martes, 10 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 4


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- Menuda carnicería.... – dijo el número, frotándose la cara sudorosa, nervioso y temblando. Su compañero, más sereno, no pudo evitar darle la razón.
Los dos números de la guardia civil observaron el cuerpo (o los pedazos que quedaban de él) que descansaba en el suelo, cubierto con sábanas. La tela había sido blanca al principio de la mañana: a esas alturas del día estaba ya encarnada.
Había bastante gente del pueblo curioseando por ahí, pero otros cuatro agentes de la guardia civil los alejaban, manteniéndoles lejos de la escena del crimen. Los dos números que estaban cerca del cuerpo esperaban que el juez llegase cuanto antes para poder llevarse los restos. Una ambulancia esperaba en la calle de al lado, con las luces encendidas, que bañaban las paredes de las casas del pueblo, a pesar de que era sábado por la mañana.
El cuerpo había sido encontrado en la plaza mayor del pueblo, que no era tal: era un espacio abierto entre filas de casas de un par de alturas, con una zona verde en el medio, con forma triangular. Había unos pocos arbustos y un alto árbol blanco, con las ramas cortadas y sin una sola hoja verde.
Los restos de la vecina muerta estaban en la calzada, entre la plaza y una de las casas. La guardia civil había cerrado los accesos a la zona con cinta policial, para que nadie se entrometiera en la investigación. Incluso la ambulancia había tenido que esperar cerca, sin entrar en la plaza, al lado del parque infantil. A pesar de que el pueblo tenía pocos habitantes, la aglomeración en las barreras era muy alta.
- Otro muerto más.... – dijo uno de los números de la guardia civil, un tal Manuel García. Meneó la cabeza, nervioso. El sudor que le corría por la espalda era frío. – Primero Ramón, luego Ildefonso y ahora Fuencisla....
- Uno cada día – contestó su compañero, Félix Durán, afectado pero un poco más dueño de la situación. – Alguien tiene que andar detrás de todos los asesinatos.
- ¿Pero quién? ¿Quién podría hacer una cosa así a la gente del pueblo? Nadie tiene enemigos, no han hecho daño a nadie....
- No lo sé – contestó su compañero, mirándole directamente a los ojos. Había cólera y terror en su mirada. – Yo sólo quiero que llegue el juez para que podamos largarnos de aquí antes de que llegue la noche....
Su compañero tragó saliva.
Sergio se alejó de la escena, preocupado. Había estado en el cordón de seguridad, del lado del parque, con la ambulancia detrás. Pero había escuchado toda la conversación entre los guardias civiles.
Caminó por la calle, muy despacio. Pensaba en Fuencisla. Era una mujer mayor, muy simpática. Conocía a la mayor parte del pueblo y siempre era amable con todos.
También pensó en Ramón. Era mayor que él, pero trabajaba en el bar del pueblo y todos le conocían. Era un chico agradable, muy divertido, aunque se había vuelto un poco triste desde que su novia Raquel, también del pueblo, le había dejado. Sergio tuvo un escalofrío sólo de pensar en cómo había sido encontrado al lado de la casa del tío Germán.
Sergio era un chico bastante tranquilo. Se podría decir que incluso era valiente. Pero lo que estaba pasando en su pueblo le ponía nervioso, y no era para menos. Tres muertes violentas en tres días seguidos. No era a lo que estaban acostumbrados en el pueblo.
Llegó hasta otra plaza del pueblo, más pequeña, pero más plaza realmente. Tenía una zona apartada de la carretera, con bancos, una fuente para beber y un tobogán de plástico y madera para los críos. Allí se encontró con Mowgli y Victoria.
Eran dos amigas suyas, desde que iban al colegio. Victoria llevaba toda la vida en el pueblo, aunque había nacido en Treviños. Sus padres sí que eran del pueblo y vivían allí desde siempre. Era una chica muy guapa, de largo pelo rizado y castaño. Tenía los ojos marrones claro, muy grandes y expresivos. Tenía un novio mayor que ella de otro pueblo cercano, pero todos creían que Sergio y ella estaban juntos, porque eran grandes amigos y pasaban mucho tiempo juntos.
Mowgli se llamaba en verdad Beatriz. Era una niña de origen indio, adoptada por sus padres cuando tenía cinco o seis años. Había vivido desde entonces en el pueblo y no había tenido nunca problemas para adaptarse o para integrarse: en el colegio eran pocos niños y todos hacían piña juntos. Era muy amiga de Sergio y de Lucía, los dos que le habían puesto el mote cuando estaban en tercero. Era de piel oscura, ojos negros y pelo liso del mismo color.
Las dos chicas estaban muy afectadas, como Sergio. Pero ellas no habían querido acercarse a la plaza mayor. No tenían el cuerpo para demasiada realidad.
- ¿Cómo va? – preguntó Victoria.
Sergio se encogió de hombros.
- Siguen allí, esperando al juez para levantar el.... el cuerpo. Para llevárselo.
- ¿Saben quién lo ha podido hacer? – volvió a preguntar Victoria. Mowgli seguía en silencio, muy seria. Tenía la cara llorosa.
- No tienen ni idea – contestó el chico, negando con la cabeza. – Ni una pista.
Los tres muchachos se quedaron en silencio, las dos chicas haciéndole un hueco en el banco al chico. Se quedaron allí, sentados a la luz de la mañana, ahogados en sus pensamientos fúnebres. En general eran un grupo de amigos alegres, pero la situación no les dejaba serlo en esas circunstancias.
- ¿Y Lucía? ¿Dónde anda? – preguntó Sergio, después de un rato.
- No lo sé – intervino Mowgli, con su bella voz suave.
- Pero Roque estaba en el bar.... – dijo Victoria.
- Entonces les veré a los dos allí – dijo Sergio, levantándose y dedicándoles una caricia a las chicas.
Sergio anduvo por las calles de su pueblo, pensativo. Estaba desorientado, le parecía vivir un sueño. En sus dieciocho años de vida no recordaba que hubiese pasado una cosa igual en el pueblo: era un lugar tranquilo, un sitio en el que nunca pasaba nada. Y mucho menos nada tan terrible.
Llegó al bar, en el que hasta el jueves trabajaba Ramón. Había muchos hombres del pueblo allí, sentados en mesas o apoyados en la barra, todos serios, taciturnos. Era evidente cuál era el tema de conversación y el estado de ánimo del pueblo aquel día.
En una de las mesas estaba sentado Roque, otro de los amigos de la pandilla. Roque era mayor que ellos, pero había repetido un par de cursos en el instituto y era parte del grupo desde hacía años. Trabajaba en el campo con su padre, mientras estudiaba electrónica a distancia. Era un chico enorme, fuerte y bruto, pero tranquilo y sereno. Era incluso delicado, con una voz tranquila y suave.
Quizá por eso le gustaba tanto a Lucía, la otra amiga de toda la vida de Sergio. La chica, rubísima y muy guapa, estaba sentada al lado del grandullón. Estaba coladita por él desde hacía años: todos en el grupo lo sabían, incluido Roque. El chico lo llevaba con naturalidad, con toda la naturalidad que se podía aplicar a una situación tan peliaguda: Roque quería mucho a Lucía, pero no le gustaba. Se lo había hecho saber a ella, de forma delicada. Sin embargo Lucía seguía enamorada de él, suspiraba por él y compartía mucho tiempo con él siempre que podía.
Roque le vio entrar y le saludó con un movimiento de cabeza. Sergio le contestó con una sonrisa fría y plana. Se acercó a la barra a pedir una caña y luego se sentó a la mesa con sus dos amigos.
Sergio miró durante un rato a Lucía, que tenía la mirada fija en la mesa. Las manos, entrelazadas sobre la formica, temblaban ligeramente. Lucía era vecina de Fuencisla en la plaza mayor del pueblo y había sido quien la había encontrado, muerta y desmembrada.
- ¿Cómo estás? – indagó Sergio, con cautela.
Lucía se encogió de hombros, aguantándose las lágrimas. Roque le cogió las manos con una sola de las suyas, anchotas, mirándola con pena. Sergio se levantó y se arrodilló al lado de la chica, abrazándola desde el lateral. Lucía rompió a llorar del todo, sacudiéndose.
Sergio se contuvo las lágrimas, apoyado en el hombro de su amiga. No soportaba ver así a sus amigas, no aguantaba pensar que había algún loco asesino en su pueblo. No quería pensar que su pueblo se estaba deshaciendo por los asesinatos de algún psicópata.
Había que hacer algo. Alguien tenía que hacer algo. Pero la guardia civil tenía miedo (no era para menos, Sergio no les culpaba) y no había nadie más que pareciese poder ayudarles. ¿No había nadie bueno que supiese qué estaba pasando en el pueblo?
La puerta del bar se abrió entonces, haciendo sonar el cristal medio suelto que el marco de madera lograba sostener a duras penas. Un hombre trajeado y apuesto se asomó, tímido.
- Disculpen.... ¿dónde puedo encontrar al alcalde? – preguntó.
Algo en la voz de aquel hombre hizo que Sergio se girara. Había duda en ella, pero también una fuerza y una decisión que hacía tiempo que Sergio no escuchaba en la gente de su pueblo.
- Yo puedo llevarle.... – intervino Roque, poniéndose de pie. – ¿Para qué quiere verle?
- Bueno.... Creo que puedo hacer algo con los terribles sucesos que están ocurriendo.... – dijo el hombre trajeado, mostrando una sonrisa confiada. Sergio lo miró asombrado, con esperanza.

 

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