martes, 25 de julio de 2017

Estrellas caídas (3 de 15)



Se armó un gran revuelo en el pueblo de Sauce cuando Jeremías entró muy nervioso en la taberna, dando grandes voces y relatando su extraña aventura. El leñador era conocido por todos, tenía justa fama de hombre honrado, decente y mesurado, así que ninguno se tomó a broma su historia, aunque les siguiese pareciendo extraordinaria.
Un gran grupo de gente se encaminó por el Camino del Bosque, hasta el punto donde Jeremías había dicho que había visto las extrañas bolas amarillas.
La gente llegó hasta ellas, que llenaban el camino casi de borde a borde. Había muchísimas más que cuando Jeremías había salido huyendo. Parecía que todas habían caído del cielo, pues el suelo de tierra prensada del camino tenía muchos agujeros y aparecía removida, por los rebotes de las bolas con púas. Las había de todos los tamaños, pequeñas como huevos de gallina, medianas como platos y grandes como ruedas de carro.
Manuel, el panadero, pidió que se fueran todos de allí: estaba muy asustado. Jacobo, el carpintero, opinó que quizá lo mejor sería avisar a los alguaciles. Ezequiel, el herrero, callado como siempre, decidió acercarse.
Se detuvo delante de una bola, del tamaño de una pelota. Se agachó y posó su mano curtida en la superficie del extraño objeto. Estaba muy caliente, tanto que incluso el herrero, acostumbrado al calor, apartó la mano.
Los demás que formaban la cuadrilla le preguntaron qué pasaba y el herrero, sin decir ni media palabra, usó su mandil de cuero para levantar la bola con púas y cogerla en brazos.
- Me la llevo – dijo Ezequiel, con rotundidad. Todos le miraban y a ninguno se le ocurrió contradecirle. – Está calentita y me ayudará a calentar la cabaña en estas noches de invierno.
Los demás le vieron irse andando, cargado con la bola llena de pinchos, como el que no quiere la cosa. Poco más tardaron en reaccionar los demás: protegidos con mandiles, abrigos o capas, los habitantes de Sauce recogieron todas las bolas con púas que pudieron y se las llevaron a sus casas. Era cierto que estaban muy calientes y que eran rugosas como papel de lija, pero de una forma muy agradable.
Las más grandes eran muy pesadas, así que algunos volvieron al día siguiente con carros, para poder transportarlas hasta sus casas. Pronto, casi todos los habitantes de Sauce tenían una o dos bolas con pinchos caídas del cielo para calentar su hogar.
Con el paso de los días las bolas se enfriaban, así que los habitantes de Sauce las empezaron a amontonar a las puertas de sus cabañas. El pueblo se llenó de bolas amarillas hasta que Ezequiel, el herrero, decidió echar a la fragua las que se amontonaban a su puerta. Así fue cómo los habitantes de Sauce descubrieron que las misteriosas bolas amarillas con púas que seguían apareciendo de tanto en tanto en el Camino del Bosque, en el propio bosque y (a veces) en mitad del pueblo, podían usarse durante todo el invierno para calentar sus casas. Mientras mantuviesen el calor podían ponerse bajo la mesa camilla o entre las sábanas y cuando por fin se enfriaban las echaban al fuego, donde ardían durante todo el día. Algunas incluso duraban varios días al fuego, o una semana entera, dependiendo de su tamaño.

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