lunes, 17 de octubre de 2016

Jinetes de Dhalea (4) - Capítulo 3

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Al día siguiente estaban de vuelta en Madrid y en la agencia. Habían solicitado un equipo de contención y limpieza para hacerse cargo del humano poseído (que estaba libre del demonio, pero herido en la pierna) y habían dejado que se encargaran de él. Algunos agentes de apoyo de la oficina castellana se harían cargo de la evaluación del hombre poseído, para ver si le quedaban secuelas psicológicas o demoníacas.
Julián y Sofía llegaron a la ACPEX a media mañana del día siguiente y fueron directamente a la planta veintidós, donde buscaron a una agente de apoyo llamada Verónica Martín Martín. Era una mujer madura, de cincuenta y tantos años, de pelo rubio teñido, cuerpo delgado y buen gusto para el vestir. Tenía el color de piel de las mujeres que se dan rayos UVA todo el año y que encuentran atractivo ese color del cuero quemado por el Sol. Ni Sofía ni Julián compartían esa opinión.
Verónica Martín Martín trabajaba en la sección de admisión de casos, asignación de misiones y cambio de grupos y compañeros. A pesar de su aspecto ajado, momificado y quemado, era una buena agente, una buena persona de trato agradable y amable.
- Hola, Verónica – saludó Sofía Gil, nada más llegar. Sorprendentemente no había cola en el mostrador y se pusieron los primeros, frente a Verónica Martín Martín. Julián la saludó con un cabeceo, pensando (como siempre) en un muñeco vudú de cuero muy viejo.
- ¡¡Hola hijos!! ¿Qué tal os ha ido.... por Valladolid? – preguntó, consultando un archivo en la pantalla de su ordenador, para no equivocarse de destino.
- Bien. Bueno, nos ha costado más de lo que pensábamos y ha sido complicado.... – se lamentó Sofía.
- Pero la misión está cumplida – apuntó Julián.
- Me alegro, hijos – sonrió Verónica. Se le marcaron arrugas en las comisuras de la boca, profundas como acantilados de color marrón.
- ¿Tenemos alguna misión asignada? – preguntó Sofía Gil. – Se suponía que íbamos a tener unos días de permiso, pero en esta agencia nunca se sabe....
- Tienes razón, hija – concedió Verónica Martín Martín. – Vamos a veeeer.... No, no tenéis nada asignado. De todas formas el general Muriel Maíllo está libre ahora mismo, si queréis ir a verle. Pero yo aquí tengo recogido que tenéis que presentar el informe de Valladolid y a partir de mañana estáis libres hasta el lunes.
- Un fin de semana largo de cuatro días – dijo Julián, contento.
- ¡Ay! A ver cuando pillo yo uno de esos para poder ir a la playa – se lamentó Verónica Martín Martín, extendiendo sus flacuchos brazos de color marrón. – ¡¡Que este moreno no se mantiene solo!!
Sofía y Julián rieron con ella. Verónica seguía pensando que nadie en la agencia sabía que se daba rayos UVA.
- Bueno, Verónica, gracias.
- Nos vemos.
- Gracias a vosotros por venir a verme, hijos – se despidió efusivamente la mujer. – Pasadlo bien el fin de semana.
Sofía y Julián entraron en el ascensor, con sendas sonrisas alegres. Julián puso el dedo delante del botón que tenía escrito el número “37” y miró a su compañera interrogativamente. Sofía se encogió de hombros, estando de acuerdo: pasar a ver al general no les haría ningún daño y siempre estaba bien tener buena relación con el jefe.
- Cuatro días de descanso.... No me lo creo – dijo Sofía.
- Genial. ¿Tú qué vas a hacer? – preguntó Julián.
- No lo sé.... José Antonio no está libre hasta el viernes, así que no podemos irnos a ningún sitio hasta el fin de semana. Llevamos tiempo queriendo hacer la ruta del Cares, podríamos aprovechar.... ¿Y tú?
Julián se encogió de hombros.
- Nada especial. Iré al gimnasio, que lo tengo un poco abandonado – dijo, con tono de broma, agarrándose la barriga (un pequeño bulto, apenas se notaba: Julián era delgado). – Tengo pendiente la tercera temporada de “Community” y tres o cuatro capítulos de la última de “Juego de tronos”: me pondré al día.
- Un plan apasionante....
- ¡Eh! Que tú piensas en irte a pasear por el campo, tampoco es gran cosa.... – se defendió Julián, aunque tenía un poco de envidia de Sofía y su marido. Después se encogió de hombros. – Oye, ¿por qué no te vas hoy pronto a casa? Yo me encargo del papeleo y del informe y así tú puedes ir antes a casa, a preparar una buena cena para José Antonio, darle una sorpresa....
- ¿De verdad? – preguntó Sofía, sorprendida. Julián asintió. – Eres un cielo. Muchas gracias, de verdad....
- No es nada – Julián volvió a encogerse de hombros. – No tenemos por qué estar los dos aquí pringados con el informe....
Sofía le dio un beso en la mejilla, en agradecimiento. A Julián le sentó bien, pero bromeó.
- ¡¡Quita, pegajosa!!
- ¡¡Soso!! No me extraña que sigas soltero, con ese carácter.... – bromeó Sofía, también.
- Me debes una, no se te olvide....
El ascensor llegó a la planta del despacho del general. Los dos agentes salieron al amplio recibidor, donde estaba la mesa de la secretaria. Le preguntaron si podían pasar a ver al general Muriel Maíllo y esta les dejó pasar sin tener que esperar: el general estaba libre.
- Agente Gil, agente Alonso, pasen, por favor – les saludó el general, levantándose de la butaca. Los dos agentes se acercaron a la mesa y se sentaron en las dos sillas que había delante de ella. Sólo entonces volvió a tomar asiento el general. – Qué gusto verles. ¿Qué se les ofrece?
- Pasábamos a verle, general. Nada más – dijo Sofía.
- Eso me alegra, gracias.
- Ayer atrapamos al poseído en Valladolid, señor – apuntó Julián. – Todo en orden. Mañana tendrá el informe a su disposición.
- Bien, bien, muy bien – asintió el general, complacido. – Pero tienen un par de días libres, ¿no?
- Sí señor.
- Así es.
- Disfrútenlos. El lunes les necesitaremos otra vez al pie del cañón – dijo el general, bromeando con su voz severa pero juvenil. – Aunque la verdad es que últimamente las cosas están bastante tranquilas, dentro de lo que cabe....
Los dos agentes asintieron. Después se despidieron y salieron del despacho.

* * * * * *

Eugenio Martín Arribas no sabía lo que iba a cambiar su vida cuando se despertó aquella mañana.
Pensaba que sería un día normal, pero todo empezó cuando Vanessa, su preciosa vecina, le saludó en la escalera cuando salía para ir a trabajar. Eugenio Martín Arribas sintió un salto en su corazón, pero al menos fue capaz de contestarla y de añadir una broma. Su vecina Vanessa rio mientras salía a la calle, unos pasos por delante de él. Eugenio Martín Arribas la vio alejarse (en dirección contraria a la que tomaría él) y suspiró. Aquella risa podía prometer algo más y el recuerdo le acompañó durante el resto del día.
Cuando llegó al trabajo una nueva sorpresa le indicó nuevos cambios en su vida. El señor Antúnez, su inmediato superior, le dijo que el viernes debía prepararse para una entrevista con el señor Parkinson y toda la junta directiva: habían decidido que él sería uno de los cinco candidatos para el puesto de subsecretario de ventas. Una mezcla de nervios y de alegría le llenaron durante toda la mañana.
A la hora de la comida su madre le llamó al móvil. Lo cogió un poco asustado (su madre no solía usar el móvil) pero se alegró mucho al escuchar las noticias: su hermano, tres años más pequeño que él, volvía a España, después de seis años trabajando en Alemania. Había conseguido un puesto de trabajo en una fábrica de la misma empresa para la que trabajaba allí y volvía a vivir en la misma ciudad que ellos. Volverían a verse muy a menudo.
Un cambio tras otro en su vida, haciéndola mejor.
Pero todavía faltaba un cambio.
A mejor o a peor, eso estaba por ver.
A las 15:17 de aquel miércoles, Eugenio Martín Arribas dejó de ser el protagonista de su vida para pasar a ser el espectador principal.
Sintió un súbito aumento de calor, notando que su piel quemaba. Se aflojó la corbata y se abrió los primeros botones de la camisa. Notaba tanto calor que hasta le parecía que salía vapor de su pecho.
Entonces notó una especie de empujón desde dentro de su ser y cayó. Cayó hacia atrás, aterrizando en una sala blanca, acolchada, con suelo de colchoneta. Parecía circular, aunque en realidad la sala no tenía forma ni límites definidos. Lo único certero que había en la sala era una especie de pantalla de cine.
Eugenio Martín Arribas tardó media docena de segundos en darse cuenta de que lo que veía en aquella pantalla de cine era lo que registraban sus ojos.
Estaba dentro de su cabeza. Había sido relegado a ser el copiloto de su vida.
Desde fuera, el único cambio fue que los iris de sus ojos se habían vuelto dorados.
Eugenio Martín Arribas había sido poseído.

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