jueves, 19 de julio de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 14


- 14 -
(Granito)

Llovió durante todo el camino de vuelta, hasta que entró en la provincia de Cáceres y el cielo se despejó, aunque se quedó con un montón de nubes deshilachadas. El Twingo, sin sobrepasar los límites de velocidad, voló por las carreteras, de vuelta al hogar de los Carvajal Sande. Víctor había hecho un gran trabajo y el coche respondía estupendamente.
Recorrió las carreteras ya conocidas para él, llegando hasta la mansión, y aparcó el coche directamente en la dársena con tejado metálico. Antes de salir se dio la vuelta en el asiento y, abriendo la mochila, sacó un montón de cosas que creía que podría necesitar del baúl que había bajo el asiento trasero del coche. Guardó varios cargadores de bolas de plata para las pistolas de aire comprimido, el florete bañado en plata, unas baterías de repuesto para el pistón trifásico fotovoltaico, tres trampas cuánticas, una red de hilo de diamante y plata, una piedra mogûn, un frasco de cristal reforzado con malla de acero con lágrimas de sirena del Cantábrico y varias piquetas bañadas en plata con símbolos grabados en la cabeza. Se echó la pesada mochila a la espalda al salir del coche y cerró el Twingo. Al caminar hacia la parte delantera de la casa, con la tarjeta del coche en la mano, se le ocurrió quitarle el llaverito con la roseta celta de plata. Tenía una idea para ella.
Venancio le abrió la puerta y él le saludó de pasada, entrando con prisa en la mansión. Pasó por el recibidor, sin fijarse en todos los objetos de decoración que había allí expuestos, y subió las escaleras hasta el primer piso, dirigiéndose al despacho de Sandra.
- ¿Sandra? – preguntó, llamando con los nudillos. Esperó, pero no tuvo respuesta, así que abrió con delicadeza. La mayor de los Carvajal Sande no estaba allí.
Se dio la vuelta y volvió por el pasillo, sin saber dónde preguntar por ella. Pasó por delante de los dos tramos de escaleras que llevaban al descansillo y siguió recto, de camino a la habitación de Sofía. Allí hizo lo mismo, llamando con precaución, pero sin recibir respuesta. Sofía no estaba en su cuarto.
Lucas volvió apurado al amplio pasillo de la primera planta, pasándose la mano por la cara. Había viajado todo el día desde el asentamiento de sus amigos Carla y Pancho y casi era de noche. Quería avisar en la mansión de sus próximos movimientos y salir cuanto antes, para aprovechar la última hora u hora y media de luz. Al no encontrar a nadie todo su plan se retrasaba.
Venancio llegó entonces al primer piso, subiendo las escaleras con tranquilidad. Miró con curiosidad al detective, parado en mitad del pasillo, pero sin decirle nada.
- ¡Venancio! ¿Sabe dónde están la señorita Sofía o la señorita Sandra? – Lucas se acercó al mayordomo con necesidad, peguntándole a bocajarro. Luego añadió, aunque sin mucho interés. – ¿O el señor Carvajal Roelas?
- El señor está en Cáceres, con la señora, reunidos con unos inversores – contestó, calmo. – La señorita Sandra está en los establos, si no me equivoco. Y la señorita Sofía descansa en la sala de lectura: no va a recibir clases, pero su madre le ha dado permiso para pasear por la finca o por la casa mientras se encuentre con fuerzas.
- Muchas gracias, Venancio – asintió Lucas, y bajó corriendo las escaleras. El mayordomo le vio irse con una mezcla de indiferencia y asombro.
Lucas buscó la sala de lectura, para hablar con Sofía y así poder salir por la parte trasera de la casa hacia los establos. A pesar del peso de la mochila y de los golpes que le daba en la parte baja de la espalda, al rebotar, corrió por los pasillos y las salas, asustando a algunos criados. Entró como un toro de lidia en la sala de lectura, haciendo que Sofía levantara la mirada del libro.
- Hola Lucas – sonrió.
- Hola Sofía – le devolvió la sonrisa, recuperando el aliento. – ¿Cómo estás?
- Bastante bien, la verdad – asintió la niña. – ¿Dónde has estado?
- Tenía que ir a ver a unos amigos – contestó Lucas, sentándose en un sillón al lado de la niña.
- ¿Pasaba algo grave?
- ¡No! Necesitaba su ayuda para entender lo que pasa.... aquí.
- Lo que me pasa a mí, quieres decir – dijo Sofía, poniéndose seria.
- A ti no te pasa nada – mintió a medias Lucas. – Hay algo que quiere hacerte cosas. Eso es lo que pasa.
- Un demonio....
- Puede, pero creo que hay algo más – contestó, enigmático, pero como todavía era una teoría no quiso dar más detalles. – Por eso quería verte: tengo que irme.
- ¿Otra vez?
- Sí, pero esta vez estaré más cerca. En el bosque.
Sofía no dijo nada, pero lo miró enarcando una ceja, interrogativa. Estaba muy divertida con esa mueca.
- Tengo que ir a comprobar una cosa al bosque que hay detrás de la casa. Creo que ahí encontraré la solución a esto. Eso espero.
- El Bosque de los Suspiros.
- ¿Cómo?
- El Bosque de los Suspiros. Siempre lo hemos llamado así – indicó Sofía. – Cuando era más pequeña me pasaba horas enteras jugando allí, por entre los árboles.
- Pues ahí voy – asintió Lucas. – Quiero que te quedes tranquila, volveré pronto. Y confía en tu familia: ellos te cuidarán.
- Lo sé.
- Voy a hablar con tu hermana Sandra – añadió Lucas. – No creo que te pase otra vez, pero por si acaso, le voy a explicar a Sandra cómo proceder.
- Vale – dijo Sofía, llorosa.
- Eeeh.... – Lucas se sentó en el brazo del sillón que ocupaba Sofía, pasándole una mano por el hombro. – Tranquila. No tengas miedo: si es verdad que el demonio sigue acechando, tu hermana sabrá cómo actuar y se lo explicará a tu familia para que te ayuden. Además, yo volveré en seguida.
- Vale.
- ¿Qué estás leyendo? – preguntó Lucas, mirando el libro que Sofía había dejado sobre sus rodillas, tratando de cambiar de tema. – ¿“Bosque Mitago”? Muy propio....
- ¿Lo has leído?
- Hace mucho, más o menos a tu edad.
- Espero que no te encuentres con estas cosas en el Bosque de los Suspiros – deseó Sofía, con los ojos brillantes, por las lágrimas que no habían caído.
Lucas deseaba lo mismo.

* * * * * *

Las nubes grises habían crecido, ocupando los espacios libres que antes dominaban el cielo. Aún había claros, pero eran muy pocos y muy pequeños. Lucas suspiró, esperando que la lluvia le dejase tranquilo.
Caminó con paso rápido hasta los establos, atravesando la finca trasera de la mansión. Venancio le había dicho que creía que Sandra estaba allí, pero si no la encontraba, había decidido seguir su camino, dejándole las instrucciones escritas en una nota. Por suerte, al acercarse a la puerta, vio en el interior que Sandra se afanaba allí, acicalando a su caballo Hércules.
- Buenas – saludó al entrar, decidido.
- Hola, señor detective – Sandra se dio la vuelta, un poco sorprendida por la súbita irrupción. – Pensé que estaría más tiempo fuera.
- He estado lo justo, para volver a tener perspectiva – explicó Lucas, sacando el pequeño llavero del bolsillo. – He hablado con Sofía, aunque no creo que la haya tranquilizado del todo....
- No se apure.
- De todas formas, quiero que tenga esto – le tendió el llavero y Sandra lo cogió, a la expectativa. – Es una roseta celta, un símbolo del Sol y de protección. Además está hecha de plata, lo mejor para luchar contra los demonios.
- ¿Por qué....?
- Porque tengo que irme otra vez – Lucas arrugó la cara – y quiero que tenga algo con lo que proteger a su hermana. Tengo el presentimiento de que el demonio no va a poder poseer a Sofía, pero si lo intenta quiero que tenga herramientas para enfrentarse a él y evitarlo.
Sandra miró el llavero y después al detective, con miedo.
- Solamente tiene que apoyarlo sobre la frente de Sofía, si empieza a sufrir otra posesión. Otro intento de posesión – se corrigió Lucas. – Simplemente eso. La roseta hará el resto. Y no se asuste si sale algo de humo al contacto con la piel: estará haciéndole daño al demonio, no a su hermana pequeña.
- Está bien.... – contestó Sandra, aunque parecía asustada.
- Tenga confianza. Si no me equivoco, y todo sale bien, volveré con la solución para su hermana.
Sandra asintió. Lucas la imitó y, sin nada más que decir, se dio la vuelta, para salir de los establos. La voz de Sandra le detuvo un instante.
- ¡Eh! No se equivoque.... – bromeó la hermana mayor de los Carvajal Sande. Lucas sonrió, se despidió con un saludo y reanudó su marcha.

* * * * * *

Llegó hasta el muro del fondo de la finca y lo recorrió. Pegados al muro había espinos y zarzales en abundancia, algunos secos y viejos, pero con espinas todavía afiladas, así que Lucas tuvo mucho cuidado al caminar por allí, acercándose lo mínimo. Llegó a un punto en el que el muro presentaba una abertura, una parte derruida y caída, así que escaló por los pocos cascotes y saltó al otro lado, aterrizando sobre una hierba mullida. Siguió pegado al muro, esquivando las zarzas, sólo que ahora del otro lado. Técnicamente, estaba fuera de los terrenos de los Carvajal.
Caminó con paso vivo por el campo, acercándose a la gran masa de árboles que se veía desde lejos. Eran robles enormes, salpicados de algún grupo de castaños y de alguna encina desperdigada y solitaria. El bosque parecía, desde la dirección en la que se acercaba Lucas, un muro de árboles, como soldados o centinelas de un antiguo ejército, que seguían de guardia después de cientos de años.
Entró entre los árboles cuando la lluvia empezó a caer. Al menos no era la tromba de agua que había sufrido en la carretera, mientras volvía en el Twingo, sino una lluvia intermitente y suave. Los árboles, altos y grandes, le protegieron del agua y sólo en alguna zona, en la que las copas de los robles no cubrían el cielo del bosque al completo, notó los aguijonazos del agua.
Llevaba puesto el mono rojo, así que iba protegido de la lluvia. Dentro de la mochila, en uno de los bolsillos pequeños, llevaba un gorro de lana, de color gris, con tantos años y tanto uso que casi era ya impermeable, pero no lo sacó todavía. Las copas de los árboles todavía lo protegían durante la mayor parte de su camino, así que sólo tenía que preocuparse al atravesar algún claro o en alguna zona más despejada. La humedad flotaba en el ambiente, pero no se mojó demasiado.
El bosque era anciano, eso lo notó Lucas nada más entrar. Lo que tardó en sentir fue que además era inteligente y peligroso. Veía los rastros verdes de la fuerza sobrenatural, como jirones de niebla, entre los árboles y sus ramas, cómo líquenes colgantes. Era algo que sólo él podía ver, pero cualquiera notaría cierta magia en el lugar, cierta presencia o fuerza en el ambiente.
Los robles eran altos y con copas frondosas y grandes. Crecían o muy juntos o muy separados, formando diferentes estratos de sombra y claridad, zonas llenas de hojas secas y raíces que asomaban con otras despejadas, en las que se veía perfectamente la tierra marrón, salpicada de rocas grises. Lucas caminó por entre los árboles con cuidado, guiándose únicamente por el azar, por su instinto y su “anomalía”. Aún era pronto para sacar el pistón trifásico: por ahora tenía que adentrarse más en el bosque.
Se hizo de noche y Lucas siguió andando. Sacó entonces el pistón, solamente para usarlo como linterna, encendiendo las luces verde y amarilla. Todo estaba muy oscuro, por la noche, las nubes y las copas de los árboles, así que hubiese sido imposible seguir sin la luz del pistón trifásico.
Ya no llovía, pero en algunas zonas el suelo del bosque estaba mojado. La humedad del ambiente era perenne. Lucas sintió frío y se puso el gorro de lana y unos guantes del mismo material. Aunque los árboles resguardaban un poco, no había que olvidar que estaban en diciembre.
Pasaba ya la medianoche, y en el mismo momento en que Lucas pensaba en buscar un refugio para pasar el resto de la noche (debía estar cerca del corazón del bosque), escuchó un gruñido y un siseo. Se detuvo al instante, agachándose instintivamente. Había algo allí cerca y se temía que no era un lince o un lobo o cualquier otro animal.
Hacía tiempo que había entrado en otra especie de mundo. Un mundo en el que las leyendas seguían vivas.
Un roblón de tronco ancho estaba cerca, así que se acercó y se escondió tras él, apagando el pistón, pero sin poder evitar que sus pisadas fuesen audibles. Una vez tras el tronco del árbol escuchó gruñir a la criatura de nuevo.
Ésta apareció por fin en su campo visual, entre los árboles, a unos veinte metros de él, caminando por el bosque con cautela, acechando. Lucas lanzó un reniego mental, lamentándose por su suerte.
Era un Ofídropo.
Llevaba el torso al descubierto, como la mayoría de su especie, con dos tatuajes, de serpientes: las cabezas de las  serpientes moradas le cubrían el pecho y sus cuerpos ondulaban hacia el torso, dando la vuelta por el costado y llegando hasta la espalda, donde sus colas terminaban en los omóplatos. Dos serpientes moradas más le adornaban el rostro, a ambos lados, con las cabezas frente a frente sobre las cejas negras. Vestía unos pantalones púrpura con un cinturón llamativo: la hebilla estaba formada por dos cabezas de serpientes enfrentadas, con las fauces abiertas. Su piel era amarillenta, con cúmulos de escamas en algunos sitios, y sus ojos tenían rendijas en vez de pupilas. Carecía de pelo, tenía la cabeza con un aspecto similar al de las cobras, sin orejas, y blancos colmillos le asomaban de las mandíbulas. Sus manos, una negra (la izquierda) y otra gris (la derecha), tenían garras en lugar de uñas.
Lucas había estudiado y visto por primera vez a los Ofídropos en India, hacía unos años. Un chamán que le instruyó allí le avisó de todos los peligros de aquellas criaturas. Por ejemplo, que su mordisco llevaba veneno, o que las heridas de la mano negra pudrían el miembro herido, o todo el cuerpo, si el arañazo era cercano al corazón.
A Lucas no le sorprendió encontrar un ejemplar en aquel bosque, aunque lo lamentó. Un hogar que los Ofídropos encuentran cómodo son los bosques sombríos y viejos.
Aunque deseaba pasar desapercibido, no lo consiguió. Había hecho mucho ruido al esconderse y el Ofídropo, además, tenía una visión infrarroja, a efectos prácticos, similar a su “anomalía”. Así que le encontró con facilidad.
Lucas, lleno de miedo, sin embargo actuó con destreza, como debía hacer. Encendió el pistón y lo echó al suelo, salió de detrás del árbol, desenvainando su florete de esgrima, enfrentándose a la carga del monstruo. Éste se echó sobre él, y aunque le buscó con las garras no le encontró, porque Lucas se había movido, apartándose, no sin lanzar un ataque de lado con el florete, dejando una herida larga y estrecha en el pecho.
El Ofídropo gritó de dolor, frenando su ataque. Se giró con rapidez, como atacan las serpientes, lanzando su mano gris, alcanzando a Lucas en el pecho, empujándole hacia atrás. Voló durante unos metros y aterrizó con la espalda y el trasero, rodando por la hierba y las raíces de los árboles. Aturdido, fue capaz de reaccionar, sin apuntar bien, lanzando un nuevo ataque con la espada, horizontal, al sentir que el monstruo estaba otra vez sobre él, tratando de herirle. El florete alcanzó las manos del Ofídropo, que las retiró dolorido. Lucas sacudió la cabeza, tratando de despejarse, y aunque le dolía la espalda, se lanzó hacía adelante, enfocando mejor al monstruo, golpeándole con el botón del florete en el hombro, de punta. No le atravesó la dura piel, cubierta de escamas en algunas partes, pero sí consiguió hacer que humeara, herido.
El Ofídropo chilló y siseó, dando dos pasos hacia atrás. Mostró los colmillos y se lanzó de nuevo sobre Lucas. Éste afirmó los pies y le lanzó un ataque, que el monstruo desplazó con el brazo izquierdo, alcanzando con un zarpazo el brazo de Lucas. El detective chilló, movió el florete, y aunque no alcanzó al monstruo, al menos lo espantó, haciendo que retrocediera.
Lucas estaba apoyado contra un castaño retorcido, recostado sobre su tronco. Se miró el brazo izquierdo, donde resaltaban cuatro cortes irregulares en la fuerte tela del mono y en su propia piel. Había sido un zarpazo con la mano gris, la derecha del Ofídropo, así que estaba libre de veneno. Aun así, la herida dolía un montón. Sudando, a pesar del frío, miró a su enemigo, que caminaba en arco frente a él, tentándole.
De repente atacó de nuevo, como una cobra lanzándose hacia adelante. Las dos manos, la gris y la negra, iban por delante, y Lucas volvió a golpearlas con el florete. La bestia las apartó, más preocupado que dolorido, pero Lucas se preocupó mucho más: el florete se le escapó de las manos, al golpear las del monstruo.
Mientras el florete repiqueteó contra las raíces del suelo, fuera de su alcance, Lucas pensó en sus armas. Estaban todas en la mochila, allá lejos, perdida cuando el Ofídropo le había golpeado la primera vez.
Pero entonces, cuando el monstruo volvía sobre él, recordó que llevaba una pistola en uno de los bolsillos del mono, uno de los que quedaba en el abdomen. Con velocidad, deseando que no se le enganchara en la cremallera, sacó la pistola de aire comprimido, apuntando a bulto y disparando dos veces.
La primera bala de plata le rozó la mejilla escamada al Ofídropo, pero la segunda le atravesó el hombro, saliendo por la espalda.
Aquella fue la que detuvo en seco al monstruo, que estaba a pocos centímetros de Lucas. Aulló de dolor y quizá también de miedo, trastabillando hacia atrás, girándose y corriendo. Pronto se perdió entre los árboles, desapareciendo de la vista.
Lucas, sin soltar la pistola, se tanteó las heridas, comprobando que sangraban  pero que no eran profundas. Suspirando y jadeando, por la adrenalina que todavía recorría las autopistas de sus venas, se incorporó y anduvo renqueante hasta la mochila. Allí tenía algunas gasas, quizá alcohol o yodo.
La recogió del suelo y se incorporó, dolorido. La lluvia había vuelto a empezar a caer y en aquella parte del bosque las copas de los árboles no estaban tan juntas y no hacían de paraguas natural.
Tenía que buscar un refugio, para guarecerse y curar sus heridas.

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