sábado, 22 de julio de 2017

Estrellas caídas (2 de 15)



Sauce era un pueblo muy tranquilo. Era el único pueblo del interior del bosque, no muy grande, pero preparado para acoger a multitud de viajeros que querían atravesar el bosque y deseaban hacer noche allí, a medio recorrido del Camino del Bosque, el que lo atravesaba de un lado a otro, de norte a sur.
Sauce tenía una estupenda taberna, que también era posada. Allí los viajeros podían alojarse para pasar la noche y podían comer y beber ricos manjares. Las calles del pueblo eran amplias, para que pudiesen pasar cómodamente los carros, y eran de tierra apisonada y nivelada, para que las ruedas no se atascasen ni estropeasen.
Aun así, Críspulo (el fabricante de ruedas), Jacobo (el carpintero) y Tobías (el mozo de cuadra) hacían buen negocio con los extranjeros, pues siempre había carros que arreglar o caballos que cambiar por otros de refresco.
La taberna de Sauce era el edificio más grande del pueblo, con diferencia. Era de dos pisos, muy alto. La parte de abajo la componían la cocina y la gran estancia llena de mesas y sillas, donde los parroquianos tomaban sus cervezas y sus vinos y donde los extranjeros de paso cenaban los ricos platos que los dos hermanos preparaban. La parte de arriba, a la que se llegaba desde unas anchas escaleras de buena madera, estaba repartida en una veintena de habitaciones, muy acogedoras.
Los que regentaban la taberna eran dos hermanos, Rafael y Daniel, los dos hijos del antiguo tabernero. Eran huérfanos, desde hacía tres años, en que su padre, el antiguo tabernero, había muerto. Su madre había muerto hacía más tiempo, cuando el pequeño tenía solamente dos años.
Los dos eran muy buenos chicos, muy queridos por la gente de Sauce. Ellos hacían muy buen trabajo en la taberna y en la posada y recibían el apoyo, el cariño y la atención del resto del pueblo: siempre alguien tenía una docena de huevos que regalarles, un rato para repararles la silla que se había roto en la taberna o un haz de leña para mantener la chimenea encendida toda la noche.
Eran buenos chicos que habían tenido mala suerte, pero sus vecinos también eran buena gente y les ayudaban siempre que podían.
Rafael y Daniel se parecían ligeramente. Los dos eran rubios, aunque de un amarillo distinto cada uno. Tenían la cara alargada y con la barbilla afilada, con un hoyuelo atractivo. Pero también eran distintos: Rafael tenía los ojos marrones como sus padres y los de Daniel eran un poco rasgados y de color azul oscuro, muy extraños.
A pesar de la diferencia de edad (Rafael era seis años más mayor que su hermano pequeño) los dos se llevaban muy bien y se querían mucho, tanto como podían dos hermanos bien avenidos.
Sauce lo era todo para ellos y ellos eran parte importante del pueblo. Como se demostró durante la crisis de las estrellas caídas.

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Jeremías caminaba por el Camino del Bosque de vuelta a casa. Estaba anocheciendo y esperaba llegar a su cabaña justo cuando se hiciera de noche. Había sido un día agotador cortando árboles y necesitaba descansar delante de un buen fuego. El hacha que llevaba al hombro le pesaba.
Entonces escuchó un ruido sordo a su espalda. Se giró, más extrañado que asustado. No podía ser nada peligroso, porque estaban en invierno y todos los osos del bosque estaban hibernando. El leñador se dio la vuelta y se quedó plantado en mitad del camino de tierra, sorprendido.
En medio del camino había una cosa muy extraña. Era del tamaño de una pelota con la que los niños jugaban en el pueblo, pero de color amarillo y cubierta de púas gordas y cortas por toda su superficie. Descansaba en la tierra compacta del camino, al lado de un pequeño agujero en el que la tierra estaba levantada y removida.
Jeremías se acercó a mirar la extraña “pelota”, con cuidado. La tocó ligeramente con su hacha, extrañado. El objeto resonó a duro y pesado. El leñador se agachó y miró el objeto y la huella redonda de arena removida que había dejado a su lado.
- ¿Qué demonios es esto? – se preguntó en voz alta.
Entonces, de repente, otra “pelota” como la anterior cayó del cielo, a menos de tres metros de la primera. La única diferencia fue que la segunda “pelota” tenía el diámetro de un barril de vino.
La enorme “pelota” golpeó el suelo del Camino del Bosque con un golpe grave, haciendo vibrar la tierra. Jeremías se asustó, dando un respingo y cayendo de espaldas. Rodó por el suelo para alejarse de allí, nervioso.
La segunda “pelota” rebotó en el suelo y rodó un poco hacia un lado, deteniéndose casi inmediatamente. Jeremías tragó saliva, a la expectativa, pero ninguna de las dos extrañas “pelotas” se movió del sitio.
Ahora comprendía qué significaba la huella de arena removida que había al lado de la primera “pelota”. Observó atentamente las dos extrañas bolas y comprobó que las dos tenían gruesas y cortas púas por toda la superficie, iguales las de una y otra, a pesar de la diferencia de tamaño de las dos bolas.
El leñador recobró su valor y volvió a acercarse, recogiendo su hacha del suelo. Se acuclilló al lado de la bola más grande y la tocó con cuidado. Estaba caliente al tacto y tenía una textura rugosa, como un papel de lija, pero de una forma agradable.
- ¿Qué narices son estas cosas? – se dijo Jeremías. El hombre miró hacia el cielo, desde donde habían caído, y se le abrieron los ojos como platos. Se tiró hacia atrás, rodando por el camino otra vez, hasta ponerse de pie y echar a correr hacia el pueblo, a toda velocidad, dejando olvidada su hacha en el suelo.
Una multitud de bolas amarillas y con púas caía al suelo procedente del cielo.

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