sábado, 20 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - VI


UN SECRETO A VOCES

 La taberna más grande de la villa, “La Tabla Redonda”, estaba a rebosar aquella noche. Los camareros no daban abasto, pasando de una mesa a otra, llevando vinos y cervezas, raciones de venado asado y pan, tomando pedidos y llenando bandejas con ellos para repartirlos.
Había mucha animación en el local. El juglar Pichiglás, con varios vinos de más, hacía malabares para la concurrencia y cantaba canciones populares, cambiando la letra para meterse con la reina y los nobles del reino. La gente reía mucho, divertida. Además, Pichiglás se había caído al suelo ya varias veces (la última desde lo alto de un taburete puesto encima de una mesa) y la concurrencia se desternillaba todavía mucho más.
Entre los parroquianos estaba Bernabé, el verdugo, sentado en una mesa tomando unos vinos, muy triste y preocupado. Con él, sentado enfrente, estaba su amigo Romero.
- Venga hombre – dijo Romero, con tono fatigado. – Tienes que animarte un poco....
Romero, el herrero, era un hombre grandote, de imponente presencia. Era bastante más bajito que Bernabé, pero era muy ancho y muy fuerte. Tenía un abundante pelo negro que llevaba peinado en ondas y siempre tenía la cara colorada, por el calor de la fragua. Romero había sido un paladín muy valiente y victorioso cuando era joven. Había peleado en muchas guerras y batallas. Era tan duro y tan buen guerrero que sus compañeros le apodaron “el Yunque”. Por eso, cuando se cansó de pelear y de matar decidió dedicarse a la herrería, aprovechando su apodo. A pesar de su aspecto y de su pasado era un hombre tranquilo, muy bueno y muy religioso: se sentía un poco incómodo si algún día no podía ir a misa....
- Pero cómo me voy a animar.... – contestó Bernabé, desesperado. – Con la que me ha caído encima....
- Bueno, tienes que ir hasta Marfil a hacer un trabajo, habiendo llegado hoy mismo desde Castrojeriz – dijo Romero, retomando las palabras que había usado su amigo antes. – Pues descansa esta noche y sal mañana con tranquilidad con tu mulo. Imagino que será una faena, que no te den descanso, pero es lo que pasa cuando se trabaja para los reyes.... – terminó Romero, con conocimiento de causa: cuando él fue paladín había trabajado a las órdenes de muchísimos reyes distintos, y todos eran iguales: caprichosos, soberbios y algo egoístas.
Bernabé se hundió un poco más sobre la mesa.
- Si lo peor es el trabajo que tengo que hacer.... – dijo Bernabé, con voz apagada y triste.
- Lo imagino.... – dijo Romero, con cara de circunstancias. Él también se había cansado de matar hacía años.
- No. No lo imaginas.... Hubiese preferido tener que matar a alguien.... – dijo el verdugo, mirando a su amigo con intención, sorprendiéndole.
El herrero y el verdugo habían sido amigos desde que llegaron al nuevo reino de Cerrato, los primeros días de su historia, cuando estaba recién formado y la reina Guadalupe lo estaba poblando. Los dos hombres coincidieron en el patio del castillo, haciendo cola para la entrevista con la reina para la asignación de trabajos. Los dos hablaron de sus experiencias y de sus expectativas, consiguiendo después en la entrevista cada uno el trabajo que estaba buscando: herrero y verdugo.
- ¿Qué es lo que tienes que hacer? – preguntó preocupado Romero. Si su amigo prefería tener que matar, el trabajo debía de ser deshonroso. – Me apuesto lo que sea a que no es tan grave....
- ¡¿Lo que sea?! ¿Te apuestas lo que sea? – dijo Bernabé, con ojos fanáticos, mientras se buscaba pepitas de rubí en los bolsillos.
- Es una forma de hablaaaar.... – dijo Romero, con ton cansado. – Anda, cuéntame....
Bernabé miró a su alrededor, antes de decir nada. La gente estaba a su aire, bebiendo y riendo, muchos atentos a Pichiglás, que hacía el pino encima de un taburete, colocado sobre un barril volcado, que rodaba por el suelo.
El verdugo había recibido órdenes de no contar nada del trabajo: era confidencial. Pero Bernabé no tenía ningún problema en contárselo a Romero: su amigo no iba a decírselo a nadie y le vendría bien compartir con alguien el pesar que lo consumía.
Mientras Pichiglás se caía al suelo de morros, sangrando por la nariz, Bernabé el verdugo le contó a su amigo Romero el herrero en qué consistía el trabajo que la reina Guadalupe le había encomendado aquella mañana: el viaje hasta el reino de Castillodenaipes, colarse en Marfil, raptar a la princesa Adelaida, volver clandestinamente a Astudillo y presentar a la princesa del reino vecino como princesa del propio. Bernabé estaba muy preocupado, verdaderamente, y Romero entendió ahora, perfectamente, el porqué.
Los dos amigos siguieron compartiendo mesa un rato más, el herrero intentando animar al verdugo, ofreciéndose incluso a acompañarle, rechazándolo el otro porque la misión era confidencial.
Ninguno de los dos amigos se dio cuenta de que Maruja, una campesina de Astudillo, estaba sentada allí cerca y que, a pesar del ruido de la taberna, la mujer había escuchado todo lo que decían.
Maruja era una mujer sencilla y buena, muy trabajadora y leal a su reina. Pero tenía un gran defecto: era muy cotilla y chismosa. En realidad fue ella la que se enteró del secreto de la reina Guadalupe y de Rosalinda y la que fue contándolo poco a poco en corrillos, por toda la villa. Por eso el secreto se hizo público y la reina Guadalupe reconoció públicamente a su hija, nombrándola infanta de Cerrato.
Y así, aunque la campesina era sencilla y buena, no pudo guardarse semejante notición: cuando, aquella medianoche, Bernabé salió de la villa montado en su mulo en dirección a la capital del reino de Castillodenaipes, la mitad de Astudillo ya sabía de su misión.
Su misión supuestamente secreta, por otra parte.


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