jueves, 4 de septiembre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - I



ÉRANSE UNA VEZ DOS REINOS....

Éranse una vez dos reinos vecinos de Castilla la vieja. Uno de ellos era antiguo, viejo de siglos. El otro era muy nuevo, había surgido al lado del primero como surgen las setas en otoño.
Un día, los habitantes del primer reino, el que se remontaba a tiempos muy remotos, hace cientos de años, se despertaron y vieron que había aparecido un castillo en las tierras de al lado, que hasta el día anterior habían estado desocupadas. Todos se llevaron una sorpresa, desde el más humilde caballerizo hasta el más heroico de los caballeros, desde el más pobre de los mendigos hasta el mismísimo rey, pues nadie podía imaginar que se pudiese construir todo un reino en una sola noche.
Pero estoy empezando la historia por la mitad. Todo esto es un galimatías y seguro que no os estáis enterando de nada. Mejor será que os presente un poco mejor los dos reinos, que pasaron a ser vecinos de la noche a la mañana.
El reino más antiguo, el que llevaba asentado en tierras de Castilla desde hacía media vida, era el reino de Castillodenaipes. Era un reino viejo, con gran historia, con unos soberanos orgullosos y buenos, que gobernaban con mano dura pero también con amabilidad. Los reyes del reino de Castillodenaipes pertenecían todos a la misma familia: todos eran descendientes del primer y genuino monarca, el que fundó el reino hacía siglos: su majestad Heraclio Fournier. Desde hacía años tenían una ley real que dictaba que el heredero de la actual pareja de reyes (ya fuese príncipe o princesa) sería el siguiente en la línea sucesoria, nadie más. Además, tenía que buscar marido o esposa entre los nobles de fuera del reino, porque todos sabían que si los reyes y reinas acababan casándose con primos y primas sus hijos terminaban siendo tontos y llenos de enfermedades.
En el momento que nos ocupa, cuando el reino vecino apareció como por arte de magia más allá de la Torre Marte, reinaban en Castillodenaipes el rey Zósimo y la reina Clotilde, desde hacía ya varios años. Su hija, la princesa Adelaida, tenía tan sólo un añito y era la niña de los ojos de todos los súbditos del reino: tanto en la capital, Marfil, como en el resto de ciudades importantes (Oros, Copas, Espadas y Bastos) y en la multitud de pueblillos de la zona, todo el mundo adoraba a la princesa bebé: era de piel blanca como la nieve, de ojos verdes y cabellos marrón claro, con leves destellos de miel.
El otro reino, el nuevo, el que apareció de pronto, se llamaba reino de Cerrato. A pesar de surgir de repente, su presencia al lado del reino de Castillodenaipes no tuvo nada que ver con la magia.
La soberana del reino de Cerrato era la reina Guadalupe, una mujer muy orgullosa, muy chula y muy sobrada. Venía de ser reina en el lejano reino Cucufate, más allá de las Montañas Grises y del Mar Interior Grasiento. Se había casado con el rey Justino, señor de aquellas tierras, y había vivido allí unos años. Pero después de un tiempo se marchó, cansada de no poder mandar y de tener que hacer todo el día lo que dijera el rey, su marido. Ella quería tener su propio reino, sus propios súbditos y su propio castillo, para poder mandar, mangonear y ser rica a más no poder.
Así que se marchó del reino Cucufate con la mitad del tesoro real, con un territorio en mente: los campos desocupados al este del reino Castillodenaipes. Allí construyó su castillo, pagando generosamente a los canteros, albañiles, carpinteros y alfareros. De esa forma el reino surgió de un día para otro: la reina había prometido a los constructores una prima de diez mil pepitas de rubí (la moneda oficial del reino) y los artesanos se afanaron por conseguirlos.
El reino estuvo construido en una noche y como la reina Guadalupe seguía teniendo dinero (el rey Justino era muy rico, y la mitad de su fortuna eran muchas riquezas) prometió casa, trabajo y una bonificación de cien pepitas de rubí para toda aquella persona o familia que se fuese a vivir a su nuevo reino. Tan rápido corrió la noticia y tanta prisa se dio la gente en llegar hasta el nuevo castillo de Cerrato que cuando los reyes de Castillodenaipes prepararon la visita oficial a su nueva vecina, ya había surgido una ciudad alrededor del castillo y habían empezado a crecer pueblillos por todo el reino.
El rey Zósimo y la reina Clotilde marcharon con su séquito hasta la reciente capital del nuevo reino que ahora había al lado del suyo. Los dos monarcas se asustaron mucho al ver la ciudad que había crecido alrededor del castillo que su nueva vecina había mandado construir en un tiempo récord: había suciedad por todas partes, no había alguaciles ni servicio de guardias que mantuviera el orden, había muchos mendigos y ladrones que habían ido allí ante la perspectiva de riquezas, todo era jolgorio y desorden....
Los reyes de Castillodenaipes estuvieron muy poco tiempo en la capital del reino de Cerrato, y en los años que siguieron nunca volvieron a poner un pie allí. La reina Guadalupe los acogió con gran parafernalia de música, cintas de colores y viandas, pero todo era demasiado artificioso para los reyes de Castillodenaipes. El rey Zósimo y la reina Clotilde eran buena gente, buenos monarcas y amables personas, pero eran un poco estiradillos, muy correctos para las celebraciones y para el protocolo. Unos pedorros, vamos.
Cuando vieron aquel reino, en el que los mendigos recorrían las calles, la gente se dedicaba a pasárselo bien, se trabajaba cantando en los campos, en las tabernas y en las artesanías y apenas había orden en las calles, se escandalizaron. Y luego, cuando vieron que la reina Guadalupe compartía su mesa y la sala de la fiesta con plebeyos, gente pobre y humilde, con soldados y hombres de armas y con el resto de las clases sociales de su reino, se trastornaron todavía más. La nueva reina quiso agradar a sus vecinos, consiguiendo totalmente lo contrario: los reyes de Castillodenaipes encontraron muy frívola a su nueva vecina, muy ligera y demasiado descarada. Ellos eran muy correctos, y todas aquellas muestras de libertinaje y de cortesía desmedida les parecieron muy ordinarias.
Los reyes de Castillodenaipes se fueron del castillo de la reina Guadalupe con una muy mala impresión de ella, sin que la nueva reina se diese cuenta de ello. El rey Zósimo y la reina Clotilde decidieron que no querían saber nada de aquella esperpéntica mujer, ni de su extraño reino ni de sus súbditos. El ambiente en el nuevo reino vecino de Cerrato era demasiado despreocupado, demasiado juerguista.
Y el tiempo les dio la razón: cuando el caos y el descontrol reinaron en los territorios de Cerrato en un par de años, los reyes de Castillodenaipes construyeron una muralla de piedras que separase ambos reinos, para intentar evitar que el desorden entrase en su país. Al muro de rocas de un metro de alto se le añadió una valla de hierro negro, con astas afiladas en lo alto, de dos metros de altura. Dos puertas, amplias y anchas para permitir la entrada de carros y caballerías se instalaron en la muralla, al norte y al sur de Torre Marte, cerca de las ciudades de Copas y Bastos.
Los dos reinos convivieron uno al lado del otro, durante años, pero sin relacionarse apenas, ni siquiera comercialmente.
La reina Guadalupe se sintió insultada, al recibir el menosprecio de sus vecinos. Estuvo a punto de declarar la guerra a los reyes de al lado, pero como el reino de Cerrato no tenía ejército ni cuerpo de guardias en las ciudades, la reina pensó que sería una guerra muy desigual, y calmó su enfado, buscando otra solución.
Así que la reina Guadalupe hizo enviar un bando por los cuatro rincones de Castilla: se ofrecía una paga mensual de veinte pepitas de rubí a todo aquel soldado que se alistase en el ejército del nuevo reino de Cerrato. De la misma manera, la reina organizó un cuerpo de alguaciles para que mantuvieran el orden en la capital (que se llamó Astudillo) y en el resto de ciudades y territorios del reino.
Además, una orden de frailes se instaló en Torre Marte, construyendo en la cima de la colina un pequeño monasterio. Los religiosos se encargaron de pregonar la palabra del Señor por el nuevo reino, intentando que sus habitantes se recondujeran por el buen camino.
Gracias a estas dos acciones, el orden empezó a extenderse por el nuevo reino de Cerrato. El crimen, el vicio y el libertinaje empezaron a ser perseguidos y consiguieron casi erradicarse. El problema fue que la gente vio con malos ojos esta medida, como suele pasar cuando la gente se acostumbra a hacer lo que quiere, sin que nadie le contradiga y, de repente, lo apabullan con normas y guardias.
Así que la reina, aconsejada por su confesor, un fraile muy astuto del nuevo monasterio, de su plena confianza, legalizó el juego en el reino de Cerrato, y la cosa se calmó. Locales de juego surgieron por toda la capital, y las tabernas y mesones empezaron a organizar noches de dados, ruleta, siete y media y bingo. Los habitantes de Cerrato se volvieron unos apostadores compulsivos y, aunque el ejército y los alguaciles siguieron atentos a que la cosa no se desmadrase de nuevo, la gente aceptó de mejor grado la pérdida de su libertad gracias a que podían jugarse los cuartos cada noche.
Y no sólo los cuartos. Se jugaban cualquier cosa.
A lo mejor un par de amigos iban paseando a la orilla del río y uno de ellos le apostaba al otro diez monedas de oro a que tal o cual pato era el que iba a salir antes del agua. O dos mujeres estaban a la puerta de su casa, cosiendo, y una le apostaba a la otra un cesto de manzanas a que esa nube y no otra era la que primero se iba a deshacer por el fuerte soplo del viento. O dos niños estaban jugando en la calle, a las tabas, y uno le apostaba al otro sus dos tabas nuevas a que el siguiente caballo que iba a pasar por la calle sería de color marrón con las crines negras. O un fraile y un cura se apostaban un cuartillo de vino de misa a que tal o cual feligrés iba a ser el primero en dormirse durante la misa de la mañana.
Los habitantes del reino de Cerrato se volvieron un poco raros, siempre apostando, pasando de la victoria a la derrota en un suspiro, de la pobreza a la riqueza por una afortunada tirada de dados.
Y se volvieron envidiosos.
Esto ocurrió porque, en el vecino reino de Castillodenaipes, la vida transcurría pacífica y feliz. Apenas tenían crímenes, la gente era respetuosa entre ellos y los reyes eran buenos con sus súbditos. Y tenían una bella princesa.
La princesa Adelaida ya tenía veintiún años, y seguía siendo tan bella como de bebé. Era espigada, de estrecha cintura, ojos grandes que seguían siendo intensamente verdes y una bella sonrisa. Sabía cantar como los pájaros del campo, montaba a caballo como el más experimentado caballero, recitaba poemas como el mejor juglar y disparaba con el arco como el más diestro de los soldados. Además, paseaba por las calles del pueblo y saludaba a todo el mundo, con su amplia sonrisa y llamándoles por su nombre, pues además de guapa, lista y habilidosa, era muy buena persona.
Los súbditos de su reino la querían mucho y la respetaban. Estaban orgullosos de ella.
Pero la princesa Adelaida era la envidia de su reino. Los habitantes del reino de Cerrato le tenían mucha manía, por ser tan buena princesa, por dar tan buena fama al reino de Castillodenaipes.... y porque ellos no tenían ninguna princesa a la que adorar, a la que dedicar las fiestas de la villa ni a la que ofrecer regalos y presentes.
Y así está ahora la cosa, entre estos dos reinos vecinos, a simple vista tan semejantes, pero internamente tan diferentes. El reino de Castillodenaipes se olvida de su vecino, sin fijarse en él para nada, salvo para prevenir algún ataque. El reino de Cerrato no quita ojo a su vecino, envidiando todo lo que tiene, sobre todo a su princesa.
Y los primeros no deberían ser tan confiados y los segundos tan descuidados....


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