jueves, 7 de junio de 2018

Lucas Barrios, Detective Paranormal: Árbol Genealógico - Capítulo 5


- 5 -
(Granito)

Llegó con el caballo, remontando la loma, hasta el llano. Desde allí podía ver el atardecer y la casa familiar al lado, iluminada por los últimos rayos solares desde atrás. Azuzó al caballo para que volviera a trotar y se encaminó hacia la mansión.
Hacía mucho frío, pero le encantaban aquellos días para cabalgar. Apenas hacía viento y el cielo estaba encapotado, plomizo, con un techo natural de nubes que parecían metálicas, por el color y por la densidad. Unas nubes que prometían lluvia pero que se mantenían preñadas: aquellos momentos eran los mejores, cabalgando con un ojo puesto en el cielo, esperando y lamentando la lluvia, a partes iguales.
Sandra Herminia Carvajal Sande había aprendido a montar cuando tenía cinco años. Desde siempre había habido caballos en la finca familiar y todos los hijos habían aprendido a montar desde muy niños. Quizá salvo su hermano Luis Antonio Carvajal Sande, cuya torpeza era extensible a cualquier deporte, no solo a montar a caballo.
Sandra Carvajal Sande trotó sobre su fiel Hércules hasta los establos, separados de la casa unas decenas de metros, en su parte trasera. Allí los rayos solares del crepúsculo hacían más daño, ya que no estaban tapados por la gran mansión. La joven llevó al paso a su montura y la metió en su establo individual, entreteniéndose en desensillarla y en cepillarle todo el cuerpo. Había caballerizos que se encargaban de esas cosas, pero a Sandra Carvajal Sande le gustaba hacerlo.
Cuando Hércules estuvo limpio y relajado, Sandra se dirigió a la casa, con ganas de ser ella misma la que se librase de la ropa de montar y de darse un baño relajante. Sus padres estaban en Cáceres, en una entrega de premios de la fundación y sus hermanos estaban fuera: Carmen Adelaida con su marido esquiando en Andorra, Felipe Ernesto en Madrid atendiendo la empresa y Luis Antonio en una fiesta de la fraternidad. Tan sólo quedaba en casa la pequeña Sofía, que estaba en cama. Sandra Carvajal Sande esperaba no tener ningún sobresalto, disfrutar de la tranquilidad de la gran mansión casi vacía, y poder pasar la velada con su hermana pequeña, quizá viendo una de aquellas horrorosas películas de miedo que tanto le gustaban.
Le sacaba más de veinte años a su hermana más pequeña, Sofía Carvajal Sande, pero se llevaba muy bien con ella. Su relación nunca había sido como la de una madre hacia su hija, hecho que podía haberse producido dada su diferencia de edad. Al contrario, Sandra Herminia siempre había tratado a su hermana pequeña como eso mismo, sin pretender ocupar el lugar de su madre. Al ser la hermana mayor de cinco hermanos, su papel (autoimpuesto, surgido de manera natural) siempre había sido el de mediadora entre sus padres y sus hermanos. Al ser la mayor y la primogénita había ido abriendo camino para todos y se había auto convertido en el nexo entre sus padres (gente de otra generación y otra época) y sus hermanos pequeños (pertenecientes a ese heterogéneo grupo llamado generación millenial: Sandra Herminia siempre había ridiculizado ese torpe intento humano de categorizarlo todo, pero lo cierto era que se notaba el cambio de generación entre sus padres y sus hermanos, incluida ella).
Tanto los Carvajal como los Sande eran familias centenarias, apellidos pertenecientes a familias nobiliarias de Cáceres. El final del siglo XX y el principio del XXI era una mala época para los antiguos nobles y Sandra Herminia se había echado a la espalda la tarea de guiar tanto a sus padres como a sus hermanos en aquel complicado trance.
Entró en la mansión por una de las puertas traseras, ascendiendo la pequeña escalinata (mucho menos aparatosa que la de la fachada principal, aunque no por ello menos ornamentada y elegante) y entrando directamente en la sala de lectura de la planta baja. Dos criadas se afanaban por limpiar el polvo de aquella vasta habitación, llena de ventanas francesas que daban al jardín trasero, con cinco lámparas de araña colgantes del techo para iluminar de noche, llena de divanes, sofás y sillones comodísimos para hacer más placentera la lectura. Y, sin embargo, a pesar del tamaño de tan magnífica sala, era la mitad de pequeña que la biblioteca de la planta superior.
Las criadas la saludaron y ella les devolvió el saludo. Sandra Herminia Carvajal Sande, desde muy niña, había tratado amablemente al servicio, algo que su padre no lograba entender. Era un hombre de otra época, que habría sido muy feliz durante el asedio de Cáceres, cuando las dos casas nobiliarias familiares habían sido más poderosas y famosas. Para Felipe Carvajal el servicio debía trabajar y ser tratado con disciplina y dureza. Difícilmente los consideraba trabajadores, por muy poco los consideraba humanos. Sandra siempre había tenido discusiones con él por eso.
Salió al pasillo y desde allí llegó al basto recibidor circular, desde donde se podía acceder a las habitaciones de la planta baja y desde donde nacía la escalera de obra que conectaba con el piso superior. Ascendió por ella, haciendo que las botas de montar resonaran en el amplio espacio. Sin embargo, a pesar de eso, la casa estaba silenciosa.
Muy diferente era cuando los cinco hermanos estaban en casa, además de maridos, mujeres y demás familia. Siempre había conversaciones, risas, ruido de múltiples actividades y, por qué no, también alguna discusión encendida. Los Carvajal Sande eran de genio vivo por parte de padre y de fuertes convicciones por parte de madre, así que era normal que los hermanos discutieran a menudo, con sus padres también, e incluso con su primo Rafael María Rodríguez Sande, el nefasto artista, que desde la muerte de su padre, hacía ya doce años, había vivido allí con ellos y con su madre, la viuda María Resurrección Sande.
Pero aquella tarde la casa estaba vacía. Su primo Rafael probablemente estuviera en algún antro con sus amigos artistas o en alguna exposición modernista, drogándose a más no poder y su tía Resu (como todos la llamaban) estaba con sus padres en la entrega de premios. Los pasos de Sandra Herminia en los escalones de mármol resonaban en el recibidor, sonando huecos y solitarios.
Si Sandra hubiese sido un poco aprensiva quizá hubiese creído que aquello era una premonición, pero era una mujer fuerte, la más serena y válida de la familia, así que no se dejó llevar por fantasías. Era mucho más prosaica en aquel momento: un baño, una copa de vino, relajación.
Llegó a su cuarto, alto y ancho como los de toda la mansión, y se desvistió, quitándose la ropa de montar, dejándola sobre un reclinatorio del siglo XVII: allí dejaba bien colocada la ropa que el servicio debía recoger para lavar y planchar. En ropa interior se miró al espejo de cuerpo entero, ovalado y con marco de plata, que tenía al pie de la cama.
Era una mujer joven y atractiva, quizá demasiado delgada. Pero era consecuencia de su vitalidad y su energía imparable, que le obligaban a estar siempre en movimiento, empleada en diferentes empresas y objetivos, impidiéndole engordar. Se deshizo del sujetador y las bragas de encaje y se miró completamente desnuda en el lujoso y ornamentado espejo. A pesar de la delgadez y de algunos huesos demasiado marcados, Sandra Herminia sabía que era una belleza. Y, a pesar de que lamentaba su delgadez, sabía que era una privilegiada: cuántas mujeres la envidiarían por su incapacidad para engordar....
Se giró para verse por delante y por detrás y después se puso una bata de raso y se calzó unas zapatillas elegantes, para ir hasta el baño, pensando en la mala suerte de que no hubiese encontrado un hombre para casarse. Mala suerte la de aquel hombre hipotético, desde luego, que no había sabido encontrarla. Sandra Herminia Carvajal Sande no lamentaba estar soltera, aunque todas sus amigas y el resto de profesionales con las que se codeaba al gestionar los negocios familiares fuesen mujeres casadas y con hijos. Se comparaba a menudo con ellas, era inevitable, pero no sentía envidia ni pesar. ¿Deseaba un marido que la adorara? Sí. ¿Quería tener hijos con los que compartir su vida? Desde luego. Pero no tenía prisa ni lamentaba su situación actual: estaba soltera pero era una mujer de éxito. Le encantaba trabajar y aunque encargarse de los negocios de su padre quizá no era su sueño, era competente al hacerlo y brillante en su gestión. No era ella la que necesitaba a un hombre para redondear su vida: era un hombre el que necesitaba encontrarla para mejorar la suya.
De camino al lujoso baño, mientras reflexionaba sobre estos pensamientos (que no eran un autoengaño o una manera de justificarse, eran lo que de verdad sentía) pensó en pasar a ver a su hermana pequeña. La joven Sofía (de apenas quince años, una hija que don Felipe y doña María Rosa no habían esperado) llevaba sintiéndose enferma varios días. Los profesores que la educaban en casa no habían ido la última semana, ya que la jovencita se encontraba demasiado mareada, cansada y dolorida para atender a las clases. El médico de confianza de la familia había ido a visitarla, sin saber muy bien qué dolencia la aquejaba. Dado que no había fiebre y según los síntomas, la diagnosticó con una ligera gripe, que pasaría en unos días.
- ¿Sofía? ¿Estás despierta? – preguntó, cerrándose bien la bata de raso y entrando con delicadeza en la habitación de su hermana. Era tan grande como la suya, pero lógicamente decorada como sólo una adolescente lo haría. Un póster de Justin Bieber y otro de Sweet California presidían la cabecera de su cama, que era de hierro forjado muy señorial, desentonando con el resto de la habitación. Un móvil de mariposas de escayola se balanceaba al lado de la ventana, un espejo cuadrado rodeado de fotos de Sofía con sus amigas reflejaba la cama y media habitación y un calendario de fotos de Mario Casas competía en otra pared con multitud de fotos y de recortes de revistas del grupo One Direction. Sandra Herminia sonrió, al ver toda aquella selección de gustos y al recordar su propia habitación decorada con posters y fotos de los Backstreet Boys y de las Spice Girls.
Sofía estaba en la cama, arropada entre las sábanas. Las persianas estaban casi bajadas del todo y las cortinas echadas. La habitación estaba en penumbra, sólo iluminada por la poca luz que entraba del exterior y la que procedía del pasillo. Sandra Herminia Carvajal Sande se acercó a la cama, a la cabecera.
- Ya he vuelto de montar a Hércules, voy a darme una ducha. Si quieres luego podemos cenar juntas y ver la tele o alguna película....
Al sentarse en el borde de la cama su hermana dio un respingo, girándose. Sofía Carvajal Sande había estado de espaldas a su hermana mayor, pero se volvió, poniéndose boca arriba, apoyada sobre su espalda. Sandra dio un grito, asustada, poniéndose en pie inmediatamente.
La cara de Sofía estaba completamente negra, desde la garganta hasta el nacimiento del pelo, como una grotesca máscara. Mantenía sus rasgos, pero la piel estaba negra, como cubierta por pintura. A Sandra Herminia le recordó un cuadro horrible de su primo Rafael María, que había mostrado muy orgulloso a toda la familia hacía unas semanas. Nadie supo qué decir y su primo salió de la habitación ofendido y enfadado.
- ¡¡Sofía!!
La pequeña se contorsionó en la cama, como si en lugar de un cuerpo humano fuese un montón de serpientes que se arrastraban unas sobre otras encima de las sábanas. Sandra Herminia se llevó las manos a la cara, tapándose la boca, asustada. No era una mujer aprensiva, dada a histerismos, pero aquella visión de su hermana pequeña era horripilante y terrorífica.
Y aquello no había hecho más que empezar.
De repente la espalda de Sofía se curvó, tensando todo el cuerpo. La niña quedó apoyada sobre las puntas de los pies y sobre la coronilla, formando todo su cuerpo una curva, con los brazos colgando, como sin fuerza. Sandra Herminia dio un respingo cuando su hermana pequeña adoptó aquella postura, de improviso. El cuerpo de Sofía no dejaba de temblar.
Asustada, sin saber qué hacer, Sandra Herminia se dirigió corriendo a la ventana, descorrió las cortinas de sendos zarpazos y subió la persiana hasta arriba. El Sol ya se había ocultado, pero desde el horizonte todavía llegaba una poca luminosidad, rojiza, que sirvió para iluminar la habitación.
El efecto fue perjudicial. Toda la habitación se iluminó con un resplandor rojizo, que hizo la escena y la postura de Sofía más terroríficas.
- ¡¡Sofía!!
La niña no respondió. Tenía los ojos cerrados, los párpados le temblaban. La boca entreabierta dejaba salir un leve hilo de espuma blanca, pero no pronunciaba palabra. El cuerpo entero se agitaba y los brazos se balanceaban bajo ella.
- ¡¡Sofía!!
Los parpados de la niña se abrieron, dejando ver unos ojos rojos, de iris dorados, malévolos. La boca se abrió y una voz muy diferente a la de su hermana empezó a escucharse en la habitación.
- Reclamo este cuerpo para mi gozo. Es mi nuevo hogar. Deseo su control, su dominio y su virtud. Nadie podrá negármelo.
- ¡¡Sofía!! ¿Qué te pasa? ¡¡¡Sofía!!! – chilló Sandra Herminia Carvajal Sande, fuera de sí, víctima de las lágrimas. Aquello no era una gripe.
Se volvió al pasillo, corriendo desesperada, mientras su hermana pequeña se agitaba en la cama y seguía hablando con aquella voz extraña, grave y malvada. Sandra podía notar la maldad en aquella voz, porque el vello de los brazos y la nuca se le encrespaba al escucharlo, y la piel de gallina le cubría todo el cuerpo bajo la bata de raso.
- ¡¡Socorro!! ¡¡Venancio!! ¡¡Tomé!! ¡¡Daría!! – llamó a los criados que se le ocurrieron, los que sabía que estaban en la casa. – ¡¡¡Socorro!!!
- No hay socorro. No hay misericordia. Sólo hay violación y dominio, perra estúpida – dijo la voz por la boca de su hermana.
Sandra Herminia Carvajal Sande se volvió sorprendida y asustada hacia su hermana. Estaba tendida de nuevo en la cama, con la espalda apoyada sobre el colchón. Su cuerpo seguía temblando y la niña (aunque Sandra dudaba a cada momento que pasaba que Sofía siguiese allí) ondeaba las caderas con un movimiento libidinoso y lascivo, impropio de una chica como ella. Con las manos se acariciaba el vientre y las caderas y una sonrisa malsana y rijosa le torcía el rostro, que seguía negro como el alquitrán.
Sandra se acercó a la cama y tomó a su hermana pequeña de una mano, apartándola del cuerpo. Sandra lloraba, asustada y asqueada, al ver a su hermana pequeña, hasta aquel momento una chica buena e inocente, comportarse de aquella manera. Estaba segura de que no era ella, aunque no tuviese idea de qué le estaba pasando.
Al agarrarle la mano y separársela del cuerpo la notó caliente, ardiendo. Entonces la mano y el brazo se tensaron y Sofía (o lo que sea que fuese lo que había sobre aquella cama) tiró de su hermana mayor, sacudiendo el brazo y lanzándola contra la pared. Sandra Herminia golpeó la pared de la habitación cerca del espejo cuadrado y el tocador, cayendo al suelo, abriéndosele la bata, quedando expuesta su desnudez y todo su miedo. Aturdida, no pudo moverse.
Sofía (el cuerpo de Sofía) observó a su hermana tendida en el suelo y al verla allí se relamió con deleite y lujuria, abriendo los ojos rojos desmesuradamente. Hizo amago de apoyarse en la cama para levantarse, muy probablemente con intención de acercarse al cuerpo indefenso de Sandra Herminia.
Pero entonces algo ocurrió: Sofía sufrió un espasmo, que la sacudió todo el cuerpo. Miró alrededor sorprendida y rugió, como lo haría un animal y no una chica dulce y amable de quince años. Sufrió inmediatamente otro espasmo, tan fuerte que la lanzó sobre la cama. Una vez allí se sacudió, como si quisiera levantarse y no pudiese porque alguien le sujetaba por los brazos y las piernas. Gruñó y gritó desesperadamente y llena de furia, como un animal salvaje, pero no pudo levantarse de la cama, por más que se sacudió, forcejeó y trató de moverse, alzando el regazo con violentas embestidas. El largo cabello rubio se sacudió con fuerza, hacia todos lados, víctima de los cabeceos y movimientos bruscos.
Venancio y Tomé, dos de los criados y mayordomos, llegaron a la habitación en aquel momento, asustados de inmediato al ver aquella escena. Se quedaron en la puerta de la habitación y sólo reaccionaron al ver a doña Sandra tirada en el suelo, con las vergüenzas al aire. Fueron sobre ella y la levantaron, tapándola de nuevo.
Los tres, a los pies de la cama, vieron cómo Sofía se sacudía rápidamente, como si vibrara, gritando en un chillido sostenido y largo, bestial. De repente se detuvo y quedó tendida en la cama, como si hubiera caído desde el cielo, de medio lado, inmóvil.
- Sofía.... – sollozó Sandra Herminia Carvajal Sande, acercándose a ella con la ayuda de Venancio. Tomé, santiguándose, iba tras ellos. Sandra podía andar, aunque estaba dolorida y mareada: sentía una humedad en la parte trasera de la cabeza, donde seguramente se había hecho una brecha, pero en esos momentos no la preocupaba. Su hermana pequeña había sufrido un evento extraño y terrorífico y ahora estaba en la cama, sin moverse.
Sandra llegó hasta ella, gimoteando, cerrándose la bata con una mano y sosteniéndose con la otra agarrándose a Venancio. Se sentó en la cama, al otro lado de donde lo había hecho la primera vez, y agarró a su hermana pequeña por el hombro, girándola.
Sofía estaba llorando. Su piel volvía a ser rosada, muy pálida, y sus ojos eran verde oscuro de nuevo. No había ni rastro de color negro ni de escleróticas rojas o iris dorados. Aquella era Sofía de verdad, pues incluso sus sollozos sonaban a ella, con su verdadera voz.
- Sofía, mi niña.... – lloró Sandra, agarrándole la cara y atrayéndola hacia sí. La acogió entre sus brazos y la acunó, amorosamente. Las dos lloraban, sobre todo de miedo y de susto, pero algunas lágrimas sueltas eran de alivio y alegría. Las dos estuvieron abrazadas mucho rato, acunándose mutuamente. Venancio, cerca de ellas pero manteniendo la distancia, las miraba atónito. Tomé volvió a santiguarse y rezó, en murmullos incomprensibles.
- ¿Qué me ha pasado? – preguntó Sofía, enterrada entre los brazos y el pecho de su hermana, con una voz desconsolada y aterrorizada. Los tres adultos que la acompañaban se quebraron al escuchar el desasosiego de la niña.
Pero ninguno supo responderla, para aliviar su confusión.

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