignorar las miradas que le dedicaban los parroquianos del pueblo.
Llegó hasta la mesa, se acomodó el paquete en el brazo izquierdo, con mucho cuidado, y se sentó en la mesa, con tranquilidad.
- Sabía que no tendrías problemas para llegar aquí.... – le dijo el otro ocupante de la mesa, que vestía su armadura completa. El Merodeador hubiese preferido que el Caballero se hubiese comportado de una manera un poco más disimulada, pero el orgullo era una de las virtudes de los Caballeros.
Y el mayor de sus defectos.
- Sabía que llegaría aquí, más tarde o más temprano, pero no sin problemas.... – contestó el Merodeador.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó el Caballero.
Pero ninguno de los dos pudo seguir la conversación, que se había desarrollado en susurros, porque el tabernero se acercó a ellos.
- Buenas noches, señores extranjeros – saludó, amablemente. El epíteto “extranjero” no se consideraba de mal gusto en aquel mundo, así que los dos no se lo tomaron a mal. – Ahora que ya están aquí los dos, ¿qué puedo ofrecerles?
Los dos pidieron cerveza y el Caballero quiso también una ración de pollo confitado, que era la especialidad de la casa.
- ¿Qué ha pasado? – repitió el Caballero, cuando el tabernero se fue detrás de la barra.
- Casi me descubren los Yauguas – contestó el Merodeador, acomodando el paquete entre sus brazos. Parecía que se había movido hacía un momento. – Por no hablar de los soldados del camino: tuve que tumbar a dos para poder llegar hasta la cueva.
- ¿Has peleado con dos soldados del rey? – se asombró el Caballero, asustado.
- He vencido a dos soldados del rey – puntualizó el Merodeador. – Pero nadie me ha visto ni ellos podrán reconocerme.
- Si tú lo dices....
- Sí. Yo lo digo – el Merodeador parecía rotundo.
- ¿Y el bebé? ¿Está bien? – se interesó el Caballero, inclinándose sobre la mesa, fijando su mirada en el paquete que el Merodeador llevaba en brazos.
- Ha venido todo el viaje dormido – dijo éste, permitiéndose una tierna sonrisa. El Caballero también sonreía, abiertamente, con cariño.
- Bien.... – el Caballero se volvió a recostar en la silla y fijó sus ojos en los del Merodeador, que apenas podía ver dentro de la capucha y ocultos por el antifaz natural del hombre. – Creo que aquí es donde estaría mejor.
- ¿En la taberna, quieres decir? – preguntó el Merodeador. El bebé se removió otra vez, quizá molesto por el trajín de la taberna y el humo de varias pipas y de la chimenea. El Merodeador lo acunó un poco, para calmarle.
- Sí. El tabernero es un buen hombre, por lo que he podido ver y la gente me ha dicho de él – dijo el Caballero, que ya llevaba un día en Sauce, haciendo pesquisas. – Tienen un niño ya, son buenos padres. Si dejamos al bebé en su puerta la familia del tabernero le cuidará bien.
- Eso es lo que queremos.... – dijo el Merodeador, volviendo a mirar el paquete que llevaba en brazos. No se atrevió a apartar la mantita que lo cubría para verle la cara, por si alguien podía verle.
- No te preocupes – dijo el Caballero, que había visto la cara de pena y culpabilidad del Merodeador. – Esto es lo mejor para el bebé y para el reino.
- Eso espero – contestó el Merodeador, volviendo a mirar al Caballero. – Porque nos estamos condenando por las leyes del rey Namphamyl y las del Gran Dragón....
El Caballero asintió, algo atemorizado, ayudándose con la cerveza que el tabernero le acababa de llevar para tragar saliva.

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