miércoles, 9 de abril de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 3


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- ¿Se encuentra bien, señor?
Se quitó la mano de la cara y miró a quien le había hablado. Era aquel conserje peruano o ecuatoriano tan agradable. Ramón o Román, no estaba seguro.
- Sí, sí, estoy bien – contestó sonriendo con amabilidad, aunque en realidad no sentía eso: estaba jodido, le dolía muchísimo la cabeza y en lugar de sonreír y hablar educadamente tenía unos irrefrenables deseos de agarrar a aquel sudaca de mierda y romperle la cabeza contra el mostrador de la conserjería. – Sólo ha sido un dolor de cabeza pasajero....
Ramón (o Román, seguía sin poder acordarse) le sonrió y asintió, comprensivo, dejándole a su aire y volviendo al otro lado del mostrador.
Heriberto Langa Romanillos siguió su camino, con paso algo inseguro, pero en la dirección correcta. No entendía lo que le había pasado antes (lo del dolor de cabeza no, llevaba todo el día igual: lo que le había sorprendido era el cabreo con el conserje) pero se alegraba de que hubiese sido una sensación pasajera. Él no era violento, nunca lo había sido, y además aquel conserje era siempre muy amable con todos los que trabajaban en la oficina. Por otra parte, no se consideraba racista, así que seguía sin entender aquel arrebato violento y xenófobo de hacía un momento. Respiró hondo, intentando que la pelota de plomo que le pesaba dentro de la cabeza se aligerase, sin conseguirlo. Por lo menos, pensó algo aliviado, el dolor punzante se había calmado.
Heriberto continuó por el pasillo, cada vez con paso más seguro. Llevaba todo el día con un dolor de cabeza terrible, que había empeorado después de comer. No sabía si se debía a las copas de vino que había tomado (demasiadas, se dijo) o a haber comido con su ex-mujer. O a ambas cosas, ya que si había bebido mucho vino había sido por soportar mejor a la mala bruja que hasta hacía unos pocos meses había sido su mujer.
Llegó a la sala de reuniones e intentó sacarse de la cabeza a la arpía de su ex, intentando concentrarse en lo que allí se iba a tratar. El futuro del proyecto estaba en juego, acompañado del trabajo de cientos de empleados. Eso sí que le hacía tener sudores fríos, y no los terribles dolores de cabeza de aquel día: Heriberto era un rico y acaudalado empresario, dueño de una quinta parte de la empresa NeviComp, que fabricaba componentes para dispositivos de telefonía móvil y ordenadores portátiles, además de algunos dispositivos electrónicos utilísimos en el desarrollo de misiles nucleares y armas inteligentes. A pesar de todo su dinero, su ex-mujer, su ex-amante (más joven que su ex-mujer), su actual amante (más joven que su ex-amante y mucho más joven que su ex-mujer), sus tres coches, su apartamento en el centro de Madrid, su casa en la sierra y su chalet en la playa, era un buen hombre. La idea de que cientos de personas se fueran a la calle por una mala gestión de los socios hacía que la camisa (carísima, de Gucci) no le llegara al cuello.
En la acogedora sala (forrada de maderas nobles, con varios cuadros carísimos de arte moderno que no comprendía, enmoquetada en un tono gris perla y con un gran ventanal que dejaba entrar la luz de la media tarde para que iluminase la amplia mesa de reuniones) ya estaban los demás socios: otros cuatro hombres como él, temerosos de Dios, ricos hasta la náusea, divorciados, con el colesterol alto y algún que otro amago de infarto, charlando de pie al lado de la amplia ventana. Sólo faltaba el sexto hombre, el presidente de la compañía, un títere elegido a dedo por ellos cinco.
Se acercó a la ventana, notando que la pelota de plomo que llevaba en la cabeza desde que se había despertado se ponía al rojo vivo, volviéndole a provocar un dolor de cabeza punzante y ardiente. Se llevó la mano a la cara, presionándose los ojos con los dedos.
- ....y la demanda está en alza. Por eso es muy importante que la producción no descienda, aunque simplemente se mantenga – escuchó, mientras llegaba hasta el grupo de socios. – Heriberto, ¿estás bien?
Heriberto se quitó los dedos de los ojos y miró a sus compañeros. Tras las estrellitas de color blanco que aparecieron delante de sus ojos pudo ver a Jorge Antúnez Losada y Miguel Andrés Rovira Sanz, dos compañeros de la junta. Los dos le miraban con curiosidad.
- Solamente es un dolor de cabeza puñetero que me está dando la tarde.... – contestó, forzándose a sonreír. Mientras, en su cabeza, se formaban imágenes en las que apuñalaba con saña a sus dos compañeros, utilizando la pluma de oro que llevaba en el bolsillo de la camisa.
- Mal momento para un dolor de cabeza....
- Toda la razón.... – contestó Heriberto, intentando borrar los horribles pensamientos que su cerebro había invocado. El dolor de cabeza pasó repentinamente, aunque la bola de plomo seguía pesando y presionando dentro de su cerebro.
- Vamos, tampoco es para tanto – intervino Miguel Andrés Rovira Sanz, con su siempre flemática compostura. – La situación se podrá resolver con bastante facilidad, ya veréis como no hay tanto problema....
- Me encanta tu optimismo, Rovira, pero las cosas no son tan sencillas.... la situación está muy mal....
- Muy mal.... – musitó Heriberto. En realidad no estaba dando la razón a Jorge Antúnez Losada. Heriberto tenía otras cosas en la cabeza.

* * * * * *

- ¡¡Otro punto rojo!! – anunció Marta Velasco Iglesias, la técnico que había registrado la aparición del primer punto parpadeante aquella misma tarde. – Esta vez es en Madrid.... ¡También parpadea!
- ¡¡No lo pierda de vista!! – aulló el general Muriel Maíllo, avanzando desde el fondo de la “Sala de Luces” con decisión. – ¡¡Márquelo, monitorícelo y analice el sistema!! ¡¡Quiero confirmación de que es un aviso real y no un fallo que se ha repetido!!
El general llegó como un tren mercancías a la barandilla que había delante de la pantalla, y que no permitía acercarse a ella más cerca de tres metros. Muriel Maíllo no quitaba la vista del grupo de luces que formaban el nuevo punto, parpadeando con una cadencia lenta, dentro de la comunidad de Madrid. El general contuvo el aliento: parecía que el punto se encontraba dentro de la capital.
- No hay errores en el sistema, señor – contestó Marta Velasco Iglesias, después de poner en marcha el motor de análisis del sistema y comprobar el resultado en su consola. – El parpadeo es normal.
- Vuelva a comprobarlo.... – pidió el general, con voz queda. Las dos circunferencias verdes aparecieron en la pantalla, rodeando el nuevo punto rojo, que parpadeó una vez más y se detuvo, quedándose fijo. Siete veces, pensó el general. Ha parpadeado siete veces.
- Muy bien, señor – contestó Marta Velasco Iglesias, volviendo a teclear en su ordenador, volviendo a analizar el sistema en busca de fallos.
- Está situado en Madrid, en el barrio de Fuencarral – dijo otro técnico, tres cubículos más a la izquierda del de Marta.
El general Muriel Maíllo consultó su reloj de pulsera, calculando las horas que separaban el primer evento de aquel último. Tan sólo han pasado algo más de tres horas....
El general se dio la vuelta, dejando de mirar la pantalla que poca información le podía dar ya, dirigiéndose a la consola de Marta Velasco Iglesias y deteniéndose allí, mirando la pantalla del ordenador de la técnico.
- No hay fallos, señor.... – dijo la mujer, con voz tímida. El general se mantuvo inmóvil durante un momento y luego asintió, la boca apretada bajo el mostacho gris.
- Bien. Vuelva a hacer un análisis, esta vez de toda la interfaz, y comuníqueme el resultado en cuanto termine.... – ordenó, con la voz grave y serena, pero con los ojos  preocupados. Después se dio la vuelta y salió de la sala.
Marta Velasco Iglesias lo miró marchar y después se volvió a mirar al técnico que estaba tres cubículos más a la izquierda que el suyo. El hombre le estaba mirando, algo nervioso, pero consiguió sonreír hacia ella y le dedicó un asentimiento de ánimo. La mujer se levantó y caminó por el pasillo que había frente a la pantalla de luces: a ambos lados tenía filas y filas de terminales ocupados por técnicos trabajando: tan sólo una cuarta parte de ellos había presenciado la aparición del último punto rojo.
La técnico se detuvo en otro terminal, atendido por una mujer bajita con grandes gafas cuadradas.
- Mónica, ¿puedes hacer tú el análisis de la interfaz? – preguntó. La otra mujer asintió, sin cambiar el gesto de la cara. – ¡Muchas gracias! Te debo una....
Y salió de la sala, en pos del general.
- ¡General! ¡General! ¡Señor! – lo llamó desde lejos, antes de alcanzarle. El general bajó el ritmo de sus zancadas, pero no se detuvo. Marta lo alcanzó después de la carrera, poniéndose a su lado y manteniendo el ritmo gracias a sus largas piernas. – Señor, tengo que hablar con usted.
- ¿Ya ha hecho el análisis que le he pedido? – replicó el general. Normalmente era alguien exigente pero amable: Marta imaginó lo preocupado que estaba.
- Está en ello, señor.... – contestó, sin mentir demasiado. – Tengo que hablarle sobre lo que está ocurriendo....
- ¿Y qué está ocurriendo? – preguntó el general, mirándola un instante, sin dejar de andar, con tono de broma. – Yo aún no lo sé....
Marta sonrió a su vez, a la par que el general.
- Bueno, creo que puedo imaginar qué ocurre.... – admitió la mujer, con humildad.
El general sonrió ligeramente, mirando hacia adelante, para que Marta no pudiese verlo.
Marta Velasco Iglesias era una de las técnicos con mejor historial de la agencia, el general lo sabía bien. Lo sabía porque llevaba mucho tiempo observándola y, desde hacía un par de meses, investigándola. El departamento de personal llevaba dos meses haciendo una evaluación interna para seleccionar un grupo de agentes (no más de ocho, pero no menos de cinco) para ascenderlos a investigadores de campo a jornada completa. El general, como director de la agencia y uno de los agentes que más trato tenía con todo el personal, formaba parte de la comisión evaluadora. Marta Velasco Iglesias era una de las candidatas mejor posicionadas.
- ¿Y qué cree que ocurre? – preguntó.
Marta tomó aire intensamente antes de contestar.
- Tenemos dos posibles posesiones en poco más de tres horas – empezó a enumerar. – Han ocurrido en una zona cercana: una en la provincia de Ávila y otra en Madrid. Creo que nos podemos encontrar ante una ola de posesiones. Y si tenemos buena suerte no serán infernales.
- ¿Una ola? – preguntó el general, algo asombrado. Había bajado el ritmo de sus pasos: seguían andando por los pasillos de la ACPEX, pero bastante más despacio. – Dos eventos aislados y sin relación confirmada no parecen suficientes para calificarlos de una ola de posesiones....
- Es cierto, señor....
- Y además, ¿infernales? – comentó, con sorna. – No caiga en histerismos propios del populacho, señora Velasco. No es adecuado hacer conjeturas sin una base sólida fundamentada en pruebas....
- Por eso creo que lo correcto sería enviar a un equipo de investigadores a recopilar datos y pruebas sobre las.... presuntas posesiones....
- ¿Y qué cree que pretendo hacer? – comentó el general, deteniéndose en el pasillo. No sonreía, pero sus ojos parecían risueños al mirar a la técnico.
- Supongo que iba a decidir quién sería el agente más adecuado, consultando los listados de misiones para ver quién está destinado en alguna de ellas y quién está libre.... – dijo Marta, nerviosa. Tragó saliva y se la jugó. – Querría ser la designada, señor.
- ¿Usted? – se asombró el general, aunque no demasiado. Como Marta miraba al suelo se permitió otra sonrisa fugaz. Después volvió a echar a andar, siendo seguido por la mujer. – Usted no tiene experiencia de campo, tan sólo es una técnica de la “Sala de Luces”. Admito que es muy buena en su trabajo, pero....
- He trabajado en tres casos como agente de apoyo – se defendió Marta, sabiendo cuáles eran sus logros y usándolos. – Sé que no es lo mismo que trabajar como investigadora o en un equipo de campo, pero recibí muy buenas evaluaciones de los agentes que fueron mis superiores.
- Recibí los informes, señora Velasco – aceptó el general, en realidad divertido con aquello. Ya había tomado una decisión hacía rato, pero quería comprobar una cosa. – Y sus notables resultados le ayudarán a participar en algún caso más como agente de apoyo y quizá en unos años logre llegar a investigadora de campo.
- Señor, con el debido respeto, yo he sido quien ha recibido los dos avisos, y quien los ha investigado en primera instancia – dijo Marta, defendiéndose. – Sé que eso no convierte el caso en mío, pero al menos podría servir para que siguiera trabajando en él, aunque fuese como “agente de oficina” – dijo Marta, usando el apelativo que se usaba en la agencia para designar a los agente de apoyo, los que ayudaban a los agentes de verdad que investigaban en el terreno.
- Creo que no podrá ser.... – dijo el general deteniéndose otra vez. Marta lo hizo a su lado, sin poder evitar una mirada decepcionada y enfadada. – Las cosas en la ACPEX no se hacen así. Este caso no será suyo, lo lamento. Tengo que comprobar si el agente Justo Díaz Prieto está libre: él será el encargado. Usted sólo lo asistirá en el terreno.
Marta tardó un instante en darse cuenta de lo que significaban las palabras del general. Entonces lo miró con los ojos abiertos y una sonrisa alegre en los labios.
- ¿Cómo dice?
- Usted figurará como agente de apoyo, aunque trabaje en el terreno con el agente Díaz Prieto. Seguirá sus órdenes y aceptará su liderazgo....
- ¡Por supuesto, por supuesto! – saltó Marta, loca de contenta, incapaz de contenerse y lanzándose a abrazar al general. – ¡Gracias, señor!
- Pero antes – dijo el general con su grave voz, poniéndose serio, logrando mantener su sonrisa escondida – debe responderme a una pregunta. Y debe responderme bien, señora Velasco....
- Adelante – dijo Marta, sin que se le pasara por alto que su superior no había utilizado el término “agente” para referirse a ella. Todavía no.
- ¿Por qué tiene tanto interés en ser agente de campo tan pronto? ¿Por qué no esperar a seguir el ritmo normal para ascender hasta llegar a ser investigadora? – inquirió el general, muy serio. No quería cometer los mismos errores que con el agente Guijarro Teso.
Marta lo pensó un instante antes de contestar, resistiendo la mirada certera del general Muriel Maíllo.
- Sé que soy buena en este trabajo y que puedo hacerlo mejor siendo investigadora – respondió al final. – No es tan fácil para una mujer ascender en ningún trabajo, pero para una mujer que empieza como técnico en esta agencia es mucho más difícil. Sólo quiero hacer méritos para poder ascender. Quiero llegar a lo más alto en la ACPEX.
El general Muriel Maíllo casi suspiró tranquilo al escuchar la respuesta.
- Me alegra oír que tan sólo se trata de su obsesión por ascender lo que la empuja – comentó, con ironía. Al menos aquella motivación, aunque moralmente discutible, era sincera. – Si hubiese contestado otra cosa, quizá más sentimental, hubiese dudado. El caso es del agente Díaz Prieto, y suyo.
Marta no pudo contenerse y volvió a abrazar al general Muriel Maíllo.

* * * * * *

- ....por lo tanto, es imposible no despedir a algunos trabajadores. La cuestión es que sean los menos posibles.
Los otros tres socios mayoritarios y el presidente de la compañía asintieron. El cuarto socio no respondió a la reciente intervención de Jorge Antúnez Losada.
Heriberto se sentía mucho peor que hacía un rato, antes de que empezase la reunión. Mientras esperaba que llegase el presidente no dejó de sentir aquel peso en la cabeza, la bola de plomo que le presionaba desde dentro, pero al menos no sufrió ninguno de aquellos dolores punzantes y puntuales. Cuando el presidente llegó y se sentaron a la mesa de juntas, todo siguió bien.
Pero desde hacía unos minutos, la bola de plomo se había vuelto a calentar al rojo vivo, haciendo que la cabeza le reventase de dolor. Le molestaban las intervenciones de los hombres que estaban con él, le molestaba la luz que entraba por el amplio ventanal, le molestaba el frío del agua que se había servido en el vaso vacío que tenía ante él y que había bebido intentando aliviar el dolor de cabeza que le desgarraba el cerebro.
Se apretó los ojos con los dedos, clavándose las uñas en los párpados, pero era tal el dolor de cabeza que ni siquiera las notó hincándose en la delgada capa de piel.
- Parece que no hay más que hablar. Es evidente que los despidos son prácticamente inevitables – intervenía en ese momento el presidente de la compañía. Heriberto se quitó los dedos de los ojos y lo miró. Nunca había odiado tanto a una persona como en ese momento. Si hubiese podido le hubiese pateado la cara, aunque no sabía por qué. – Lo que debemos hacer es decidir de qué departamento.
- El más numeroso es el departamento contable – intervino Miguel Andrés Rovira Sanz, sentado a su derecha. – Podemos eliminar veinte empleados sin problema.
- Con otros diez empleados menos creo que sería suficiente y capearíamos el temporal.... – opinó otro socio, Guillermo Barrado González.
- Podrían ser de fabricación – opinó Jorge Antúnez Losada. – Dos o tres de cada línea de producción....
- Podría ser una solución – dijo el presidente, visiblemente aliviado por lo fácil que se había resuelto todo. – Ahora sólo queda votar....
Todos los miembros de la mesa alzaron la mano, de acuerdo. Todos menos Heriberto.
- Heriberto. ¿Se encuentra bien? – se interesó el presidente.
Heriberto (el cuerpo del que antes era Heriberto) se quitó la mano de los ojos y miró a los presentes con sus nuevos ojos rojos, de iris dorados.
- Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre.
- ¿Qué? – dijo el presidente, atónito.
- ¿Qué cojones te pasa? – bromeó Antúnez Losada, riendo.
En ese instante llamaron a la puerta y el conserje ecuatoriano entró en la sala, empujando una mesa con el servicio del café. Heriberto lo vio y (la pequeña parte consciente que todavía quedaba de él) se dio cuenta de que lo que se había apoderado de él se enfurecía.
Saltó encima de la mesa y corrió a cuatro patas por ella, a toda velocidad, en una mezcla de simio y guepardo. Saltó al suelo, al lado de la mesa del café. Cogió la cafetera de cristal y golpeó en la cara del conserje, rompiéndolas (cafetera y cara) y quemando al hombre con el café recién hecho. Con los restos de la cafetera en la mano, mientras el conserje gritaba desde el suelo con las manos en la cara, la bestia con el cuerpo de Heriberto se volvió hacia el presidente y le rajó el cuello con el filo del cristal. El hombre empezó a sangrar sobre la mesa mientras el resto de socios se ponían en pie, asustados y alarmados.
- ¡¡Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre!! – aulló, lanzándose hacia ellos con las manos por delante.
Con ansias de matarlos a todos.


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