lunes, 19 de mayo de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 4




- 9 + 4 -
 
Sole fumaba el enésimo cigarrillo de aquella mañana, apoyada contra el costado de su todoterreno, esperando la llegada de los agentes de la ACPEX, los agentes de apoyo que Marta había solicitado. Mientras esperaba, no dejaba de mirar la moto que llevaba en el remolque.
Era la moto del padre Beltrán, la que le había pedido que recogiera de El Burgo de Osma, donde se había quedado como consecuencia de su huída acelerada la noche pasada. Era grande y de gran cilindrada. Tenía el asiento de cuero, el manillar cromado y los guardabarros de un negro brillante. Era el tipo de moto que la gente reconocía como una Harley, aunque no fuese realmente de esa marca.
Sole no podía comprender cómo un cura podía llegar a tener una moto como aquélla, pero cualquier cosa podía ocurrir si te acercabas a un cura como aquel, se dijo.
Estaba a los pies del Cristo del Otero, cerca de Palencia. Llevaba un rato ya esperando, en el que había aprovechado para instalar los equipos de vigilancia. Hasta ese momento no habían registrado nada, ninguna traza de demonios ni de poseídos.
Pero el cura de negro había asegurado que la siguiente posesión ocurriría ese día. Sole seguía alerta.
Apuró el cigarrillo y lo lanzó al suelo, cuando el ruido de un motor se acercó hasta ella por la carretera.
Un Renault Koleos de la agencia llegó hasta ella, frenando sobre la estrecha cuneta. Sole entrecerró los ojos cuando la nube de polvo llegó hasta ella y la cubrió, yéndose lejos, flotando en el aire. Cuando el ambiente se despejó vio a dos personas que se habían bajado del coche.
Sujetando todavía la puerta del lado del conductor había un chico, bastante alto, delgado y estirado, de abundante pelo moreno y mirada viva y curiosa. Sonreía.
En el lado del acompañante había una mujer menuda que cerró la puerta del coche con fuerza. Era bajita (por debajo de un metro y medio, calculó Sole), con el pelo rubio y rizado en caracolillos, ojos azulísimos detrás de unas gafitas de montura cuadrada y un generoso busto que destacaba y llamaba la atención. Estaba muy seria, casi sin expresión, pero sus ojos miraban sin parar alrededor.
- ¡Hola! – saludó el chico, ensanchando su sonrisa y acercándose a Sole con la mano estirada. Ella se la estrechó. – Usted es Soledad de las Moras, ¿verdad? Es un placer conocerla....
- Puedes llamarme Sole – contestó la mujer, sintiendo que se le contagiaba la amplia sonrisa del chico.
- ¡Muy bien! Yo soy Daniel Galván y ésta es mi compañera Mónica Argüelles – dijo, señalando con una mano. – Nos ha mandado la agencia para ayudarla.
Sole asintió, mientras interiormente los valoraba. Daniel Galván Alija y Mónica Argüelles Martín eran los nombres que el general Muriel Maíllo le había enviado aquella mañana. Eran los dos técnicos que la ACPEX había mandado desde la central, para formar el nuevo equipo de campo con ella, por petición de Marta Velasco. Sole había leído sus historiales en su móvil.
Los dos eran técnicos de la “Sala de Luces” desde hacía cuatro y cinco años, respectivamente. La mujer era la más veterana. Habían recibido comentarios positivos y favorables en alguna ocasión por parte de sus superiores, incluso del general. Habían ayudado en grandes casos de la agencia (como en el ataque de encarnados del verano pasado en Castrejón de los Tarancos, sin ir más lejos) pero no habían realizado ni una sola misión fuera de la “Sala de Luces”. Ni siquiera como agentes de apoyo.
Y ahora tenía que lidiar con ellos sobre el terreno.
Buena suerte.
- ¿Cómo ha ido el viaje? – preguntó, sin saber qué otra cosa decir. Por lo menos les trataría amablemente, se dijo la soldado.
- Muy bien. Sin problemas – contestó el chico, el tal Daniel Galván Alija. Parecía que era con quien Sole hablaría, pues la pequeña mujer no había abierto los labios aún.
- Me alegro – dijo Sole, deteniéndose. Estaban frente a la valla que había en el mirador donde habían aparcado los coches, al inicio de la zona asfaltada a los pies del Cristo. Desde allí podían ver toda la zona, incluyendo la cercana ciudad de Palencia. Sin volverse a ellos, apoyada en la valla, mirando hacia adelante, preguntó: – No habéis salido nunca de la “Sala de Mapas”, ¿verdad?
Sole no pudo verlo, pero Daniel parpadeó asombrado ante aquella pregunta tan directa. Sin embargo, sí que pudo notar cómo el chico se envaraba. No veía a la pequeña mujer rubia, pero imaginó que Mónica Argüelles Martín no había cambiado su cara vacía de toda expresión.
- Yo.... No, la verdad es que no....
Sole asintió.
- Bien. Esto va a ser duro.... – musitó, sin dejar de mirar hacia adelante. Luego continuó, alzando la voz: – Bueno, pues ahora estáis haciendo trabajo de campo, en un equipo de campo nada convencional. Soy la única soldado del equipo y la más veterana, en la agencia en general y sobre el terreno en particular. Así que no voy a deciros que se hará lo que yo diga, pero sí que la operación la dirigiré yo, más o menos.
Sole no se giró, pero notó que el chico asentía enfáticamente a su derecha y que la mujer se encogía de hombros a su izquierda.
- Ahora estáis trabajando en el mundo real, las luces se convierten en personas. Y en este caso serán personas que tratarán de matar a otras personas – dijo Sole, aleccionando a los nuevos reclutas, sin pensar en lo que les iba a decir, asombrándose al encontrar todo aquello en su interior. – Tendréis que pensar rápido, pero no a la hora de trabajar con un teclado, sino cuando toque correr, cuando toque saltar, cuando toque empujar, cuando toque salvar a alguien.... o matarlo. Si vais a estar conmigo voy a intentar enseñaros cómo trabaja un soldado de la agencia, pero necesito que respondáis como tal. Ya no sois sólo técnicos.
Sole se giró entonces hacia ellos, enderezándose y separándose de la valla sobre la que estaba apoyada.
- Sí, señora. Estaremos preparados – dijo Daniel, asintiendo y temblando. Sole pudo ver que no estaba preparado en absoluto, pero que haría lo que fuera por acabar estándolo. Eso estaba bien.
Después miró a Mónica, y la bajita mujer rubia asintió.
- Sí – dijo, sin cambiar de cara. Sole no estuvo segura de si aquello significaba indiferencia o determinación. De todas formas, cualquiera de las dos cosas le valían.
Por el momento.
- Muy bien. De acuerdo – dijo, poniéndose totalmente erguida. Se giró y señaló hacia su todoterreno. – ¿Sabéis cómo funcionan esos aparatos de lecturas?
- En principio sí – contestó Daniel. – ¿Qué son?
- Un medidor de ondas ectoplásmicas, un escáner láser de calor residual y un lector de radiación sulfúrica – enumeró Sole, abriendo la puerta trasera de su todoterreno, dejando ver la maleta metálica con la pequeña antena redonda dando vueltas y el coro de luces parpadeantes. – Éste es el medidor de ondas y en el otro asiento está el lector de radiación sulfúrica. Están los dos conectados. – Sole se estiró y cogió del asiento del copiloto el tablero pequeño de color negro. – Éste es el mando del escáner láser: lo he colocado antes en la cima del otero, a los pies del Cristo. Está conectado y calibrado.
- Podremos encargarnos de ellos – aseguró Mónica. Tenía una agradable voz, grave pero bonita. Sole no entendió por qué no la utilizaba más a menudo.
- Muy bien. Estad atentos a las lecturas. Cuando haya algún cambio actuaremos como debamos.
- Por ahora todo parece tranquilo – comentó Daniel, que estaba delante de la maleta metálica abierta. Mónica revisaba el pequeño aparato plano que era el lector de radiación.
- Por ahora quizá sí – dijo Sole, colocándose un nuevo cigarrillo en la comisura de los labios y buscando el encendedor en el bolsillo. – Pero ya se animará....

* * * * * *

Cerró la puerta del portal y el portazo metálico le resonó en el interior del cráneo. ¡Dios!, si sólo pudiese quitarse la cabeza un segundo, para poder descansar.
Llevaba todo el día igual, con jaqueca y fiebre. Tenía escalofríos, pero ni moqueaba, ni tenía tos, ni ningún otro síntoma que pudiese relacionar con un resfriado.
No entendía qué le pasaba, pero estaba hecho mierda.
Jesús Alonso Guisado caminó por la calle, con paso tranquilo. El Sol de aquel día de verano le hacía mucho daño, entrándole por los ojos y clavándose en su cerebro dolorido. Pero su madre le había mandado que saliera de casa, que se diese una vuelta, aunque sólo fuese hasta la plaza y volviera. Según ella, tenía que darle el aire. Así mejoraría.
Por no escucharla más (llevaba dándole el coñazo todo el día y eso le daba más dolor de cabeza) Jesús Alonso Guisado había acabado saliendo a la calle, sufriendo aquel paseo que según su madre le haría tanto bien.
Notó un mareo repentino, justo cuando llegó a la plaza. Se apoyó en uno de los bancos de madera que no estaban ocupados por abuelos que veían correr a sus pequeños nietos por la plaza y se dobló sobre sí mismo hacia adelante. Sufrió una arcada terrible, dolorosa y fortísima. Todo su cuerpo se sacudió, pero no vomitó.
Cuando pasó se volvió a incorporar, tembloroso. Había sido horrible. Estaba sudando por el esfuerzo.
Y por el calor.
De repente otra náusea le hizo doblarse, agarrándose con fuerza al respaldo de listones de madera del banco, haciéndose daño en los dedos cuando las uñas se clavaron en la madera. Se agitó, con espasmos, pero no llegó a vomitar, como la otra vez. Simplemente fueron arcadas calientes.
Era como tener fuego dentro que quería salir por la boca, pero se quedaba consumiéndole por dentro.
Jesús Alonso Guisado se sentó en el banco, con piernas inseguras: más adecuado sería decir que se derrumbó en él. Jadeaba, asustado y dolorido. ¿Qué cojones le pasaba?
Entonces notó una sensación rara. Era como si alguien le abriese la puerta del conductor y le invitase, agarrándole por el codo, en un gesto delicado pero firme, a que saliese del coche para dejarle conducir.
O como si alguien se encargase de dirigir su mente, para ocuparse de manejar su maltrecho y enfermo cuerpo, y dejarle a él descansar.
Sonaba descabellado, pero a Jesús le pareció una buena idea....

* * * * * *

- ¡¡Tenemos una lectura!! – exclamó Daniel, en una mezcla entre emocionado y nervioso. – ¡Tenemos una lectura!
Sole se acercó a él, con el ceño fruncido. Pasó por delante del todoterreno y cogió el rifle de asalto del asiento del conductor. Era un acto reflejo: había empezado la acción. Miró con ojos concentrados la pantalla del lector de radiación, comprobando que los niveles estaban altos.
- Localiza el punto de emisión – dijo, seria. Daniel empezó a teclear con cierta torpeza y dudas, pero realizando bien la tarea.
- El escáner de calor también ha encontrado algo – dijo Mónica, desde el otro lado del coche. Sole dio la vuelta al todoterreno para encontrarse con la mujer. La técnico no añadió nada más: cuando la soldado llegó hasta ella le tendió el mando del aparato, en el que se mostraba lo que había registrado el pequeño cubo negro colocado a los pies del Cristo.
- Un pico de temperatura de ciento veinte grados – dijo Sole, haciendo que los dos técnicos la miraran fijamente.
- Creo que tengo la posición de la fuga de radiación sulfúrica – dijo Daniel, mirando la pantalla del lector.
- En marcha entonces – dijo Sole, decidida, montando en el asiento del conductor. Daniel corrió para subirse al asiento del copiloto mientras Mónica se subía detrás de él, en los asientos traseros. Mientras Sole arrancaba, haciendo derrapar las ruedas, el medidor de ondas ectoplásmicas que iba en la maleta metálica se puso a pitar, mientras un piloto bulboso de color amarillo se ponía a destellar con furia.
Sole condujo por la carretera estrecha que llevaba a lo alto del otero, bajando por ella, en dirección a la ciudad. Daniel comprobaba en el aparato que aferraba con las manos crispadas la posición en la que se encontraba el (presunto) poseído. Mónica iba detrás, con cara inerte, sin inmutarse. Tan sólo sus abundantes pechos se movían, al compás de los baches de la carretera y de las curvas.
- ¿Tienes ya claro el lugar de la emisión de radiación? – aulló Sole, agarrada al volante con ambas manos.
- Sí, sí.... creo que sí.... – contestó Daniel, dubitativo, y a Sole le dieron ganas de estamparle la narizota respingona en el salpicadero del todoterreno. Por suerte el chico añadió: – Entra en Palencia por el norte y dirígete al centro. Ya te iré indicando después....
Sole sonrió ligeramente. El chico no parecía seguro de sí mismo, pero respondía bien.
- Cuidado – dijo Mónica en el asiento de atrás, con voz átona, señalando hacia el parabrisas. Sole dio un volantazo, esquivando una vieja camioneta que había entrado en la calzada desde un camino de tierra secundario. Daniel pegó un grito, moviéndose en su asiento como los dados en el cubilete. Sole se sacudió también en el suyo, agradeciendo al cinturón de seguridad que hiciese bien su trabajo. Esquivó a la furgoneta, invadiendo el carril contrario, para volver al suyo de inmediato, con otro volantazo. Miró el velocímetro y se dio cuenta entonces de que marchaban a ciento diez kilómetros por hora. La soldado respiró hondo y levantó el pie del acelerador, a la vez que miraba por el espejo retrovisor: Mónica no se había inmutado.
Entraron en las primeras calles de la ciudad. Sole condujo con prisa, pero sin superar en mucho el límite de velocidad. Culebreaban entre los coches, colándose con el todoterreno por huecos que sólo una conductora experta como ella podía aprovechar.
- Tenemos que ir un poco más hacia el oeste – dijo Daniel, sin levantar la vista del mando que llevaba en las manos, mientras señalaba con la mano hacia la derecha.
- El registro de la emisión de calor también señala esa zona – murmuró Mónica.
Sole condujo hacia allí, aprovechando la primera calle que les permitía dirigirse en esa dirección. Los dos técnicos siguieron indicándole, con direcciones vagas, pero útiles. Su nuevo equipo parecía funcionar. Aunque, claro estaba, no era lo mismo manejar equipos electrónicos que enfrentarse a un demonio metido a la fuerza en el cuerpo de un humano. Esperaba que en la parte peligrosa se comportaran como agentes y no como personas histéricas que molestasen más que ayudar.
- Tiene que ser por aquí.... – dijo Daniel, al cabo de un rato de conducción, con voz dubitativa. No parecía muy seguro.
Pero Sole sabía que iban bien. Solamente tenían que seguir los gritos de la gente.
Acabaron llegando a una plaza en la que el paisaje se despejaba, saliendo a terreno abierto, con los edificios alejados rodeando la plaza. Había mucha gente corriendo, y muchos niños pequeños por la zona. Sole maldijo en voz baja, con los dientes apretados. Frenó al borde de la acera y saltó del todoterreno con el fusil en la mano, sin preocuparse de si sus compañeros la seguían o no.
Corrió con el fusil en las manos, cruzando la acera y una zona de césped. Había gente que todavía corría por la zona, huyendo de algo. Sole imaginaba de quién estaban huyendo....
Llegó a la zona asfaltada del centro de la plaza y se encontró con el causante de todo aquel pánico y de tantas carreras. Era un hombre joven, bastante corpulento. Tenía la cara y el cuello negros como el petróleo (como si se hubiese embadurnado con él) y los ojos rojos con el iris dorado. Y sujetaba un niño pequeño entre sus brazos.
- ¡¡Suéltalo!! – gritó Sole, deteniéndose a unos ocho metros del poseído, llevándose el fusil a la cara, sujetándolo con las dos manos y apuntando a la criatura.
Con el rabillo del ojo vio a dos mujeres, una joven (supuso que era la madre del niño) y otra madura (¿la abuela, quizá?), que no perdían de vista al niño, que lloraban y que suplicaban al hombre de tez negra que le soltase.
Pero a quien no perdía de vista era al poseído. Sujetaba al niño con ambos brazos, colocado cara afuera sobre su pecho y su vientre, con una mano colocada en el cuello, que apretaba ligeramente. El niño lloraba, gimiendo de miedo y de dolor. El poseído sonreía, como una bestia sin alma.
- ¡Te he dicho que lo sueltes!
El demonio la miró, regodeándose y ampliando su sonrisa.
- Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – dijo, con voz divertida.
- ¡No te daré otra oportunidad! – amenazó Sole, apuntando y manteniendo fijos los brazos. – ¡¡Suelta al niño!!
- ¡¡Prest, smrtnik tuzan!! ¡¡Atea Anäziak....!! – comenzó a decir el poseído de nuevo, apretando el cuello de su rehén. El niño se puso morado y los ojos se le salieron de las órbitas.
La ráfaga de balas del fusil le dio al poseído en la cabeza, lanzándole hacia atrás. El niño cayó al suelo de rodillas, tosiendo, agarrándose el cuello, pero ileso. Medio corriendo, medio a gatas, se alejó de allí.
- ¡¡Joder!! – escuchó Sole detrás de ella. Se giró para ver a Daniel observar el cuerpo del poseído caído en el suelo, con ojos asombrados. Después la miró a ella, con admiración.
Sole se giró con orgullo a mirar al poseído abatido en el suelo. No parecía que hubiese cadáveres por la zona y el niño estaba a salvo. Aquella vez habían llegado a tiempo.
Entonces se encontró cara a cara con el poseído. Se había levantado y había llegado a ella en un suspiro. Tenía la cara y la frente reventadas por las balas, pero seguía en pie. Y con toda su fuerza. Golpeó con el dorso del puño a Sole, lanzándola por los aires. La soldado cayó al suelo con un golpe sordo, perdiendo el rifle. El poseído entonces se lanzó a por Daniel, que seguía mirando la escena paralizado. Le agarró por el cuello con ambas manos y apretó, mientras lo levantaba en vilo, a un palmo del suelo. El técnico de la ACPEX se llevó las manos al cuello, inútilmente, mientras intentaba respirar y miraba la cara destrozada de aquel engendro.
Sole se rehízo y le disparó otra ráfaga en el costado. Las costillas sonaron con chasquidos húmedos cuando las balas las quebraron. El poseído no cayó esta vez, pero aulló con una mezcla de dolor y rabia. Lanzó hacia atrás a Daniel, que aterrizó hecho una bola en el césped, rodando por él. La criatura se volvió hacia Sole, que volvió a apretar el gatillo, acertándole en el pecho.
Pero, como había ocurrido con el poseído de El Burgo de Osma, las balas no le hacían nada más que destrozar su carcasa mortal.
La criatura se giró entonces, corriendo por el asfalto, atravesando el parque, dejando un resto de sangre y órganos troceados. Sole corrió tras él, sin soltar el rifle. Cruzó la calzada en su persecución para detenerse en medio de ella, mirando con ojos estupefactos cómo la criatura se dejaba los dedos de su huésped escalando la fachada de un bloque de viviendas.
- ¡¡Quieto!! – ladró Sole, apuntándole de nuevo, a pesar de saber que las balas eran inútiles. Pero, ¿qué más podía hacer?
Cuando el poseído llegó a la altura del tercer piso se detuvo allí, agarrado con las uñas a los ladrillos de la fachada. Se giró, miró a la humana que le había disparado y sonrió, victorioso. Emitió un rugido animal, violento y rabioso, y después se dejó caer al vacío.
Aterrizó sobre un Ford Escort que estaba aparcado debajo, reventándolo. Su cuerpo se quedó quieto sobre la chatarra, inmóvil para siempre.
Sole bajó el fusil, sujeto por sus brazos extenuados, cansados por el torrente de adrenalina que los acababa de recorrer. Jadeó, confusa y nerviosa, dejó caer los hombros y trastabilló, desorientada. Si no hubiese sido por Daniel, que la sujetó por los hombros, hubiese acabado tendida en el medio de la calzada.
- ¿Qué cojones ha pasado aquí? – preguntó el técnico, mirando con ojos como platos a su alrededor.
Sole negó lentamente con la cabeza, mientras miraba hacia el parque y encontraba el maldito y enésimo símbolo (con las mismas proporciones que los anteriores) grabado en el tronco de un árbol.
- No lo sé.... – musitó, mientras las primeras sirenas de policía empezaban a sonar. Se sorprendió echando de menos al padre Beltrán.

* * * * * *

Cinco horas después, aquella misma tarde, Sole salía de la comisaría de policía, acompañada por Daniel y Mónica.
Después de varios interrogatorios (a cada cual más duro y agresivo) y de mostrar sus credenciales infinidad de veces (así como su licencia de armas en regla) los encargados del caso del parque la dejaron marchar. Aunque le sorprendiera, Sole tenía que reconocer que estaba fuera, en gran parte, por la vehemencia de Mónica a la hora de defenderla, de proporcionarle una coartada y de explicar sin titubeos su pertenencia a la Jefatura Central de Homicidios. Quizá aquellos dos técnicos no fuesen agentes de campo, pero eran valientes de otras formas útiles para el trabajo.
- ¿Qué vamos a hacer ahora? – preguntó Daniel, cuando estaban en la calle y Sole había encendido un cigarrillo.
- Vamos a ver al forense que se encarga del caso – dijo Sole, aspirando con deleite el humo de su cigarrillo. – Tengo curiosidad por saber de qué narices murió ese bicho al final. Cuando sepamos algo más llamaremos a Justo para informarle. Al fin y al cabo hemos conseguido que no haya víctimas.
- ¿Buscamos un hostal donde pasar la noche? – preguntó Daniel.
- No – dijo Sole, chupando del cigarro. – En cuanto hayamos hablado con Justo y los demás nos largamos a Burgos.

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