martes, 23 de mayo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 25

- 25 -
(Arenisca)
El inspector Amodeo se removió en el suelo, aunque Lucas no esperaba ayuda de su parte. Se alegraba de verle moverse y escucharle gemir de dolor, pero el golpetazo que se había dado dejaba fuera de juego a cualquiera.
Así que no le dijo nada ni dejó de apuntar al monstruo con su pistola.
- Lucas.... – dijo Patricia, con voz estrangulada.
- ¡¡Suéltala!! – repitió. El hombre-lobo se volvió a mirar a Patricia, un instante, y después volvió a mirar a Lucas. Éste nunca hubiese dicho que fuera posible que un hombre-lobo sonriese, pero allí estaba ese monstruo sonriendo, de forma macabra. – ¡Está bien! Déjala y nosotros te dejamos a ti....
Lucas levantó las manos, dejando de apuntar al monstruo. No estaba seguro de que debía dejar al monstruo tranquilo, pero la verdad era que la noche estaba avanzada y al lobo le quedaba poco tiempo. Quizá el domingo por la mañana fuese capaz de encontrar al hombre, usando su “poder”: razonar con el hombre sería mucho más fácil, seguramente. Además en ese momento estaban en tablas y no se le ocurría de qué otra forma salvar a Patricia. Le temblaban las manos del miedo.
- Suéltala y nosotros dejamos de perseguirte – negoció. Patricia trataba de negar, con la garra del monstruo en el cuello, poniéndose morada. Lucas intentó no mirarla, para no ponerse más nervioso.
El hombre-lobo pareció dudar, mirando con cierta sorpresa en los ojos al detective. Meditó la oferta, parpadeando, mirando alternativamente a Patricia y a Lucas.
Entonces levantó la mirada, sonriendo con malignidad. A Lucas se le formó un nudo en la garganta. ¿Supo lo que iba a pasar antes de que pasara? Creía que no, pero después de que todo pasara tuvo la sensación de que lo supo.
El hombre-lobo torció la garra y le partió el cuello a Patricia, con un solo movimiento.
- ¡¡¡Nooooooo!!! – levantó la pistola, agarrándola con las dos manos, y apretó el gatillo, pero no disparó, porque se le habían agotado las balas en la Plaza Mayor, ahora lo recordaba. Aun así no dejó de apretar.
El lobo se giró hacia él, dejando caer el cuerpo muerto de Patricia, y se dispuso a atacar a Lucas. Éste estaba tan ofuscado que no sacó el florete o el pistón.
Entonces resonaron dos tiros, que le dieron al hombre-lobo en plena garganta, salpicando sangre espesa hacia las paredes y deteniendo en seco a la bestia. Lucas miró hacia atrás, viendo al inspector Amodeo tirado en el suelo, medio erguido para poder disparar, con la pistola reglamentaria en la mano izquierda temblorosa: el brazo derecho descansaba en el suelo en una postura rara. Después se volvió a mirar al monstruo, que trastabilló hacia atrás, sorprendido y dolorido, respirando dificultosamente, que llegó hasta el balcón destrozado y cayó fuera, dando una voltereta de espaldas sobre la barandilla.
- Rediós.... apuntaba al corazón.... – musitó Santiago Amodeo.
Lucas fue a por Patricia, sosteniéndola en sus brazos. Estaba flácida, sin fuerzas. No respiraba, no se movía, su cabeza caía hacia atrás de una manera antinatural, pero no tenía restos de sangre ni heridas. Parecía más dormida que otra cosa.
Pero Lucas sabía que estaba muerta.
- ¡¡Noooo!! – rompió a llorar, enterrando su cara en el pecho de ella. Estaba deshecho y no podía pensar con claridad. El inspector Amodeo, desde su rincón, no pudo decir nada, ni palabras de consuelo ni de pena: lloró mansamente, viendo a la pareja que se acababa de deshacer.
Lucas sollozó durante un rato, abrazado al cadáver de su novia, desconsolado, sin que nada en el mundo pudiese calmarle o separarle de ese lugar. Cuando escuchó ruidos en la calle y lo que parecían gañidos de perro, se dio cuenta de que sí había una cosa.
Se separó del cuerpo de Patricia, con la cara como una máscara teatral que simbolizaba la ira, gateó hasta donde estaba el inspector de policía y cogió su pistola repleta de balas de plata.
- Lucas, ¿qué....? – dijo Amodeo, mientras su amigo se ponía en pie, con cara sombría y la pistola en la mano, y caminaba hacia el balcón, asomándose a la calle. – ¿Qué vas a hacer, Lucas?
Lucas no contestó.
Vio cómo el hombre-lobo se alejaba por donde había venido, dejando más marcas de sangre en los adoquines de la calle. Caminaba como borracho, con una zarpa agarrándose la garganta herida.
Lucas sabía que aquella herida le habría dejado sin fuerzas, muy dolorido, pero vivo. Un hombre-lobo no moriría por un disparo así, aunque hubiese sido hecho con una bala de plata: sólo moría con un disparo en el corazón.
Y él tenía balas de sobra para hacer eso.
Se dio la vuelta, con la pistola apuntando hacia arriba, al lado de su cuerpo, sombrío, y bajó las escaleras de la Casa de las Muertes, para salir a la calle y seguir al monstruo. El inspector Amodeo le llamó desde la habitación, poniéndose de pie pesadamente.
- ¡Lucas! ¡No vayas tú solo! ¡No hagas locuras! ¡No dejes que la ira te guíe! ¡¡Lucaaaas!!
Llegó a la calle y siguió el rastro, viendo al lobo a lo lejos en seguida, más allá de la plaza Monterrey. El monstruo caminaba con paso rápido, aunque no iba a esa velocidad: trastabillaba mucho e iba de un lado a otro de la calle, como borracho. La acumulación de heridas y, sobre todo, los dos últimos disparos en la garganta, le habían dejado sin fuerzas. Iba a recargarse, a recuperar energía y fuerzas, y sólo se le ocurría un lugar donde podría hacer eso: el lugar donde había nacido.
Lucas iba tras él, sin acelerar el paso, como sonámbulo. No hubiese podido correr aunque quisiera, pues aunque su cuerpo estaba en la calle, a unos cincuenta metros del monstruo, siguiéndole sin descanso, tropezando a veces con algún adoquín, su conciencia y su mente estaban todavía en aquella habitación de la Casa de las Muertes. Repasaba una y otra vez aquella escena y en todas las revisiones él hacía algo que salvaba a Patricia. Seguía viva. Él actuaba, se ponía en medio, atacaba al monstruo, razonaba con él, hacía lo que fuese y Patricia seguía viva. Pero entonces recordaba que la había dejado muerta en el suelo de madera de la casa y volvía a empezar, a imaginar una nueva forma de salvarla. Y cuando se alegraba mentalmente de haberlo logrado, volvía a recordar que estaba muerta.
Y que el causante de su muerte estaba delante de él, a unos metros calle adelante.
Pasaron por entre la Casa de las Conchas y la iglesia de la Clerecía y el lobo giró entonces a la derecha, para volver a bajar por la calle Libreros. Lucas lo siguió. No había gente por la calle, se había ido retirando de aquella zona, espantada por toda la muerte que había sembrado el hombre-lobo y la cacería de sus perseguidores. Pasaron por delante de la fachada histórica de la Universidad (Lucas iba con la mente en otras cosas como para acordarse de buscar la rana sobre la calavera, que le daría suerte) y el lobo volvió a meterse en el callejón donde estaba la estatua de fray Luis de León. Lucas supo entonces que quería volver al Patio de las Escuelas Menores, aunque no entendía muy bien por qué quería hacerlo. Si su guarida estaba en la casa de las Muertes ¿por qué ir hasta allí? ¿Por qué cruzar media ciudad estando tan herido?
A Lucas le daba igual: iba a matarlo.
Entró en el Patio de las Escuelas Menores y vio que allí seguían los restos de la pareja que el lobo había matado aquella misma noche, hacía tan sólo unas horas. La policía no había aparecido por allí todavía, quizá por intercesión de Amodeo.
El hombre-lobo no había vuelto allí por los cadáveres, estaba claro, sobre todo porque no les había prestado atención: estaba en la parte del claustro opuesta a la entrada al patio, aporreando una puerta de madera, que cedía a sus golpes. Lucas se recordó que estaba herido y muy maltrecho, pero que seguía siendo una bestia muy peligrosa. Sin acercarse más, a la altura del pozo central, levantó la pistola de Amodeo con las dos manos y disparó al monstruo. En comparación con los silbidos sordos que emitían sus pistolas de aire comprimido, la pistola con balas de pólvora del inspector sonó como un trueno.
Le acertó en la espalda, tres veces. El lobo aulló de dolor, pero sin dejar de echar la puerta abajo. Lucas sabía que desde detrás era muy difícil alcanzarle el corazón, pero quería que se diese la vuelta, quería hacerle daño.
El hombre-lobo acabó rompiendo la puerta y echándola abajo y entonces se coló dentro, corriendo a cuatro patas, con rapidez y soltura. Lucas caminó entonces hacia él, deteniéndose un momento en el vano oscuro de la puerta que el monstruo acababa de tumbar y después entró en la oscuridad, siguiéndole.
Aquel lugar era la Sala de Exposiciones Patio de Escuelas. Era un lugar oscuro incluso cuando estaba abierto a las visitas, así que en ese momento era como una cueva (››oscura como boca de lobo‹‹, pensó Lucas, con cierta macabra ironía), sólo iluminada por las luces de emergencia que despedían un leve fulgor, más parecido a un fuego fatuo que a una verdadera luz para desterrar la oscuridad.
La sala de exposiciones era pequeña y en realidad sólo estaba allí para exponer un par de objetos. El más espectacular era una bóveda, colocada en el techo, en la que aparecían dibujadas muchas de las constelaciones del cielo del hemisferio norte, no como una serie de puntos y líneas, sino como una representación realista de lo que representaban las constelaciones.
Era una pintura de Fernando Gallego que representaba las constelaciones zodiacales de Leo, Virgo, Libra, Escorpión y Sagitario, junto con otras constelaciones como la del Boyero, Hércules, Hidra, el Centauro, la Crátera, el Cuervo, la Corona o la Serpiente. Además también podían verse las representaciones del Sol sobre una cuadriga tirada por caballos y la del dios Mercurio en un carro tirado por dos águilas. En la base de la pintura podían verse cuatro cabezas como representación de los cuatro vientos. La pintura estaba enmarcada por una inscripción en latín que decía: “Quoniam videbo celos tuos, opera digitorum tuorum; lunam et stellas, que Tu fundasti[1]
Había una rampa enmoquetada casi desde el arco de entrada a aquella sala, desde el recibidor del principio, una rampa que acababa en un “mirador” con un asiento enmoquetado desde el que poder admirar el Cielo de Salamanca. Lucas caminó por la rampa con pasos cortos, con la pistola en las manos, pero al ser el suelo negro y estar la estancia prácticamente a oscuras, no se diferenciaba el suelo del aire ni del techo. Llegó hasta la parte del “mirador”, tropezando casi con el asiento, parecido a un banco de cemento de un parque.
No había visto ni rastro del hombre-lobo.
Pero entonces, desde lo alto de la rampa, en aquella parte plana, vio bajo él al monstruo. En la sala a oscuras apenas podía verse nada, rácanamente iluminado todo con las luces de emergencia que “lucían” en la parte alta de las paredes, pero Lucas pudo ver al hombre-lobo gracias a su “anomalía” (su “don”, como decía Patricia). Lucía casi como si estuviera pintado con pintura fosforescente bajo la luz ultravioleta: una especie de aura delgada y fina lo rodeaba, con tonos azulados.
Justo bajo la bóveda con las constelaciones había una gran piedra, un cubo de arenisca que había pertenecido a la antigua biblioteca de la Universidad, como la bóveda que tenía encima. Era un bloque de arenisca amarillento, la misma piedra con la que se habían construido la gran mayoría de edificios monumentales de la parte histórica de la ciudad, que se volvía anaranjado por el hierro que contenía y su oxidación con el aire. El hombre-lobo estaba al lado derecho de aquel bloque de arenisca, poniendo sus manos sobre la roca, palpándola con urgencia y con deseo, desesperado.
Y entonces Lucas creyó comprenderlo todo.
Había visto ya algunos hombres-lobo en sus viajes y los había estudiado con un maestro que tuvo en Mongolia. Había muchas formas de que una persona fuese maldecida con el mal de la licantropía: la más sencilla era que los padres de alguien le repudiasen y le mandasen a vivir al monte. Otra forma, que a Lucas siempre le había parecido una putada, era nacer en noche de Luna llena siendo el séptimo hijo varón de una familia con sólo hijos varones: automáticamente te convertías en hombre-lobo con la primera Luna llena después de tu décimo cumpleaños. Otra forma era ser mordido por un hombre-lobo, claro estaba.
Y luego estaban las rocas malditas.
Un hechicero o un hombre-lobo muy poderoso podían pasar parte de su maldición a una roca, a una piedra consagrada. El primero que tocara esa piedra acababa maldito y
se convertía en hombre-lobo.
Aquella piedra había formado parte de una biblioteca, que después se transformó en capilla, así que quizá había sido consagrada. Lucas pensó en la cantidad de personas que podrían pasar por esa sala de exposiciones cada día y cuántas habrían admirado la piedra de cerca. ¿La habrían tocado? ¿Llevaría la maldición muchos años esperando en la roca o había sido vertida allí hacía poco tiempo?
En realidad le daba igual. Aquello era deformación profesional por ser detective. Tenía una pistola y tenía a tiro al hombre-lobo. Aquello era lo que importaba.
El monstruo seguía palpando y manoteando, quizá esperando que la piedra le curara o le diera nuevas fuerzas, pero era inútil. Claro que eso lo sabía Lucas, no el monstruo. Levantó la pistola y apuntó, disparando una sola vez. El disparo le acertó en el hombro al hombre-lobo, que se giró ligeramente hacia ese lado, con sorpresa en la cara.
Sus miradas se encontraron un instante: ira en el humano y sorpresa en el lobo. Justo cuando apretaba de nuevo el gatillo, Lucas pudo ver algo más, que lo desconcertó: resignación y gratitud.
El segundo tiro, con el hombre-lobo de frente y desde una posición elevada, acertó en el pecho de la bestia, en el corazón. El hombre-lobo gañó como un perro pequeño y sufrió un espasmo, que le sacudió toda la espalda y la cabeza. Cayó hacia atrás, sin un quejido ni un grito de dolor.
Lucas salió del estupor en que estaba desde la Casa de las Muertes, siendo consciente de lo que había pasado. Patricia estaba muerta y eso dolía. Pero había matado al hombre-lobo, su asesino, aunque pensó en la parte humana del monstruo y bajó corriendo la rampa, rodeándola para llegar hasta él. Encendió el pistón trifásico e iluminó la sala de exposiciones con la luz amarilla y verde.
El monstruo ya no estaba, o al menos no del todo. Empezaba a volver a su forma natural, a pesar de que era todavía de noche y la Luna seguía en el cielo. Su piel se volvía rosada y el pelo gris azulado del monstruo se desprendía rápidamente.
- No me jodas.... – dijo Lucas, al reconocer al humano. No había duda de que era Luis Miguel Tenencio Arias, el pobre hombre que lo había contratado para que encontrara al lobo y lo matara. Ahora entendía aquella prisa por que matara al monstruo, aquellas heridas en las muñecas de su cliente, por qué no recordaba su “encuentro” con el monstruo y por qué estaba tan asustado y desesperado porque Lucas acabara con el hombre-lobo. Todo había sido una llamada de auxilio, nada más. Su cliente lo miró un instante y Lucas volvió a ver la mirada de resignación y gratitud que había visto en el lobo hacía unos segundos. Luis Miguel Tenencio Arias sonrió y murió.
Lucas lo miró un instante más, de cerca, arrodillado junto a él, bajo las extrañas luces amarilla y verde de su pistón trifásico fotovoltaico. Después se puso en pie, hecho un lío. Trató de tragar saliva, pero tenía la garganta seca y pegada. No estaba muy seguro de por qué estaba así, si era por alguna de las partes o por la suma de todas ellas. Sin hablar, casi sin pensar, se dio la vuelta y salió de la sala de exposiciones.
Caminó por el Patio de las Escuelas Menores, aunque sólo fue capaz de dar unos pocos pasos. Después se derrumbó, cayendo sentado en la hierba del patio. Rompió a llorar, desconsolado, confundido y decepcionado.



[1] “Porque yo veré tus cielos, obra de tus dedos; Luna y estrellas que Tú fundaste”, salmo bíblico del Rey David.

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