sábado, 21 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 9

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Domingo. Día del Señor.
El hombre de negro marchaba por la calle con decisión, con un destino marcado en mente. Hacía años que no paseaba, que no deambulaba por la calle sin motivo alguno. Llevaba mucho tiempo ya dedicado a la causa: siempre tenía algo que hacer, alguien a quien ver, algo que investigar. Alguien a quien matar.
Caminaba por la acera, cruzándose con la gente madrugadora que llenaba las calles. Todos le miraban extrañados, algunos incluso con un deje de temor. La gente iba arreglada, contrastando con la sobria vestimenta del hombre de negro: abrigo largo de paño, sombrero de ala ancha redonda, gafas redondas y pequeñas, todo de color negro.
Desde que supo que el trece estaba al llegar se sintió viejo. Lo era, desde hacía tiempo, pero nunca se había sentido como tal. Seguía siendo lo suficientemente ágil, lo suficientemente independiente como para seguir cumpliendo su misión, su cruzada. Pero la inminente llegada del caudillo del mal.... Se sintió muy mayor, muy cansado, muy cascado. Esperaba estar a la altura cuando el trece apareciese.
Y eso tenía que averiguar. Dónde y cuándo pensaba hacer su aparición el trece.
Era temprano, y la mayoría de los comercios estaban cerrados. Al ser domingo sólo los bares y los quioscos abrirían sus puertas, pero el hombre de negro sabía que el local que buscaba estaría abierto. Jonás nunca cerraba.
Llegó a la calle y se detuvo en medio de la acera. Era una acera estrecha, y los transeúntes tenían que apartarse para poder pasar por delante del hombre, que no se movía. Parecía estar en otro lugar, ajeno a esta realidad. Sus ojos, detrás de las gafas pequeñas y oscuras, no se movían de un local pequeño que había al otro lado de la calle.
Alguien salió de dentro de la tienda, haciendo sonar las campanillas que colgaban por dentro. El hombre de negro supo entonces que la tienda estaba vacía y cruzó la calle, decidido, haciendo que un coche tuviese que frenar casi en seco. Pero el hombre de negro no se inmutó.
Empujó la puerta con cristalera de la tienda, golpeando ligeramente las campanillas que colgaban por dentro. El ruido de cascabeles le acompañó mientras se adentraba en el establecimiento. Había altas y largas estanterías abarrotando el local, unas muy juntas de las otras. Los estantes estaban llenos de hierbas, de sobres de infusiones, de imágenes de dioses y musas, de piedras místicas, abalorios, collares, pulseras y amuletos paganos. En otras había libros de curación y autoayuda y en otras, más apartadas del gran público, había hechizos y embrujos.
El hombre de negro caminó entre ellas, hacia el mostrador que había al fondo. No había nadie tras él. El hombre de negro esperó, pacientemente, apoyado en el largo tablero de formica. Miró con el rabillo del ojo a su alrededor, buscando algún peligro, pero no lo había. Olisqueó el ambiente y todo estaba en orden.
Entonces salió de la trastienda un hombre mayor, de piel negra y pelo muy blanco, corto y ensortijado, pegado al cráneo. Salía sonriente, tarareando una canción, observando unas piedras preciosas que llevaba en las manos. Cuando llegó al mostrador levantó la mirada y vio al siguiente cliente.
- ¡¡Tú!! – gritó, asustado, soltando las piedras que resonaron por el suelo. Con la cara mostrando su miedo tropezó hacia atrás, desapareciendo de nuevo en la trastienda.
El hombre de negro saltó el mostrador, con una agilidad que nadie le hubiese presupuesto al ver su aspecto. Aterrizó al otro lado y cruzó la cortina de cuentas que daba acceso a la trastienda.
El almacén era como la propia tienda, sólo que más abarrotado aún. Las estanterías eran más altas y más viejas, de madera añeja. Estaban llenas de todos los artículos expuestos fuera, metidos en cajas de madera o cartón. El polvo se había adueñado de todo y flotaba en el ambiente.
El dueño de la tienda, Jonás, intentaba escapar entre las estanterías. El hombre de negro le seguía de cerca. Jonás se asomaba entre estantería y estantería, sin perder de vista la puerta de entrada al almacén. Pero entonces el hombre de negro surgía de detrás de un estante, ocupando todo el pasillo, cortándole el paso.
La situación se repitió varias veces, con Jonás corriendo por toda la estancia. El hombre de negro, no sabía cómo, siempre le cerraba el paso: aparecía siempre en el pasillo que pensaba recorrer. Pero cada vez aparecía más cerca. Le estaba empujando hacia la parte trasera del almacén.
Jonás se escondió detrás de unas estatuas de unos tigres de tamaño natural, envueltas en papel de burbujas. Intentó recobrar el aliento: ya no tenía edad para esos juegos.
Miró desde detrás de la estatua, a todo lo largo del  pasillo. Al fondo estaba la puerta cubierta con las cortinas de abalorios, justo al final del pasillo. Era muy largo, pues Jonás estaba casi al fondo del almacén, pero si el hombre de negro no estaba por allí cerca podría escapar.
Entonces el hombre de negro apareció desde un lateral, cargando contra Jonás justo cuando éste se disponía a echar a correr hacia la libertad. El hombre de negro le agarró por el cuello de la camisa y le hizo chocar contra la estatua con la que se escondía.
Jonás gritó de dolor, y aún más cuando el hombre de negro le zarandeó y le lanzó contra una estantería cercana, que gimió y se meneó, sin llegar a caer. Jonás se dobló de dolor, siendo levantado otra vez por el hombre de negro, que le llevó hasta la estatua del tigre y le hizo recostarse contra su lomo, en una postura muy incómoda para la espalda.
- ¡¡Aaaaahh!! ¡Déjame! ¡Esta vez no he hecho nada! – gritó Jonás, dolorido y asustado. – ¿Qué quieres de mí?
- Información – dijo el hombre de negro, con su voz de cuervo.
- ¡Yo no sé nada! – se defendió Jonás.
- Sé que sólo tú puedes saberlo....
Jonás abrió los ojos como platos.
- ¡No sé nada de ningún corpóreo!
- ¿Y cómo sabes que estoy buscando a un corpóreo? – preguntó el hombre de negro, juguetón.
Jonás tragó saliva, apurado. Se había descubierto él solo.
- ¡Vamos! ¡Habla! – rugió el hombre de negro, sacudiendo a Jonás, que se encogió, asustado. – No dudaré en hacerte un exorcismo....
- ¡¡No!! – aulló Jonás, y durante un instante sus ojos se volvieron amarillos, lo que dura un parpadeo. – Está bien, está bien. Te diré lo que quieres saber....
- ¿Ha habido actividad de corpóreos?
- Sí – contestó Jonás, resignado. – De muchos.
- ¿Sabes dónde? – preguntó el hombre de negro y Jonás negó con la cabeza.  – ¡¿De verdad?!
- ¡De verdad! He notado su presencia, pero no sé dónde han surgido. Puedo averiguarlo para ti....
- Hazlo – ordenó.
Jonás se incorporó y el hombre de negro le soltó. El dueño de la tienda caminó hacia la parte de atrás del almacén y el hombre de negro le siguió de cerca. Allí, al fondo de la trastienda, detrás de todas las estanterías, en un rincón, Jonás tenía su “despacho”. No era más que una mesa puesta en la esquina del edificio, con una silla cómoda delante. Había papeles en una cesta de metal, un par de libros sobre la mesa y un portátil en el centro del escritorio.
Jonás se sentó en la silla, bajo la atenta mirada del hombre de negro. El dueño de la tienda abrió un cajón y sacó unos mapas, viejos y arrugados, muy manoseados. En la otra mano sostenía una botella de whisky, a la que apenas le quedaba un sexto de su contenido.
Jonás extendió los mapas por encima de la mesa, alisándolos con las manos extendidas. El hombre de negro pudo ver que eran mapas políticos y físicos de toda la península, de algunas comunidades autónomas sueltas e incluso de algunas provincias en concreto, bien grandes, con mucho detalle. El dueño de la tienda tomó un trago de whisky y lo mantuvo en la boca, mientras cerraba los ojos y paseaba las manos entre los mapas extendidos encima de la mesa. Un murmullo tenue empezó a oírse, emitido por Jonás, en trance.
Sus manos revoloteaban por encima de los mapas, algunas veces lentamente, otras acelerándose. En ocasiones rozaba el papel, tocaba algún plano, pero no llegaba a coger ninguno. Sus manos empezaron a moverse más rápido, haciendo círculos encima de los mapas. Con un zarpazo veloz apartó un mapa, lanzándolo al suelo. Repitió la operación con la mano izquierda, mandando esta vez dos mapas al suelo. Apartó otro de un manotazo, que chocó contra la pared, arrugándose y quedando apartado. Entonces sus manos se pararon.
Jonás tragó el whisky, abrió los ojos y bajó la mano derecha, con el índice extendido. Lo posó suavemente en un punto del mapa que quedaba ahora encima del montón de todos los que había sobre la mesa: un mapa político de la comunidad de Castilla y León.
- Aquí.... – dijo con voz temblorosa, sin mirar todavía el papel. El hombre de negro se inclinó para mirar en el mapa.
Castrejón de los Tarancos. No estaba lejos. Podía llegar ese mismo día, si se agenciaba un medio de transporte rápido.
Sin dirigirle la palabra a Jonás se irguió y se dirigió hacia la tienda, recorriendo uno de los pasillos entre estanterías del almacén.
Jonás respiró tranquilo, al ver alejarse la espalda del hombre de negro. Pero dio un respingo cuando la figura oscura se giró y le miro de forma amenazadora.
- Tú, ectoplasma – dijo, con voz cascada, perversa. Levantó una mano y le señaló directamente. – Recuerda nuestro trato. No vuelvas a hacerme perseguirte. Si te permito estar aquí es para que me ayudes.
Jonás asintió, muerto de miedo.
El hombre de negro se volvió y siguió su camino, para salir de la tienda.
- Otra cosa – dijo al aire, sin volverse, alzando la voz para que Jonás le oyera. – El trece está en camino. Si yo fuera tú arreglaría todos mis asuntos pendientes. Sólo por si acaso....
Jonás empezó a temblar como una hoja marchita en la rama de un árbol en pleno otoño.
El hombre de negro se regocijó por dentro, cruel.



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