martes, 15 de abril de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 5


- 5 -


- Ponte un poquito más a la derecha – dijo él, mirando por el objetivo. La imagen reducida de ella compuso una mueca de fastidio, resoplando, pero se movió, divertida. Volvió a posar y a sonreír. – ¡Ahí! Justo ahí.... ¡Estás estupenda!
El chico apretó el disparador y la pesada cámara capturó la imagen, mostrándola en el visor.
- Genial. Sales guapísima.... – dijo él, con voz de enamorado, mirando la foto. Ella trotó hasta él para verla. Él movió la cámara para que ella pudiese ver la foto bien, esperando el veredicto.
- Bueno.... Fíjate qué cara.... – dijo ella, con voz disgustada.
- ¡Pero qué dices! ¡Estás guapísima! – dijo él, sorprendido. No se acostumbraba a que ella se viese fea en las fotos. – Además, fíjate qué bien se ve el puente y el río por detrás de ti....
Ella acabó sonriendo, porque en realidad sí que le había gustado la foto.
- Eso sólo es porque el fotógrafo es estupendo.... – dijo, sonriendo, acercándose a él.
- Es fácil, cuando la modelo es tan guapa.... – contestó él, también juguetón, apartando la cámara y besándola a ella.
Damián García Toquero y Ángela Martín Martín llevaban un par de días en Toledo, visitando la magnífica ciudad. Habían estado antes en Guadalajara, Cuenca, Albacete  y  Ciudad  Real,  y  por  último  visitaban  Toledo, antes de volver a Madrid.
- ¿Cómo estás? ¿Te sigue doliendo? – preguntó Damián García Toquero. – Si quieres volvemos al hotel....
- No, no, estoy bien.... – mintió Ángela Martín Martín, intentando poner buena cara. Sabía que Damián quería seguir paseando y cruzar el puente de Alcántara completo y visitar el castillo de San Servando, para volver luego a pasear por las callejuelas de la ciudad, así que su dolor de cabeza no iba a estropeárselo. En realidad no le dolía tanto como a primera hora de la mañana, cuando pensaba que la cabeza le iba a estallar. Notaba una presión desde dentro que la mataba. Incluso parecía que la ardía.
- ¿De verdad?
- Sí, de verdad – contestó Ángela, sonriendo sin problema. – Ya casi no me duele. Puedo seguir. Será el Sol, nada más....
Damián la miró, no muy convencido, mientras ella sacaba del bolso la botella de agua y bebía un buen trago. Había leído no sabía dónde que la mayoría de las veces que dolía la cabeza se debía a una leve deshidratación, así que con beber agua se pasaba el malestar. Quizá fuese eso lo que le pasaba a ella.
Como Damián quería seguir paseando hizo como que se creía del todo que Ángela estaba bien, sonrió, le pasó el brazo por los hombros y siguió caminando por el puente de Alcántara.
Llevaban juntos casi cinco años, viviendo en el mismo piso tres y prometidos desde hacía seis meses. La boda iba a ser la próxima primavera y los dos estaban encantados con  la idea. Damián no podía imaginar otra chica con la que estar y Ángela había encontrado en Damián todas las cosas que siempre había deseado que fuera o tuviera el chico que podía ser su marido. Como todas las parejas discutían y tenían sus enfados, pero también era verdad (lo decía todo el mundo) que eran más felices estando juntos que por separado, y que todos los problemas y dificultades que se encontraban (incluyendo las discusiones) los superaban gracias a que trabajaban muy bien en equipo.
Al llegar al final del puente vieron a un mendigo apoyado en uno de los costados del arco, con una pequeña cajita de madera en el suelo frente a él. Damián se separó de Ángela y se acercó al hombre, sacando veinte céntimos del bolsillo y dejándoselos en la caja. Ángela sonrió con cariño al verlo y sacó el móvil del bolso, para fotografiarle.
- ¿Qué haces? – dijo, él, riendo, al verla. – Toma la cámara si quieres hacerme una foto....
- No, quiero una en el móvil, para poder ponerla de fondo de pantalla.... – rogó ella, poniendo la voz con la que conseguía que él hiciese cualquier cosa que ella le pedía. Notó que el dolor de cabeza despertaba de nuevo, empujando ligeramente desde dentro del cráneo. Hizo una mueca, pero logró que Damián no lo notase bajando la cabeza y mirando hacia el móvil.
- Bueno, vale, házmela aquí.... – dijo él, separándose del mendigo que los miraba a ambos con cara seria. Damián se acercó al lado del arco, para que Ángela pudiese sacarle a él con una vista de Toledo y del río al fondo.
Ángela buscó la aplicación de la cámara de su teléfono y apuntó hacia su novio.
- Muy bien. A ver, sonríe.... – dijo, alegre. En la pantalla del móvil Damián posó para la foto y sonrió, con una cara divertida. Ángela también sonrió, ignorando su dolor de cabeza.
Entonces, entrando dentro del alcance del objetivo de la cámara, en el mismo instante que Ángela hacía la foto, el mendigo que estaba sentado al lado del arco del puente se lanzó sobre Damián, agarrándole por el pecho de la camiseta. Ángela dio un grito, asustada, sin dejar de mirar la pantalla del móvil, que recogía toda la escena.
Asustada, no pudo evitar pulsar una y otra vez el botón del disparador que aparecía en la pantalla, capturando la pelea fragmento a fragmento. No supo reaccionar de otra forma, y golpeaba la pantalla de su móvil de forma tan compulsiva que acabó poniendo en marcha la cámara de vídeo, registrando la pelea en movimiento.
Damián se sorprendió mucho ante el ataque sorpresa, sin poder reaccionar al principio. Cuando aquel hombre de piel oscura y olor nauseabundo le tuvo agarrado por la pechera de la camiseta, el joven reaccionó, sujetándole por las muñecas y manteniéndole alejado. Notó la piel del mendigo muy caliente, como si tuviera fiebre.
Los dos forcejearon, zarandeándose el uno al otro, al lado del murete que había en la orilla del río. Damián estaba muy nervioso, sin saber qué hacía o qué pasaba. Era demencial. El mendigo sólo jadeaba y farfullaba sonidos sin sentido. Ángela seguía sosteniendo el móvil, llorando, sin poder reaccionar. El dolor de su cabeza parecía haberse pasado.
Al fin, después de un violento empujón del mendigo, Damián soltó las muñecas de su atacante, por la inercia. El mendigo entonces aprovechó para tirar de él y golpearle contra el pretil de piedra. Damián recibió el golpe en la espalda y se quedó sin respiración durante un segundo. Ángela chilló, aterrada. Pero seguía sujetando el móvil delante de ella.
El mendigo agarró por el cuello a Damián, que se revolvió como pudo, sin respiración y dolorido. Pero poco pudo hacer contra la fuerza sobrehumana de aquel hombre, que le golpeó la cabeza contra la piedra del muro que protegía a los viandantes de caer al río. La sangre salpicó pronto la piedra.
Ángela soltó el móvil, gritando y llorando, asustadísima e histérica. El mendigo se volvió a ella y la miró, con los ojos rojos y de iris dorados fijos en ella.
- Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – murmuró, con voz malévola y arrastrada.
De dos zancadas llegó hasta la chica, agarrándola de la cara, con manos como garfios. Clavó los pulgares en los ojos de la chica y apretó, con fuerza, venciendo la resistencia que ofrecieron los globos oculares.
Ángela gritó de dolor y de pánico, antes de perder el conocimiento para siempre.

* * * * * *

Marta apuró el cigarrillo y lo lanzó al suelo, pisándolo con cierto nerviosismo. Había dejado de fumar hacía meses, pero había tenido que volver a empezar,  dadas  las  actuales
circunstancias.
Le habían asignado el caso (en realidad a ella no, pero iba a trabajar en la calle, con un investigador de la agencia), y aunque era lo que ella quería, tamaña responsabilidad le abrumaba un poco. Además, estaba delante del depósito de cadáveres, esperando a Justo para entrar, y lo de ver muertos en mesas de acero inoxidable no le ayudaba a tranquilizarse.
Cuando ya pensaba en sacar otro cigarrillo del paquete y encenderlo, un viejo R-11 llegó al aparcamiento desde la avenida. Dio una vuelta y aparcó en batería al lado de otros tres coches que había allí. El resto del aparcamiento estaba vacío: Marta miró la hora en su reloj de pulsera y comprendió que a las tres de la tarde la mayoría de la gente estaría comiendo.
Del R-11 se bajó un hombre, con soltura. Marta no conocía a Justo Díaz Prieto, pero era una especie de leyenda en la agencia: era uno de los agentes más veteranos, con mayor número de misiones exitosas en su historial, al que el general y la jefatura acudían cuando se enfrentaban a un caso complejo.
Marta se había imaginado a otro tipo de hombre, muy diferente del que bajó del viejo Renault (también se había imaginado otro tipo de coche): ella esperaba a un hombre maduro, de cabello abundante y gris, quizá blanco en las sienes. Bien parecido, atlético y en forma, vestido de forma elegante aunque cómoda. Incluso le imaginaba bronceado, aunque no podía explicarse por qué.
El hombre que bajó del R-11 (el verdadero Justo Díaz Prieto, se dijo Marta) era un agente de unos sesenta años, delgado, de rostro estirado y arrugado, con restos de barba blanquecina. Era alto, sí, pero ni mucho menos fornido o atlético. Vestía como un oficinista mediocre, con un traje barato y arrugado, cubierto todo por una gabardina color beige, a pesar del calor del verano. Sobre la cabeza llevaba un pequeño sombrero de color gris oscuro.
La desilusión de Marta se esfumó cuando aquel hombre (su compañero y su superior) se plantó delante de ella y le miró a los ojos: unos ojos azules muy claros, astutos, avispados e inteligentes. Los nervios de colegiala el primer día de clase volvieron a inundarla.
- Imagino que es usted Marta Velasco Iglesias, ¿no es así? – dijo el agente, tendiéndola la mano. – El general me dijo que me esperaría usted aquí. Yo soy Justo Díaz Prieto.
- Encantada – dijo ella, estrechándole la mano de forma distraída. El apretón no fue todo lo firme y seguro que a Justo le hubiese gustado, pero disimuló su mueca de desilusión.
- ¿Entramos? – preguntó, indicándole a Marta que iniciara ella la marcha.
- Sí, sí, claro.... – Marta entró delante, seguida de cerca por Justo. – Viene usted de Ávila, ¿no es así? ¿Qué ha encontrado en el lugar del primer evento, agente Díaz? – preguntó, volviéndose a medias para mirarle.
- Llámeme simplemente Justo.... – contestó él con una sonrisa agradable. Sin embargo, Marta no podía dejar de pensar en él como un profesor de instituto que no iba a dejar pasarle ni una. – Había dos muertos, dos mujeres jóvenes. Todo indicaba que una de ellas había matado a la otra antes de suicidarse tirándose por la ventana.
- ¿Algún resto de indicio paranormal? – preguntó Marta, sintiéndose extrañamente serena a pesar de estar hablando de gente muerta.
- A primera vista ninguno – contestó Justo – pero un equipo de campo estuvo allí conmigo tomando muestras y lecturas. Tendremos los resultados hoy mismo.
Los dos llegaron a una garita en la que un conserje los miró llegar.
- Buenas tardes. ¿Son los agentes de la Jefatura Central de Homicidios? – preguntó, solícito.
- Somos nosotros – contestó Justo, sonriente, mientras mostraba su acreditación falsa. – El agente Díaz y la agente Velasco.
Marta sacó su acreditación (recién hecha aquella mañana en las dependencias de la ACPEX) y se la mostró al conserje, sintiéndose extrañamente orgullosa al oírse llamar “agente”, aunque sabía que en realidad seguía siendo solamente una técnico.
- Llamaron a media mañana de la Jefatura para avisarnos de que vendrían.... – comentó el conserje, comprobando los nombres de los dos en una lista que tenía sobre una tablilla en la mesa. – Pueden pasar. ¿Saben dónde tienen que ir?
- Sí, no es la primera vez que venimos – dijo Justo, sin dejar de sonreír. Marta imaginó que Justo iba allí a menudo, aunque verdaderamente ella era la primera vez que iba. – Podemos ir solos.
- Muy bien. Buenos días – se despidió el conserje.
Justo sonrió aún más y le dedicó un cabeceo, empujando suavemente a Marta para que marchara por el pasillo.
- ¿Así de fácil? – preguntó, asombrada.
- Así de fácil. La Jefatura Central de Homicidios es un departamento de la Policía Nacional que no existe realmente, pero la ACPEX se encarga de que aparezca de vez en cuando en los medios o en informes reales de casos verídicos de la policía o la Guardia Civil. De esta forma mucha gente ha oído hablar de ella o le suena vagamente. Así es fácil presentarse como agente de la Jefatura ante la policía o ante otra gente....
- Ya veo....
- Bueno, ¿y qué es lo que vamos a ver aquí? – preguntó Justo.
- Son los cadáveres de siete personas. Todos hombres, miembros de la empresa NeviComp. Murieron asesinados en la sala de reuniones de una de sus sedes aquí en Madrid – explicó Marta. Se sabía el informe de pe a pa: no quería cagarla. – Estaban en el lugar donde registramos el segundo evento, ayer por la tarde.
Justo asintió.
- ¿En la agencia creen que tiene que ver con lo que ha pasado en Ávila?
- No lo sabemos, pero los dos eventos se registraron similares y con apenas tres horas de diferencia.
Llegaron a la sala de autopsias y Justo llamó al cristal que había en la puerta, a la altura de la cabeza. Un forense que había dentro, en bata, les indicó que pasasen.
- Buenas tardes, soy el agente Díaz, de la Jefatura Central de Homicidios. Ésta es la agente Velasco. Veníamos por los siete cadáveres de la tarde de ayer....
El forense miró la acreditación que le mostraba Justo y asintió, profesional.
- Sí, llevo toda la mañana con ellos. Hacía tiempo que no teníamos algo así por aquí....
- ¿A qué se refiere? – preguntó Justo, acompañando al forense. Marta se quedó un poco atrás, aturdida por la situación y por el olor de la sala. Había seis cuerpos destapados en sus mesas de acero inoxidable, a los que intentaba no mirar directamente.
- Bueno.... para empezar siete cadáveres son muchos cadáveres, no sé si me entiende.... – explicó el forense, que era un hombre joven, con cara redonda de niño y gafas de montura estrecha. – Además, han sido asesinados de una forma muy bestia....
- Entonces ha sido un asesinato.... – indagó Justo.
- Pues claro. ¿Qué pensaba que había sido, una muerte espontánea en grupo? Aquel de allí se cargó a todos los demás antes de saltar por la ventana....
- ¿Sí, eh? – murmuró Justo, volviéndose a mirar a Marta. La chica asintió. – ¿Está completamente seguro?
- Es lo que me dicen las pruebas – dijo el chico, acercándose a la mesa de acero en la que descansaba el cuerpo que había señalado antes. Levantó un plástico negro que lo cubría y dejó ver el cadáver, aunque Marta apartó la vista inmediatamente: sólo llegó a ver una masa de carne roja y aplastada. – Mire cómo quedó éste. Lo encontraron en la acera, ¡¡CHOF!!, reventado como un tomate. La ventana de la sala de reuniones estaba rota, así que imagino que fue él mismo el que se tiró, porque todos los demás asistentes a la reunión estaban muertos en la sala.
- Ya veo.... – dijo Justo, que había mirado el cuerpo y escuchado la explicación del forense con toda tranquilidad. – ¿Cómo murieron los demás?
- Hay dos con el cuello rajado con un cristal, uno de ellos con quemaduras en la cara además. Los demás murieron por traumatismos en la cabeza. Se las golpearon como si fuesen cocos y quisiesen abrirlos, ¡CLOC, CLOC! – el forense hizo un ruido desagradable con la lengua, mientras movía las manos como si sostuviera un coco entre ellas. – Al parecer había sangre en la mesa de juntas y en las paredes. Todo era de madera, así que el asesino tuvo que darles bien fuerte para partirles el cráneo contra las superficies de madera lisa de las paredes, por ejemplo.
Justo se puso unos guantes de látex y se acercó a uno de los cuerpos, que tenía la mitad de la cabeza aplastada. Se agachó para verle de cerca, sin inmutarse. Marta apenas podía contener las arcadas, así que mucho menos se acercó a ninguno de los cadáveres que estaban destapados. No entendía cómo Justo podía aguantar allí con toda tranquilidad.
- ¿Y usted cree que aquel hombre pudo hacer algo así? – preguntó Justo, señalando la masa de carne y sangre cubierta por el plástico que les había enseñado hacía un momento.
- No era un tío fuerte, eso seguro. Era un ricachón fofo – explicó el forense con poca delicadeza. – Pero en momentos de locura un asesino puede sacar fuerzas suplementarias donde normalmente no las hay. Siempre pueden comprobar las grabaciones que se hacían en la sala de reuniones con los micrófonos de las mesas, según me han dicho los policías – dijo el forense y Justo lo apuntó al vuelo en su pequeño bloc de notas. – Lo que está claro es que nadie quedaba con vida en la sala para tirarle por la ventana, así que sigo creyendo que él hizo todo esto y luego se lanzó al vacío. A lo mejor se arrepintió.
A Justo le resultó familiar aquella frase.
Justo y Marta se miraron y la chica creyó que el veterano agente entendió que se encontraba mal, porque le dedicó un asentimiento.
- Muy bien. Creo que tenemos suficiente y nos vamos. Muchas gracias por atendernos.... – le dijo al forense.
- ¿No quieren ver las fotos que hizo la policía? – les dijo, acercándose a una mesa donde había instrumental recién fregado. Cogió una carpeta de tapas marrones y se la tendió a Justo. – Dieron mucha importancia a una fotografía de la pared....
Justo abrió la carpeta y empezó a ojear las fotografías. Marta las miró a su lado, intentando aguantar las arcadas al ver las fotos de los cadáveres de la sala. Entonces su compañero se detuvo en una foto de la pared de madera de la sala, en la que había dibujado un extraño símbolo.
- ¿Es esto? – dijo Justo enseñando la foto al forense, que asintió al verla.
- Eso no era de la sala de reuniones – explicó el forense. – Estaba dibujado con sangre, la policía supone que con la de los propios cadáveres.
- Y no saben lo que significa....
El forense negó con la cabeza.
- Muchas gracias. Ahora sí que nos vamos – dijo Justo, dedicándole un cabeceo al forense y dirigiendo a Marta hacia la salida. – ¿Se encuentra bien?
Marta asintió, cuando ya estaban fuera.
- Nunca había estado en una sala de autopsias, ni había visto un cadáver....
- Y menos unos tan sangrientos como éstos, ¿no? – preguntó Justo, sin intención de molestar. Aún así, Marta asintió, conteniendo una arcada. – Bueno, podemos asegurar que los dos eventos tienen relación....
- Sí – Marta logró contenerse, gracias a tener que pensar en otras cosas. – Los dos casos parecen haber ocurrido de la misma forma: asesinatos en el edificio y suicidio del presunto asesino lanzándose por la ventana....
- Además de esto – dijo Justo, enseñando la foto del símbolo pintado con rotulador en la pared del apartamento de Ávila en el que había estado la tarde anterior. – El mismo símbolo en la pared en los dos escenarios.
- Es el mismo – dijo Marta observando la fotografía. Salvo por el material utilizado para dibujarlo, los dos dibujos eran idénticos. Parecían dibujados por la misma mano, lo que era imposible. – ¿Sabe qué significa?
- No, pero ya tenemos otra cosa que preguntar en la agencia – dijo Justo, cogiendo el móvil de manos de Marta, con intención de llamar a la ACPEX. Pero en ese momento el teléfono empezó a sonar. Justo lo cogió y se lo llevó a la oreja. – ¿Sí? – preguntó. Miró a Marta y le dijo en voz baja – Es el general.... – después volvió a ponerse el teléfono en la oreja y escuchó. Su cara se puso muy seria, e incluso pareció oscurecerse. Marta compuso una mueca de consternación: eran malas noticias. – Muy bien, señor. Sí señor, estoy aquí con ella. Ahora la informo. Gracias, señor. Adiós, señor.
Justo se quitó el móvil de la oreja y colgó, con gesto muy serio. Marta lo miró, preocupada.
- ¿Qué ha pasado?
- Han registrado otro evento parecido en Toledo, esta misma mañana – dijo Justo, serio. – Ha habido tres muertos. Tenemos que ir ahora mismo.
Marta asintió, profesional.
Pero no se sentía así interiormente.


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