domingo, 24 de septiembre de 2017

Viajes y Peripecias de Un Viejo Mercenario Esperando Poder Retirarse - Capítulo IV (1ª parte)



ÉRASE UNA VEZ, EN UNA TABERNA....
-  IV -
UN SULQTI-D’HAN INESPERADO

Drill y yo decidimos quedarnos un rato más en la taberna para cenar allí y pedimos más comida. Media docena de mercenarios entraron al cabo de diez minutos, animando el ambiente. Uno de ellos era Riddle Cort, un mercenario muy conocido de Dsuepu. Tenía unos cuarenta años, era muy alegre y divertido y le caía bien a todo el mundo. Había llevado una vida anónima, pasando sin pena ni gloria por varias misiones, hasta que llegó a él su sulqti, su “momento especial”.
Los mercenarios tenemos una jerga propia, una forma de comunicarnos al margen del resto de la gente de Ilhabwer. Un sulqti es esa misión que lo cambia todo: te da fama, te da fortuna, te hace encontrar tu verdadero lugar en el mundo....
Para Riddle, su sulqti llegó en forma de mujer, hacía año y medio. Una bella mujer de Escaste, descendiente de las razas mágicas de antaño, había probado todo para encontrar a su joven hija de trece años. Estaba desesperada y sin ideas. Todo lo que había intentado (el ejército, cazarrecompensas, rastreadores y furtivos, magia) no había funcionado y no sabía qué más hacer para encontrar a su hija.
Pero entonces apareció en su pequeña aldea (cerca de Pantlas) un mercenario joven, que acababa de cumplir una misión en la capital, en Kehida. Estaba de camino a Birma, donde cobraría sus honorarios, y necesitaba un lugar donde pasar la noche. La desesperada madre le acogió en su cabaña y contrató sus servicios.
Nadie sabe cómo Riddle pudo conseguirlo. Él, que siempre había sido muy agradable y modesto, atribuyó todo a la suerte, a la coincidencia y a la casualidad. Nadie se cree eso (al menos que su éxito se debiese sólo a la fortuna) pero el caso es que Riddle encontró una pista y acabó entrando en el tenebroso bosque de Haan, donde buscó y encontró a Solna la hechicera y la venció, descubriendo dónde escondía a la muchacha y rescatándola. Nadie sabe cómo logró todas esas proezas (gracias a un oportuno ataque de amnesia cuando Riddle salió del bosque de Haan acompañado por la joven adolescente) pero el caso es que volvió a la aldea de Escaste, donde madre e hija se reencontraron en medio de risas, lloros y abrazos desbordados.
Aquella misión fue el sulqti de Riddle, ya que la madre de la joven secuestrada era descendiente de los Elfos, la antigua raza de seres mágicos que habían formado y fundado el continente de Ilhabwer al inicio de los tiempos, de los cuales aún quedaban unos cuantos en la lejana tierra de Melnûn. Era una reina para su raza, así que colmó de bendiciones al dichoso mercenario, concediéndole el don de la buena suerte, haciéndole capaz de captar la buena suerte a su alrededor.
Como Riddle nunca había sido un mercenario avaricioso, el don de la descendiente élfica no le hizo más rico. Solamente hizo que el optimismo de Riddle aumentara (y que nunca le faltaran trabajos decentes y sencillos).
Lo contrario de un sulqti es lo que los mercenarios llamamos sulqti-d’han: una misión que aparenta ser normal, pero que encierra mucho sufrimiento y dificultades en su realización, un trabajo que sólo trae desgracias y desesperación. Y la peor desgracia no siempre es la muerte.
Lo que no nos esperábamos nadie es que un sulqti-d’han iba a hacer su aparición en “La taberna de los mercenarios”, aquella misma noche.


- ¡Hola gente! ¿Qué tal os va? – saludó Riddle, con una amplia sonrisa en su cara pálida.
Los parroquianos sentados en las mesas levantaron sus copas y sus jarras y jalearon al recién llegado, divertidos. El mercenario recién llegado se paseó por la taberna, saludando a propios y a extraños, repartiendo sonrisas y estrechando muñecas. Compartió chistes y carcajadas con muchos de ellos, hasta que Frank se acercó a él personalmente para preguntarle qué deseaba tomar. Pidió un whisky y después se acercó a la mesa de Kéndar-Lashär, que le esperaba sentado, comiendo el cordero del plato.
- Bienhallado, héroe de Ülsher – dijo, con tono deliberadamente pedante y cómico. El otro mercenario sonrió, sabiendo que Riddle lo hacía sin mala intención, con ganas de broma. Los dos mercenarios no se conocían personalmente, pero sabían de la fama del otro, cada uno en su contexto. – ¿Qué hacéis por aquí? ¿Acaso buscáis un nuevo lance?
- Así es – dijo Kéndar-Lashär, levantándose, mientras se limpiaba las manos en una servilleta.
- Permíteme que te salude como es debido y que te desee buena suerte – dijo Riddle, estrechándole la muñeca, con confianza. Los dos mercenarios se sacudieron los brazos, con respeto, mientras se miraban a los ojos.
- Gracias – contestó Kéndar-Lashär, con un asentimiento. Riddle se despidió con un cabeceo y se alejó de la mesa, yéndose a sentar en otra, ocupada por dos conocidos, donde Thelio le sirvió su whisky.
- Una cosa así necesitaría yo – musitó Drill, mirando divertido a Riddle. – Mi sulqti.
- Algunos nunca llegamos a encontrarlo – dije yo.
- Demasiado pocos lo hacen – dijo Drill. Su voz cambió cuando volvió a hablar, tomando un punto animada y aliviada. – Aunque prefiero mil veces no tener mi sulqti si con eso consigo ahuyentar mi sulqti-d’han.
- Wen a eso – dije, pasando mi dedo meñique por la frente y levantando después mi copa de vino especiado, conteniendo un escalofrío. Drill levantó su jarra y la chocó, antes de que los dos diéramos un trago.


- ¡Vamos! Mi madre se enfadará.... – dijo el chiquillo desdentado, queriendo recuperar su arco. En realidad era el arco de su hermano mayor, que ya estaba en la academia de mercenarios. Lo había cogido sin su permiso aquella misma tarde, para ir con su amigo Gus a tirar unas flechas. Ya era tarde y su madre se estaría preocupando porque todavía no estaba en casa: al pensar en la preocupación de su madre empezó a inquietarse también porque algo le pasara al arco de su hermano, así que intentó recuperarlo.
Todo podía haber ido bien la tarde entera pero estropearse al final: las cosas solían torcerse al acabar, cuando todo estaba terminando.
- Espeeera.... – dijo Gus, el niño de la cara sucia. – Déjame hacer un último tiro – pidió, cogiendo dos flechas que tenían en un montón en el suelo. – Haremos un disparo cada uno, para desempatar. ¿Vale?
- Vale – dijo Tim, el niño al que le faltaban los dos incisivos de arriba. – Déjame tirar yo primero.
- ¡Ni hablar! ¿Te crees que vas a engañarme? – dijo Gus, dándole un coscorrón en lo alto de la cabeza a su amigo, mientras estiraba el brazo para alejar el arco lo más  posible del alcance de Tim. – Si te dejo tirar primero te irás corriendo a tu casa con el arco....
- ¡Vale! Tira tú primero para que luego pueda tirar yo y nos larguemos a casa de una vez.... – dijo Tim, cada vez más inquieto.
Gus colocó la flecha en el arco, estiró la cuerda y apuntó, cerrando un ojo y sacando la lengua. Soltó la flecha, que viajó rápida y derecha hasta la tabla de madera, dando cerca del centro de la diana que habían pintado con tiza.
- ¡Atiende! – lo celebró el niño. Después tendió el arco a su amigo. – Te toca.
Tim cogió el arco de manos de su amigo, colocó la flecha, tensó la cuerda y disparó, todo con prisas: quería irse ya a casa.
La flecha salió con fuerza, pero desviada. Ignoró la tabla de madera y la diana pintada en ella y se coló por la ventana que había al lado, atravesando el cristal y entrando en la taberna.
Los dos niños se quedaron sin aliento, asustados.
Tim agarró el arco con fuerza y echó a correr. Gus se agachó para recoger las flechas del suelo, cogió las que pudo y salió detrás de su amigo.
- ¿Ves como nos teníamos que haber ido a casa cuando te lo he dicho? – gritó Tim, mientras corría a la par que su amigo, de camino a casa.
Los dos chiquillos corrieron tremendamente asustados, pensando sólo en esconderse debajo de la cama.


El murmullo llenaba la taberna, ni muy escandaloso ni muy tenue. Las conversaciones subían y bajaban de tono, con los giros que trazaban los diálogos.
- Creo que me voy a ir a casa – dijo Drill, al terminar su segunda cerveza. Suspiró al pensar que la casa que lo esperaba no era más que una habitación de pensión. Se limpió la barba grisácea de espuma de cerveza y me miró. – Estoy muy contento de haberte visto. Supongo que nos vemos mañana.
Señaló con un gesto a Kéndar-Lashär, que seguía comiendo su cordero con ganas. Miré durante un instante al fornido guerrero para volverme hacia Drill al cabo.
- Aquí nos veremos – le contesté yo, sonriéndole, intentando que mi bonita sonrisa le infundiera ánimos.
Entonces, inapreciable para todos, una flecha entró en la taberna. Atravesó el cristal de la ventana (el ruido quedó velado por las conversaciones del local) y viajó certera hasta impactar en la nuca de Kéndar-Lashär. El mercenario dio un respingo, soltó un gruñido inconexo y cayó hacia delante, impactando su frente contra la mesa con un golpe seco.
- ¡Atiende! ¿Qué le ha pasado al héroe de Ülsher? – gritó un cliente, asombrado pero sereno.
Todos nos volvimos hacia él, sin comprender por qué el mercenario seguía sentado a la mesa, pero en tan incómoda postura: inclinado hacia adelante, con la espalda encorvada y la frente contra la mesa, a escasas pulgadas del plato de carne y la jarra de cerveza.
Tuvo que pasar un instante para que viéramos la pequeña flecha que sobresalía de la nuca del mercenario.
- ¡Mierda! ¿Está muerto? – preguntó otro cliente.
- No puede ser.... ¡es el héroe de Ülsher! – dijo un tercero.
- ¡Kéndar-Lashär no puede morir en mi taberna! – dijo Frank, movilizando su gran masa para salir de detrás de la barra y acercarse al finado. Aquello sirvió para que los demás reaccionáramos y nos acercáramos a la mesa del joven mercenario.
Los que allí estábamos rodeamos la mesa y a Frank, que estaba incorporando al corpulento mercenario. Kéndar-Lashär cayó hacia atrás, recostándose en el respaldo de la silla de madera, donde seguía colgado su abrigo de cuero negro. Su cuello sonó como un montón de guijarros que caen y entrechocan por una pendiente. La cabeza quedó tendida hacia atrás: el mercenario tenía los ojos grises abiertos, perdidos, y la boca caída, en una mueca bobalicona.
- ¿Está muerto? – preguntó un mercenario, que había bebido demasiado. Frank lo miró, alzando una ceja.
- No, está dormido.... ¡Pues claro que está muerto! ¿Acaso no lo ves, Markus?
Todos los que rodeábamos la mesa ahogamos un suspiro, cayendo en la cuenta: el héroe de Ülsher había muerto de la forma más tonta, comiendo cordero sentado a la mesa de una taberna, atravesado por una flecha perdida.
- ¿Quién le habrá disparado? ¿Habrá sido algún enemigo? – preguntó alguien en voz alta. Unos cuantos tomaron sus armas y salieron de la taberna, encontrando solamente un puñado de flechas cortas en el adoquinado de la calle. Nada más.
- Qué mala suerte.... – murmuré.
- Sí. Esto ha sido un buen ejemplo de mala suerte.... – comentó Riddle. Entonces levantó las cejas, dándose cuenta de algo. Se miró la mano con cara de culpable, pensando en el don que le había regalado la descendiente de los Elfos. Acabó frotándose la mano contra el pantalón de pana que llevaba, mirando en torno, con disimulo. – Muy mala suerte....
- ¿No dijo que esperaba a un cliente? – dijo otro mercenario. – Quizá haya sido sulqti-d’han ¿Y si la misión que iban a proponerle era tan horrible que le ha traído su sulqti-d’han incluso antes de comenzarla?
Aquella opción nos hizo estremecernos a todos. Era demasiado terrible y sobrenatural. Algunos mercenarios se pasaron el meñique por la frente, para ahuyentar la mala suerte.
- ¡No digas bobadas, Steef! – dijo Frank, desechando la idea con un manotazo. – Ha muerto de una forma ridícula y penosa, todos lo lamentamos, rogamos por su alma, decimos wen. Pero ahora lo que tenemos que hacer es sacarlo de mi taberna y, una vez en la calle, llamar a los alguaciles. Que sean ellos los que investiguen esto y decidan si es sulqti-d’han, mala suerte o que le había llegado su hora.

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