viernes, 19 de mayo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 24

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(Arenisca)



Ceferino Sánchez Pérez disfrutaba de una noche agradable como más le gustaba: fumándose un puro en una terraza de la envidiable Plaza Mayor de su ciudad, acompañado con un gin-tonic excelente y aromático. Pretendía fumarse uno y beberse otro con tranquilidad, despacio, sin prisas.
No pudo hacerlo.

* * * * * *

El hombre-lobo de Salamanca entró en la Plaza Mayor como un toro de lidia en el coso. Frenó deslizándose un par de metros sobre sus dos patas traseras, deteniéndose cerca del medallón que había en el suelo en el centro de la plaza, conmemorando el XX aniversario como Patrimonio de la Humanidad que la ciudad cumplió en 2008.
Aulló, arqueando la espalda y empinando el hocico alargado, llamando a la Luna, pidiéndole ayuda.
Estaba sangrando, estaba herido y estaba enfadado. Muy enfadado. Había recuperado fuerzas, había comido y se sentía saciado, pero quería comer más.
Aunque sólo fuera para seguir matando.
Tras su entrada en la plaza y su aullido potente al cielo, los humanos que había en la Plaza Mayor se levantaron de las sillas que ocupaban en las terrazas y salieron huyendo por todas las salidas que tenía la plaza. Habían empezado a correr rumores de que había un animal suelto en la ciudad, una especie de perro monstruoso: la gente lo había oído por la calle, de boca de otros que lo habían escuchado de otros que se lo había contado gente que lo había visto. Un rumor estúpido que se había extendido rápidamente.
Con la aparición del hombre-lobo en mitad de la Plaza Mayor, los rumores se volvieron hechos.
El monstruo observó con deleite cómo se alejaban corriendo los humanos, como huían como gallinas asustadas: él era el zorro y acababa de colarse en el gallinero.
Se lanzó corriendo a cuatro patas a por un macho adulto, muy pasado de peso, redondeado en su zona media. Le saltó al cuello, lo volteó y le arrancó la cabeza de un mordisco. Después le devoró la barriga de cuatro mordiscos bestiales, pero pronto lo abandonó: no le gustaban las presas muy grasas.
Observó a una hembra humana esbelta, atractiva, con un vestido de tirantes que le cubría justo hasta la línea de las nalgas: eran redondeadas y voluminosas, muy apetecibles. Corrió hacia ella, de nuevo a cuatro patas, alcanzándola con facilidad, a pesar de que la hembra corría para huir. Un macho se colocó entre la hembra del vestido y él, quizá para protegerla, pero le abrió el vientre de un zarpazo y le apartó a un lado. Mientras se le desparramaban las tripas por el suelo, el hombre-lobo se lanzó a por la mujer.
La mordió en la nuca, quebrándola el cuello y la dejó caer al suelo. Entonces retiró el vestido y la ropa interior, con movimientos torpes de las garras y se dio un festín con sus posaderas, sabrosas, abundantes y con el punto justo de grasa.
Los gritos de los humanos que huían sonaban a su alrededor, por toda la plaza.

* * * * * *

Entraron con la moto hasta la Plaza Mayor: no era momento de andarse con exquisiteces y de mirar con lupa las ordenanzas municipales en cuanto al tráfico.
Se bajaron de ella y Patricia le colocó la pata de cabra, para sostenerla en pie. Sacó de la alforja su escopeta y los tres fueron hacia el hombre-lobo.
En ese momento devoraba a una mujer, tendida de bruces en el suelo. Cuando los tres se acercaron sus orejas se movieron y se irguió, con el hocico manchado de sangre, mirándolos, sorprendido. Después gruñó.
Patricia apuntó con la escopeta y disparó, pero el lobo había saltado lejos de la trayectoria y no resultó herido. Saltó a cuatro patas por toda la plaza, haciendo zig-zag, escapando de los disparos de Patricia y de Lucas, que no le alcanzaron. Las armas de los dos se quedaron sin munición.
El inspector Amodeo dio entonces un paso al frente, sujetando el arma reglamentaria con las dos manos, frente a él. No era malo disparando y en aquel momento el policía pensó que debía demostrarlo.
- ¡¡Espere, inspector!! – chilló Lucas, sacando una “trampa cuántica” del bolsillo del mono. Pero el policía no escuchó. El lobo corrió hacia ellos, ahora que ya no disparaban, y se fue en línea recta contra el policía, que apuntó con serenidad y apretó el gatillo.
Clic.
No tenía balas. Recordó entonces que acababa de agotarlas en la casa de las Conchas.
El hombre-lobo sonrió mientras aceleraba su carrera, atravesando la mitad de la Plaza Mayor, en rumbo de colisión hacia el inspector de policía.
- ¡¡No!! – Lucas empujó al policía, quitándole de en medio, mientras sacaba el pistón trifásico del bolsillo. Activó una de sus funciones en el mismo momento que el lobo se echaba sobre él, con las garras por delante y las fauces abiertas. El pistón trifásico generó una burbuja de fuerza fotoprotónica, que lanzó a ambos por los aires, el monstruo al chocar con violencia contra ella y el detective al recibir el choque.
El pistón salió despedido de su mano y rebotó por los adoquines del suelo. Las pistolas de aire comprimido también estaban en el suelo, lejos de allí. El hombre-lobo se rehízo rápido y saltó a por él, aprovechando el momento.
Pero a Lucas le quedaba un arma.
“Desenvainó” el florete bañado en plata y le cruzó el pecho al monstruo, con un movimiento rápido, como un zarpazo. Una herida larga y estrecha se abrió en el pecho de la bestia, sangrando, como un golpe de látigo. Lucas se levantó y le lanzó otro ataque al monstruo, alcanzándole en el morro, abriéndole otro arañazo profundo.
El florete no estaba afilado, pero era tan fino que si el que lo usaba daba bien sus golpes, podía abrir heridas como un látigo. Y Lucas lo sabía usar bien.
El hombre-lobo rugió de dolor y de cólera, y trató de atacar con sus garras a Lucas, que se defendió y le hirió en los brazos. El lobo retrocedió. Estaba claro que con aquella “espada” no iba a matarle (a no ser que le acertara con el botón de la punta en el corazón) pero sí le hacía mucho daño.
Así que se dio la vuelta para alejarse allí.
De camino a la salida por el arco de la calle Prior se cruzó con Ceferino Sánchez Pérez, que trataba de huir de aquella matanza agachado y con discreción. El hombre-lobo no le dedicó mucha atención: no tenía tiempo para detenerse y menos por una presa tan delgaducha y escuchimizada como aquélla, así que se limitó a morderle en el brazo derecho, engancharle por allí y lanzarle lejos de su camino con un movimiento de la cabeza. Ceferino Sánchez Pérez cruzó parte de la envidiable Plaza Mayor de su ciudad por los aires, gritando asustado, antes de aterrizar sobre las sombrillas de una terraza, que por fortuna seguían abiertas a aquellas horas de la noche. Al menos amortiguaron el golpetazo que se dio contra las sillas metálicas de debajo.
- ¿Qué carajo es eso? – preguntó el inspector Amodeo, cuando Lucas se acercó a él para ayudarle a levantar del suelo, señalando el pistón trifásico fotovoltaico.
- Siempre hay que tener un as en la manga – contestó Lucas, agotado, mientras sacaba un nuevo puñado de balas de plata y se las entregaba al inspector. Éste recargó su arma con ellas.
- ¿Estás bien? – le preguntó Patricia, tomándole la cara con ambas manos. Lucas tenía un corte en la ceja derecha, por el choque con el hombre-lobo.
- No, pero hay que atraparle. Él también está jodido y no podemos dejar que se escape ahora....
Los tres trotaron detrás del hombre-lobo, siguiéndole por donde se había ido. No fue difícil seguir su rastro: sangraba por múltiples heridas y las manchas de sangre del suelo brillaban de una manera especial, fantasmagórica podría decirse, a los ojos de Lucas.
- Va al lugar del primer asesinato – comentó el inspector, con cierta sorpresa.
Y así fue: los rastros de sangre que Lucas fue capaz de encontrar con facilidad llegaban hasta la Casa de las Muertes. Ellos no lo sabían, pero el monstruo había vuelto a su guarida, al lugar donde se sentía seguro.
- ¿La Casa de las Muertes? – preguntó Patricia, al leer la escritura en la piedra anaranjada de la fachada.
- Es una antigua mansión de la ciudad – explicó Amodeo, recordando que había estado allí mismo hacía tres días y que se había fijado también en la inscripción: lo había tenido al lado desde el principio.... – A principios del siglo XIX murió una familia entera en la casa y años después, cuando vivía aquí una señorita de cierta aristocracia, apareció muerta en el pozo del patio. La gente le puso ese nombre a la casa....
- La puerta está abierta.
Sin dudarlo, Lucas entró en la mansión y los otros dos lo siguieron, con más o menos decisión. La casa estaba muy a oscuras, aunque entraba algo de luz de las farolas de la calle, en finos haces, por entre las rendijas de las ventanas y los huecos de las persianas y visillos. Lucas sacó el pistón del bolsillo ancho del mono y apretó otro pequeño botón: la luz verde y la amarilla se encendieron como si fuera una linterna. Era una luz rara, pero al menos veían dónde ponían los pies.
- En silencio – dijo Lucas, en un susurro. A su alrededor veía un montón de rastros paranormales.
La madera del suelo de la casa no estaba muy vieja, así que no gemía, pero andar por madera no es nada sigiloso, así que los tres caminaban con mucho cuidado, como si estuvieran pisando cristales. Sobre todo cuando subieron las escaleras de la casa, hasta el piso superior. Sus pasos cautelosos los llevaron a una habitación grande, con uno de los balcones que tenía la casa y daban a la plaza. Las puertas del balcón estaban rotas y abiertas hacia afuera, con los cortinajes volando hacia la calle. Lucas apagó el pistón trifásico, porque la luz de las farolas iluminaba perfectamente aquella estancia.
- ¡¡Aagghh!! ¡Qué asco! – musitó Patricia, al ver varios montones de piel humana y de piel de lobo, que estaban tiradas por los rincones, como pijamas olvidados.
- Aquí es donde se transforma – dijo Lucas acuclillándose ante uno de aquellos montones. Amodeo, por su parte, observó con detenimiento unas cadenas rotas que había amontonadas alrededor de una columna gruesa.
Habían bajado la guardia. Y lo pagaron.
El hombre-lobo salió de una habitación adyacente. Golpeó con el revés de la garra al inspector Amodeo, que voló hasta la pared más cercana, chocando con ella y cayendo al suelo desmadejado.
El monstruo después dio dos zancadas (caminaba a dos patas allí dentro) y agarró a Patricia por el cuello, levantándola un par de palmos del suelo y apoyándola de espaldas contra una pared. Se quedó así, mirando desafiante a Lucas, que lo apuntaba con una de sus pistolas.
- ¡¡Suéltala!!
El hombre-lobo sonrió, mostrando los colmillos.

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