miércoles, 14 de mayo de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 3




- 9 + 3 -



 Daban las dos de la tarde en las campanas de una iglesia cercana cuando el R-11 de Justo se detuvo en una de las calles principales de la ciudad. El padre Beltrán los había guiado hasta allí, con palabras secas y murmuradas, como era su costumbre. Mientras Justo metía unas monedas en el cajero automático para sacar el ticket que les permitía aparcar en la calle, el sacerdote miraba en derredor, desde detrás de sus gafas oscuras, con la gran nariz llena de cicatrices en alto. Casi parecía husmear al aire.

Marta estaba apoyada en el viejo coche de Justo (que no hacía más que sorprenderla, recorriendo kilómetros y kilómetros y aguantando como un campeón) mirando alternativamente a los dos hombres. Casi comprendía la rivalidad creciente que se estaba formando entre ellos, pero no entendía que los dos dejaran que se produjese. Los dos juntos, cada uno a su manera, eran unos expertos en aquellos temas. Podían ayudarse mutuamente y todos sacarían provecho de ello, pero se comportaban como dos gallos en el mismo gallinero. Ella se sentía en medio de los dos, sin querer separarse de ninguno pero manteniéndose cerca de los dos.

Justo se acercó a ella, poniendo el ticket en el salpicadero del coche y cerrándolo con llave después. Se apoyó con ella en el costado del vehículo y miró con desprecio al sacerdote, que deambulaba por allí cerca, sobre la acera. Los dos agentes lo vieron hacer durante un momento de silencio.

- ¿Qué hace nuestro nuevo amigo? – acabó por preguntar.

- No lo sé....

Al cabo de un rato el padre Beltrán se giró hacia ellos y asintió solemnemente, echando a andar hacia la otra acera, cruzando la calzada con paso vivo y sin mirar. Un coche tuvo que frenar en seco, haciendo chirriar los neumáticos y aullar el claxon. El padre Beltrán pasó inexpresivo por delante de él, seguido a la carrera por Justo y Marta. El primero le dedicó un gesto de disculpa al airado conductor.

- ¿A dónde vamos? – preguntó Marta, cuando alcanzaron al sacerdote de negro. Justo se limitó a mirarlo con desdén y enfado.

- En esta ciudad vive un ente muy inteligente – empezó a explicar el padre Beltrán. – Lleva en nuestro universo muchos siglos, porque ya no es capaz de viajar entre dimensiones. Le permito existir porque en ocasiones su ayuda es muy valiosa, como en esta ocasión.

- ¿Le permite vivir? – preguntó Justo con incredulidad.

- Sí – replicó el sacerdote de negro. – Llevo en esta lucha muchos años, agente Díaz, y le aseguro que todas las criaturas de otros universos merecen la muerte. Aquí no pintan nada....

Caminaron un trecho por diferentes calles, dejándose guiar por el padre Beltrán. Justo estaba convencido de que se orientaba por su olfato: el veterano agente no sabía si aquello le espantaba o le hacía reír.

- ¿Y por qué vamos a ver a ese.... ente? – preguntó Marta de nuevo, refiriéndose a la persona que iban a ver con el mismo calificativo que había usado el padre Beltrán.

- Porque es un experto en lenguas, dialectos y jergas, tanto demoníacas como celestiales – explicó el sacerdote de negro. – Incluso sabe una docena de idiomas bestiales, a base de gruñidos y gorgoteos. Estoy convencido de que conoce la lengua de los demonios de Anäziak y podrá traducir el mensaje.

- Y así sabremos a qué nos enfrentamos – aventuró Marta. El padre Beltrán asintió, aunque no parecía muy convencido. Justo meneó cabeza, al lado de Marta y detrás del hombre de negro, cansado.

Los tres continuaron caminando por la acera, llegando hasta un pequeño parque y cruzándolo hasta el otro lado, saliendo a una avenida grande y ancha. El trío provocaba miradas de asombro, entre la gente de la calle: al fin y al cabo eran una mujer de aspecto normal acompañada por un hombre de sombrero y gabardina al estilo “Inspector Gadget” y por un cura completamente de negro, salvo su salvaje melena plateada. Parecían un grupo de personajes salidos de una película de serie B.

- Y ése al que vamos a ver, ese traductor.... ¿ha dicho que es un ente? – acabó preguntando Marta, con curiosidad. Acababan de entrar en una bocacalle de la gran avenida, llena de bares de copas y pubs. A aquellas horas estaban casi todos cerrados y la calle estaba desierta.

- Sí, es una forma de llamarlo.

- ¿Y qué es para usted un ente, exactamente? – preguntó Justo, molesto.

El padre Beltrán lo pensó un instante.

- Un ente es cualquier manifestación de otro universo en el nuestro. En este caso, este ente se trata de un corpóreo, un encarnado, como creo que los llaman en su agencia. Tiene aspecto humano pero sólo es debido a su sistema de camuflaje.

- ¿Sistema de camuflaje? – preguntó Justo, incrédulo.

- Una especie de truco mental, magia o como quiera llamarlo – explicó el padre Beltrán, y Marta creyó entreoír un tono molesto en su voz de grajo. La enemistad parecía ser mutua. – De esa manera sobrevive en nuestro mundo sin mostrar su verdadera forma.

- ¿Y qué forma es esa? – preguntó Marta, a la vez que el padre Beltrán se detenía delante de un local moderno, de los pocos abiertos en la calle. Tenía dos amplias cristaleras y los marcos estaban forrados de metal opaco.

- Es un Guinedeo, eso es todo lo que necesitan saber.... – dijo, con tono enigmático y distraído. Miraba desde detrás de sus gafas de sol la puerta y el cartel sobre ella. Después entró. Marta y Justo lo siguieron.

- No soporto sus aires de mago de salón.... – musitó Justo al entrar, y Marta (a su pesar) le comprendió y compartió su opinión: el padre Beltrán era muy misterioso y demasiado independiente.

El local era amplio y estaba muy oscuro: la única luz era la que entraba por los ventanales, que estaban orientados hacia el norte. Había tan sólo una camarera tras la barra (una muchacha pálida, morena y delgaducha, muy maquillada y con tetas operadas dentro de un traje corto y ceñido) que los miró con curiosidad y sorpresa. En las mesas del bar había cinco clientes. Aquel local era de copas, de vida más nocturna, pero estaba claro que tenía sus incondicionales de la hora del vermut, aunque Marta no sabía si le merecía la pena estar abierto a mediodía sólo para media docena de clientes. Cuando vio la mesa llena de botellines de cerveza a la que estaban sentados dos hombres jóvenes, vestidos de traje, comprendió que el negocio también marchaba a aquellas horas.

- ¿Van a tomar algo? – preguntó la camarera, con voz cantarina, inclinándose sobre la barra, dejando ver su generoso escote: Marta imaginó que la chica querría amortizar el dinero que se había gastado en el quirófano. Justo se giró hacia ella, profesional, sacando su acreditación.

Mientras, el padre Beltrán se dirigió directamente a la otra mesa, con paso tranquilo, deteniéndose como un titán inamovible a un metro de ella. Era una mesa redonda que tenía un sofá circular rodeándola a medias. En el sofá había sentadas dos chicas (tops de tirantes, amplios escotes, minifalda y pantaloncito corto, abundante maquillaje y pelo teñido) con un hombre sentado entre ellas.

- Hola, Atticus – saludó con voz cavernosa.

Era un hombrecillo delgado, de pelo castaño apagado, áspero y deslustrado. Era pálido y con una cara cómica: amplia frente, ojos redondos y saltones, nariz delgada y respingona y labios curvados en una eterna sonrisa. Vestía de forma informal y despreocupada. A Marta no le pegaba ni con el tipo de local ni con la compañía.

- Hola, padre. Hacía tiempo que no nos veíamos: creía que había muerto – dijo el tal Atticus, con un acento extraño que Marta no supo identificar. La gente lo confundiría con un acento de Europa del este, pero Marta sabía que no era de allí: el hombre hablaba con el acento de su mundo ultradimensional. – Oiga, dígale a su amigo que no me haga mala publicidad, ¿quiere? Tengo una reputación que mantener....

Marta se dio la vuelta hacia donde el tal Atticus estaba señalando, para ver a Justo enseñar su identificación falsa a la camarera.

- Agente Díaz, déjelo, por favor – pidió el padre Beltrán y Marta notó la amabilidad en aquella voz, a pesar de sonar como la voz de un cuervo. Justo se giró, miró al padre Beltrán con el ceño fruncido, se volvió hacia la camarera (Marta conocía ligeramente al veterano agente y estaba convencida de que no había dirigido su mirada hacia el canalillo ni una sola vez) y se despidió con un cabeceo, guardando su acreditación en el interior de la gabardina, yéndose a reunir con sus dos compañeros.

- ¿Qué hace trabajando con la agencia, padre? – preguntó el hombre delgado del sofá, con una sonrisa divertida. Su tono era siempre ligero, guasón. – No me esperaba esto de usted, que siempre ha cuidado mucho sus compañías....

El padre Beltrán lo miró y Marta creyó que, de estar acostumbrado a hacerlo, el sacerdote hubiese sonreído divertido al hombre del sofá. Aunque quizá se equivocara y sólo fuera una impresión errónea.

- A menudo el multiverso crea extraños compañeros de cama – indicó el padre Beltrán, en tono neutro. – Y si no, que nos lo digan a ti y a mí....

Atticus rió con ganas, palmeándose las piernas enfundadas en vaqueros demasiado grandes para sus estrechos muslos. Marta no pudo evitar sonreír ligeramente, pero ni el sacerdote ni el veterano agente que eran sus compañeros se inmutaron, serios y profesionales.

- Necesita mi ayuda para algo, ¿verdad? – dijo Atticus, comprendiendo la situación. – A ver cuándo aprende a librar sus batallas usted solo, padre.... – bromeó, pero su sonrisa era seria. Después se dirigió a sus acompañantes, que habían asistido a la escena sin intervenir, pero sin perderse detalle, curiosas y asombradas. – Chicas, creo que esta gente quiere hablar conmigo en privado. Dejadnos, por favor: id a la barra con Jennifer y pedid lo que queráis, estáis invitadas.

Las dos chicas se levantaron y se fueron de allí con mucho contoneo de caderas y de nalgas. Marta las miró irse y se sintió insignificante, con sus vaqueros y su blusa.

- No se avergüence, señorita – intervino Atticus, mirándola directamente y sonriendo amable. – Usted es infinitamente más bella que ellas, créame. Pero yo necesito un escaparate más.... digamos.... espectacular.

Marta asintió, sin comprenderlo muy bien.

- ¿Por qué? – preguntó Justo, secante e interesado.

- Digamos que, a veces, la mejor forma de no llamar la atención es precisamente siendo el centro de atención....

Justo asintió, comprendiendo.

- Pero no se queden de pie, por favor. Siéntense, siéntense.... – dijo Atticus, acompañando sus palabras con exagerados gestos de las manos. El padre Beltrán compartió el sofá con él mientras Justo y Marta se sentaban en las sillas del otro lado de la circunferencia de la mesa, desocupadas hasta entonces. – ¿Quieren tomar algo? ¿No?

Los tres negaron con la cabeza.

- Muy bien, ¿qué es lo que le ha traído hasta aquí, padre? – preguntó Atticus, hablando más bajo. Las voces tranquilas de los hombres de la otra mesa, la conversación animada y frívola de las chicas en la barra, y la música estilo chill-out del local eran los ruidos de fondo. Las voces de los cuatro quedaron veladas por todos ellos.

- Tenemos una grabación del discurso de un poseído – explicó el padre Beltrán. – Queremos que lo traduzcas....

- Muy bien. A ver esa grabación.... – pidió Atticus. Parecía igual de espontáneo que antes, pero su mirada parecía mucho más seria, más concentrada, más profesional.

El padre Beltrán señaló a Marta y Atticus entonces se giró hacia ella, esperando y sin comprender. La chica sacó su móvil y buscó el archivo de audio que le había enviado el inspector Figuereo el día anterior. Lo reprodujo y le tendió el móvil al presunto ente. Atticus lo cogió con las manos ahuecadas y se lo llevó a la oreja. Las palabras de Ezequiel “el Sucio” volvieron a sonar, implacables y malévolas. A pesar de sonar bastante altas, Atticus se las arregló para que nadie en el bar las pudiese escuchar.

El hombrecillo arrugó el ceño y entornó los ojos, poniéndose muy serio de repente. Al cabo de un par de frases miró hacia el padre Beltrán, que le mantuvo la mirada, inexpresivo.

- Un bolígrafo, rápido – pidió Atticus, chasqueando los dedos y cogiendo una servilleta de papel que había bajo la copa de una de sus anteriores acompañantes. Tomó unas notas, con unos signos y unas palabras que Marta no comprendió, pero que hicieron que empezara a creer (ahora sí, casi sin ninguna duda) en las historias del padre Beltrán.

La grabación se terminó y Atticus se retiró el teléfono de la oreja. Tenía el ceño fruncido. Apuntó otro par de símbolos más y dejó el teléfono en la mesa. Echó mano del bolsillo trasero de sus pantalones y sacó una libreta pequeña, encuadernada en piel negra: una espiral dorada resaltaba impresa en la tapa. La abrió y pasó las hojas, hasta llegar a la primera en blanco después de un tercio del grosor de la libreta, que ya estaban escritas. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa arrugada y sacó un lapicero, de no más de cuatro centímetros de largo y grueso como un dedo. Con la punta chata y roma dibujó un pequeño símbolo en la hoja en blanco y después miró al padre Beltrán. Los dos hombres estaban terriblemente serios.

- ¿Tan malo es? – preguntó el sacerdote de negro. Atticus se limitó a mirarle y a presionar la tecla de reproducción de la pantalla del móvil de Marta.

El discurso en el idioma extraño volvió a sonar y Atticus se dedicó a escribir a toda velocidad, con el lapicero en la libreta, llenando dos caras con su escritura apretada y difuminada, por la punta gruesa del lápiz. Cuando acabó la grabación levantó el lapicero del papel y miró lo que había escrito, mientras jadeaba ligeramente. Después volvió a levantar la mirada.

Marta pudo verle los ojos, durante un parpadeo. Se habían vuelto amarillos, con la intensidad de un faro. Después volvieron a aparecer del color avellana que habían tenido hasta ese instante.

Marta comprendió en ese instante que se movían en tierras movedizas, que lo que el padre Beltrán les había contado hasta entonces era cierto, que muchas de las cosas que creían reales no lo eran, y que el mundo en el que vivían era sólo uno entre muchos. Se volvió a Justo y comprendió en su mirada que el veterano agente estaba pensando lo mismo. Él también había visto los ojos verdaderos de Atticus.

- ¿Qué dice? – preguntó el padre Beltrán. Atticus tragó saliva antes de responder.

- Es la lengua de Anäziak, aunque con un acento terrible – explicó Atticus. – Sin embargo son palabras sencillas, sin florituras, así que es más o menos fácil de comprender. Dice: Prepárate, triste mortal. La puerta de Anäziak se abre. Fuego y sombra serán tus amos en el comienzo de un nuevo tiempo. Los nueve conquistarán tu alma y tu mundo. Arderá.

Los tres se quedaron en silencio, asombrados y asustados, pero sólo el sacerdote de negro comprendía por completo lo que aquel discurso significaba. Lo que aquellas palabras encerraban.

- Esto es consecuencia de lo de Satánix, ¿verdad? – preguntó Atticus, y sus labios se volvieron a curvar en su sonrisa divertida. A pesar de las circunstancias, el ente necesitaba sonreír. – ¿Cree que debo ir buscándome otra dimensión en la que vivir?

El padre Beltrán le sostuvo la mirada, serio y frío, con los labios apretados en una fina línea. El pergamino que era su cara se había puesto muy pálido, haciendo que las múltiples cicatrices que llenaban su rostro resaltasen como líneas en un mapa de carreteras. Justo y Marta intercambiaron miradas entre uno y otro, asustados.

- ¿Crees que ha habido otros? ¿Que haya podido haber otros mundos? – preguntó el padre Beltrán, haciendo caso omiso de las caras de susto de sus compañeros. No apartaba las gafas oscuras de los ojos de Atticus.

Éste se encogió de hombros, haciendo una mueca de ignorancia con la cara, levantando una ceja.

- Todo es posible. Pero me temo que sí, que no somos los primeros....

- ¿De qué están hablando? – preguntó Justo, al fin. Su tono era más de incomprensión y de miedo que de molestia, aunque no soportaba aquel juego de misterio al que le gustaba jugar al sacerdote de negro.

- De un problema mucho más grave que una simple serie de posesiones, agente – dijo el padre Beltrán, sin dejar de mirar a Atticus. – De un infierno en la Tierra.

- Nunca me han gustado esas profecías apocalípticas, Beltrán – replicó Justo, con una mezcla de preocupación y orgullo. – Nunca he creído en ellas.

- A ellas no les importa que usted o el resto del mundo crean en ellas o no – dijo el padre Beltrán, volviéndose por fin hacia Justo. Su voz de cuervo sonó más cascada que de costumbre. – Ni a los demonios que pretenden conquistar nuestra dimensión.

- ¿Demonios? – preguntó Marta, estupefacta, pero el padre Beltrán no la contestó. Se puso en pie, serio y duro como una roca.

- Gracias, Atticus. Veremos qué podemos hacer.

- ¿Necesitará mi ayuda? – dijo el ente, poniéndose en pie, quedando frente al sacerdote de negro. Su voz asustada decía una cosa pero parecía esperar otra.

- No será necesaria. Solamente ponte a salvo – dijo el padre Beltrán, con un tono ligeramente parecido a la compasión. Después se dio la vuelta y se dirigió con ligereza hacia la salida. Justo se levantó, miró con cara agitada a Atticus y salió corriendo tras el sacerdote de negro. Marta recuperó su móvil de encima de la mesa y se levantó, mirando al ente.

- Buena suerte. La vais a necesitar – dijo Atticus, con una sonrisa carente de gracia en la cara.

Marta no supo qué responder, así que se dio la vuelta y salió del bar, para alcanzar a sus dos compañeros.

- ¡¡¿Demonios?!! ¡¡¿Infierno en la Tierra?!! ¡¡¿Qué es todo eso que ha dicho su amigo?!! – preguntó Justo, persiguiendo al sacerdote por la calle. El padre Beltrán se detuvo en la acera y Marta pudo alcanzarlos. No había nadie más en aquella calle.

El sacerdote de negro los miró alternativamente a cada uno, desde detrás de sus gafas de sol, con los labios apretados y la cara seria y dura.

- Tengo que tener muy claro que van a creer todo lo que voy a contarles, porque es cierto y el Gran Ácrom sabe que no pienso mentirles – dijo, con voz vehemente y poderosa. Parecía desesperado. – Tengo que tener muy claro que no van a contar a nadie lo que ahora voy a decirles, porque se desencadenaría el caos y el pánico. Tengo que tener muy claro que van a ayudarme y no a entrometerse en mi camino, porque si lo hacen les atropellaré y les arrastraré por el polvo. No tendré ninguna consideración. Lo que se avecina es mucho más importante que cualquiera de nosotros.

Marta asintió en silencio y Justo lo hizo un segundo después. No aguantaba a aquel hombre, pero era capaz de tragarse su orgullo si se encontraban ante una emergencia y el trabajo de todos era necesario para evitarla.

- Anäziak es una dimensión infernal, terrible y llena de maldad. Es la dimensión en la que el cristianismo y otras religiones basaron la idea de su Infierno. Es una tierra plagada de demonios, fuego y azufre. Existen rincones oscuros en los que ni los habitantes de Anäziak saben lo que allí reside. No hay más que dolor, sufrimiento y muerte. Y regocijo, para los demonios-soldado y los demonios-verdugo que forman su gobierno. Las puertas que unen nuestra dimensión con Anäziak están vigiladas y son seguras, aunque a veces se producen aberturas.

- Como las que hemos visto hasta ahora – opinó Justo.

- Sí y no – replicó el padre Beltrán. – Lo que hemos visto hasta ahora son filtraciones, demonios que se han colado aquí para poseer los cuerpos de seres humanos. Cuando hablo de puertas que se abren me refiero a verdaderos portales por los que pueden entrar los demonios, en cuerpo y fuego.

Anäziak no era la peor dimensión infernal de todas las que existen. Existen otras muchas que son peores, y los demonios anäziakanos temían a las criaturas que los poblaban.

“Pero el verano pasado me enfrenté a mi enemigo mortal, al Zwartdraak, el caudillo de las criaturas infernales que poblaban la dimensión de Satánix. Y le vencí. Aquello produjo un vacío de maldad, el ser más malvado y poderoso del multiverso había desaparecido, lo que al parecer han aprovechado los anäziakanos para intentar conquistar otros mundos.

“Porque creo (y Atticus conmigo) que no somos la primera dimensión que esos demonios intentan conquistar. Deberíamos investigar su paso por otras dimensiones, pero ahora tenemos otras tareas más urgentes que realizar.

“Los poseídos que han investigado ustedes hasta ahora son sólo el comienzo, el anuncio de algo más grande. Son los heraldos que se han encargado de presentar lo que vendrá a continuación.

- A Marta y a mí siempre nos parecieron unas posesiones muy extrañas – comentó Justo.

- Lo eran, pues no buscaban controlar un cuerpo y hacer algo con él – coincidió el padre Beltrán. – Simplemente buscaban publicidad, matando y asesinando. Y transmitir su mensaje: los demonios anäziakanos pretenden conquistar nuestra dimensión.

- ¿Y el símbolo? – preguntó Marta. – Todos los poseídos pintaban el mismo símbolo, con idénticas proporciones. ¿Por qué lo hacían?

El padre Beltrán guardó silencio un momento, mirando al cielo.

- No me atrevo a hacer una conjetura, pero tengo una idea, inquietante y peligrosa – dijo, enigmáticamente, sin añadir más.

- ¿Y qué hacemos? Esos demonios van a acabar entrando en nuestra dimensión, ¿no? – dijo Justo. – De forma corpórea. ¿Cuándo y dónde lo harán?

El padre Beltrán se volvió a mirarlo. Parecía más seguro de sí mismo al dar la respuesta.

- Eso es lo que ahora tenemos que averiguar....


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