domingo, 15 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 6

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La figura oscura caminaba por la acera, bañado por el Sol de verano. Poca gente había por la calle, pero los pocos transeúntes la miraban raro al cruzarse con ella. Algunos incluso se cruzaban de acera.
La figura oscura tenía un destino en mente y se dirigía a él sin dudar. Andaba con paso firme, sin fijarse en lo que se encontraba por el camino: su mente estaba en su misión.
Era un hombre alto, de casi un metro noventa. Tenía el pelo largo y blanco como la nieve, que le caía por la espalda, sujeto a los lados por un sombrero negro de fieltro, de ala ancha y cabeza redondeada. Vestía completamente de negro, con un abrigo de paño hasta las pantorrillas. Completaba su atuendo con unas gafas oscuras, redondas y pequeñas, que le tapaban los ojos.
Su cara era como un mapa de carreteras, cubierta por infinidad de cicatrices. Su gesto, perenne, era adusto, serio, casi doloroso, con los labios fruncidos y el ceño apretado. La piel era pálida, como pergamino, con alguna línea más oscura, con alguna cicatriz enrojecida.
El hombre consultó un reloj de pulsera, viejo y cascado, y apretó el paso al ver la hora. Llegaba tarde y no se lo podía permitir.
Caminó con prisa pegado a las fachadas de los edificios, hasta que llegó a uno de apartamentos, muy viejo y decrépito. Las paredes, anteriormente blancas, estaban llenas de desconchones y de manchas, además de pintadas. Las ventanas estaban oxidadas y rotas. Parecía imposible que nadie siguiese viviendo allí. Pero el hombre sabía que había alguien.
Entró al edificio por el portal sucio y maloliente, caminando con paso decidido. Llegó hasta el inicio de las escaleras y empezó a subir, mientras sacaba un artefacto  de uno de los hondos bolsillos del abrigo. Era una cajita de madera, con la parte superior de cristal. Estaba llena de agua bendita, que se agitaba con los movimientos del hombre. Un crucifijo pequeño, de metal corriente, estaba clavado en el cristal, en la conexión entre los dos brazos de la cruz, haciendo que pudiese girar. El hombre colocó la caja en la palma de su mano y dejó que la cruz girase, enloquecida, mientras él seguía subiendo por las escaleras.
Cuando llegó al segundo piso la cruz se detuvo, su brazo más largo apuntando hacia un lado del pasillo. El hombre se detuvo, recuperando el aliento, mirando hacia allí. Después dejó las escaleras y se encaminó en la dirección que marcaba su “brújula”.
El pasillo estaba sucio, las baldosas del suelo enmarcadas con porquería negra en las juntas. Las ventanas del pasillo, que daban a un patio interior, estaban amarillas, translúcidas, sucias de meses. La luz que llegaba hasta el pasillo era apagada y cansina.
El hombre caminó por el pasillo, con cuidado, despacio, atento a cualquier sonido. La persona a la que iba a ver no debía saber que estaba allí.
De pronto la cruz empezó a girar en la cajita, lentamente, arrancando chirridos. Apuntó a una puerta.
El hombre miró detenidamente su “brújula” y luego la plancha de madera que señalaba. Aguardó un instante, sopesando las opciones. Notaba el peso del reloj en la muñeca: se le acababa el tiempo. Despiadado, se lanzó al fin contra la puerta.
De una patada poderosa hizo saltar el mísero cerrojo que la mantenía cerrada. La puerta saltó hacia dentro del apartamento y el hombre entró como un huracán en la casa.
Llegó hasta el salón, donde una mujer latina lo miraba con ojos asombrados. El hombre sonrió interiormente (hacía años que no sonreía con los labios): ella era su objetivo.
La mujer gritó, asustada. Y aún más cuando el hombre vestido de negro se abalanzó sobre ella, con las manos como garras por delante. La mujer se hizo a un lado, aterrorizada. El hombre sólo pudo rozar su vestido.
La mujer rodeó la mesa, corriendo como podía, pues era voluminosa. El hombre, a pesar de su estatura y de que parecía viejo, la siguió con velocidad. La agarró por un brazo y se sintió victorioso.
La mujer se giró, rabiosa, con la mano por delante. Arañó la cara del hombre como un animal, dejándole tres marcas rojas en la mejilla izquierda. El hombre vestido de negro aulló de dolor, soltándola. La mujer aprovechó para correr hacia el baño y encerrarse dentro.
El hombre de negro la siguió, maldiciéndose por dentro. La tenía y había fallado. Aporreó la puerta con fuerza, con el puño cerrado, haciendo que la plancha de madera se agitase en su marco. La mujer sollozaba dentro, asustada. El hombre no la escuchó, negándose a tener compasión de ella: debía morir.
- ¡¡Déjeme, déjeme en paz!! – dijo la mujer, entre lágrimas.
El hombre vestido de negro se apartó de la puerta un par de palmos, asombrado.
- ¿Ahora suplicas? – dijo, atónito, con su voz como la de un grajo.
- ¡¡Déjeme!!
- Sabes que no puedo. He venido para matarte – contestó, con la voz cascada, inmisericorde.
La mujer lloró desconsolada dentro del baño, mientras el hombre la ignoraba, mirando la puerta, el marco, los objetos que tenía alrededor. Sólo pensaba en cómo hacerla salir de allí.
Entonces arrugó el rostro, asombrado y dolorido. Notó el olor, el cambio de ambiente. Los colores se hicieron más grises. La puerta se abrió.
La mujer salió del baño, tranquila. Incluso sonreía, con superioridad. El hombre tuvo que retroceder, ligeramente superado y asustado.
- No le servirá de nada matarme.
- Me servirá para mí, para sentirme mejor – dijo el hombre, mientras seguía retrocediendo.
La mujer salvó la distancia que lo separaba de un par de pasos y lo empujó de repente, contra la pared. El hombre chocó contra un espejo grande, ovalado, haciendo que sus hombros lo rompieran en pedazos. Cayó al suelo, apoyado en la pared, dolorido.
La mujer saltó sobre él, intentando agarrarlo por el cuello, para defenderse. El hombre, reaccionando con rapidez, tomó un pedazo grande de espejo, cortándose los dedos y la palma de la mano al agarrarlo con fuerza. Con un movimiento rápido lo pasó por la garganta de la mujer, cortándola.
La mujer saltó hacia atrás, tapándose la herida que sangraba mucho. Estaba asombrada, asustada. Trastabilló hacia atrás, apoyándose contra la pared al lado de la puerta del baño.
El hombre se levantó, jadeando, empuñando todavía con la mano ensangrentada el trozo de espejo. Miraba fijamente a la mujer herida, sin piedad. Empezó a avanzar hacia ella, con decisión de terminar el trabajo.
- No servirá de nada.... – dijo la mujer, con la voz estrangulada, moribunda. – Ya viene. El trece.
El hombre se detuvo un momento, estupefacto. Un escalofrío le recorrió la espalda.
- El trece está en camino.
El hombre reaccionó, superando su asombro, lanzándose sobre la mujer desprotegida.
Pero ella saltó sobre él, golpeándole en el pecho y lanzándolo al suelo. El hombre cayó de espaldas, perdiendo el aliento durante un instante. La mujer herida aprovechó para huir de allí, dejando al asesino de negro en el suelo, intentando levantarse.
El hombre de negro acertó a apoyar sus pies en el suelo y a levantar todo su cuerpo. Corrió detrás de la mujer, por el pasillo del segundo piso, esperando alcanzarla antes de que abandonase el edificio. Apretaba su mano herida, dejando caer gotas de sangre detrás de él.
La mujer, agarrándose todavía el cuello, llegó hasta el final del pasillo y saltó hacia la ventana, rompiéndola y sacándola de sus bisagras, cayendo al vacío, a la calle. El hombre maldijo por lo bajo, llegando al vano de la ventana destrozada un poco más tarde. Si la mujer había abandonado el edificio ya no podría alcanzarla.
La mujer herida corría mirando hacia atrás, cojeando. Había caído sobre unos contenedores de basura y se había hecho daño en la pierna. El hombre la miró escapar, desde la ventana rota. La mujer lo miraba también, reventada pero sonriente. Había escapado del asesino de negro.
Al cruzar la calle seguía mirando hacia atrás. Un camión enorme, con la caja cargada hasta los topes, no pudo frenar cuando la mujer invadió la calzada. Los frenos chirriaron y los neumáticos resbalaron sobre el asfalto.
El golpe fue brutal y el sonido repugnante. Pero el hombre de negro no apartó la mirada ni sintió lástima. Eso era lo que buscaba cuando llegó allí.
Se miró la mano herida, viendo cómo sangraba. Le dolía, pero quizá debía esperar.
El trece.
La mujer había dicho, con una mezcla de regocijo y terror, que el trece estaba a punto de llegar.
El hombre de negro no tenía tiempo para curarse las heridas, entonces. Debía estar preparado para la llegada de aquel oscuro caudillo.
Se alegró realmente, si era cierto que aquel monstruo estaba a punto de llegar a esta dimensión. Se sintió contento después de mucho tiempo.
Pero, como venía haciendo desde hacía muchos años, sólo sonrió interiormente. Su cara se mantuvo inmóvil.



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