miércoles, 29 de abril de 2015

Târq (7) - Capítulo 7 + 16


- 7 + 16 -
  
Sergio vio cómo Victoria salía despedida, arrastrándose por el suelo, como si alguien tirase de ella y no pudo pensar. Sólo fue consciente de que su novia desaparecía, raptada por un espíritu que ni siquiera podía ver, así que salió corriendo detrás de ella.
- ¡¡Victoria!! – gritó, sin darse cuenta de que lo hacía. Corrió detrás de ella, pasando al lado del padre Beltrán y de Gustavo (empujándole sin querer con el hombro, sin percatarse de ello) y siguió a la chica por un pasillo oscuro, lleno de polvo y trozos de muebles viejos.
 No escuchó que las puertas que daban al atrio se cerraban detrás de él. Sólo pensaba en Victoria.
No es que fuese su novia. No era sólo eso. Él la quería, siempre la había querido porque habían sido amigos. Pero después de lo de hacía dos veranos, la tragedia de Castrejón de los Tarancos.... se habían convertido en todo, el uno para la otra. Victoria había estado en el hospital durante meses, entrando en quirófano, recuperándose de las operaciones de injerto de piel, sobreponiéndose a las infecciones y al reflejo del espejo. Sergio había estado allí, porque sólo eran ellos dos los que habían sobrevivido, pero sobre todo estaba allí porque quería.
El novio de Victoria, tras ver en qué estado había quedado, no quiso seguir con ella. No lo soportaba. Sergio le odió por eso, pero tuvo la decencia de esperar a que Victoria estuviese recuperada para ir a buscarle y pegarse de puñetazos con él en la plaza de su pueblo.
Después de todo lo que habían pasado, de la muerte de sus amigos y de mucha gente de Castrejón, Sergio y Victoria se apoyaron mucho el uno en la otra. Podían llorar a sus amigos sin tener que dar explicaciones, podían hablar del trece sabiendo que la otra persona no les iba a tomar por locos, podían hablar del padre Beltrán largo y tendido....
Todo el mundo siempre había creído que estaban juntos, así que acabar juntos parecía lo más normal del mundo. A Sergio no le importaban las cicatrices de la cara y el cuello de Victoria (seguía siendo preciosa a pesar de ellas) y a Victoria no le importaba el temperamento huraño que ahora predominaba en Sergio. Eran dos supervivientes y se querían.
No hacía falta nada más.
Por eso no podía perderla. No perdía sólo a su novia, sólo a una amiga. Perdía su pilar en el mundo. Su percha para seguir erguido y adelante cada día.
La escuchó gritar un poco más adelante así que Sergio corrió hasta el origen del grito, dio una patada a la puerta desvencijada y entró en una habitación cuadrada, oscura y polvorienta.
La iluminó con su linterna, identificándola como un despacho o algo así. Todavía quedaba una estantería anclada a una pared, aunque en sus estantes sólo había restos de libros, como si fuesen copos de papel y cartón, que si se tocaban se convertirían en más polvo. Había una mesa pesada de madera, astillada y comida por la carcoma y el papel de la pared todavía podía identificarse, entre los cercos grises y el color comido por el tiempo: franjas amarillas con figuras redondeadas azules.
- ¡¡Victoria!! – gritó, al verla en el suelo. Fue hasta ella y la incorporó con cuidado, sentándola. Al sujetarle la cabeza notó que su mano tocaba una humedad pegajosa, que ya conocía: sangre. Se miró la mano encarnada, pero comprobó que no era mucha cantidad. – ¿Estás bien?
- No muy mal.... – contestó la chica, con voz débil, pero trató de ponerse de pie y Sergio la ayudó a hacerlo, cuidando de que no se cayera ni diera muestras de sentirse mareada. – Me he dado un golpe en la cabeza, pero estoy bien....
- Tienes sangre – dijo Sergio, acariciándole los rizos castaños, con ternura.
- No será la primera vez.... – dijo Victoria, con cierto humor. – Ni la última, me temo....
- ¿Puedes andar?
- Sí....
Sergio ayudó a andar a Victoria, paso a paso, cuando la puerta del despacho se cerró con un portazo, ella sola. Los dos chicos se quedaron inmóviles, de repente, asustados.
Victoria levantó su linterna (que había tenido agarrada con fuerza en su mano mientras era arrastrada por el espíritu) y la encendió, iluminando a un hombre que había delante de ellos. Los dos dieron un respingo y Sergio dio hasta un pequeño grito.
El hombre era alto y delgado, con el pelo marrón despeinado y caído sobre la cara, pálida y con un aspecto ligeramente brillante a la luz de la linterna. Tenía un aspecto etéreo, como si estuviese hecho de motas de polvo.
A pesar de su aspecto casi irreal, los dos reconocieron a Bruno Guijarro Teso. Aunque estaba claro que no podía ser él, porque estaba muerto. Aquel era su fantasma.
El espectro se giró lentamente hasta ellos, mirándolos con dolor y una sonrisa macabra en los labios. Tenía la camisa llena de heridas circulares, con manchas de sangre y la cara también estaba llena de aquellas extrañas puñaladas o picotazos, aunque en la cara no había rastros de sangre: estaba pálida, como si le hubieran maquillado excesiva-mente. La piel blanca brillaba un poco con la luz.
- Te interpusiste en mi camino.... – dijo, con una voz profunda, como con eco, una voz que había recorrido mundos para llegar hasta allí. Sergio sabía que no estaba hablando con él, que en realidad se dirigía al padre Beltrán, aunque el anciano sacerdote no estuviese exactamente allí. Quizá los fantasmas sólo pudiesen pronunciar su discurso, el que fuese que los había mantenido en el mundo de los vivos, aunque su interlocutor no fuese el destinatario de aquel discurso.
- No habla con nosotros – susurró Victoria, a su lado. – Él está aquí por el padre Beltrán y eso es lo que quiere decirle. A nosotros sólo quiere quitarnos de en medio, pero no puede decirnos otra cosa que los reproches que tiene preparados para el padre Beltrán....
Sergio comprendió que Victoria tenía razón.
- Tú evitaste que cumpliese mi sueño.... – dijo el fantasma. – Tú hiciste que me mataran....
- Hijo de puta – dijo Sergio, sin contenerse. – Eso fue lo que tú le hiciste a Lucía, cabrón....
Y acto seguido, sin poder contenerse, sacó un puñado de sal de la bolsa que llevaba colgada en la muñeca y se la tiró al fantasma de Bruno Guijarro Teso, dándole en la cara y en el pecho. La sal atravesó al fantasma, pero pareció impactar con él ligeramente, aunque sólo fuera a nivel molecular.
El fantasma se enfureció, creciendo de tamaño, volviéndose más amenazador. Sus ojos se enrojecieron y bramó con la boca abierta: el interior también era rojo como el fuego. Dio unos pasos hacia adelante, empujando la mesa hacia un lado, volcándola y estrellándola contra la pared. Sergio se dio cuenta de lo que era capaz de hacer un fantasma enfurecido.
- ¡¡Toma, hijoputa!! – dijo Victoria, dando un paso hacia adelante. Tenía una barra de metal en la mano quemada, que blandió contra el fantasma. Le impactó en el pecho, haciendo que se dividiera en dos partes. Se disolvió a partir del golpe, como si fuesen cenizas o polvo.
- ¡¡Vamos!! – dijo Sergio, agarrando a Victoria de la mano izquierda, tirando de ella hacia la puerta, aprovechando que el fantasma se había desvanecido. La puerta se abrió sin problemas y los dos salieron al pasillo, corriendo de nuevo hacia el atrio.
Escucharon bramar al espíritu de Bruno Guijarro Teso detrás de ellos. Sergio se detuvo un instante, sacó un puñado de sal de la bolsa con su mano mutilada y lo extendió en una línea que cruzaba el pasillo. El fantasma se materializó al otro lado y se detuvo, como si hubiese chocado contra una pared transparente. No podía atravesar la sal de roca. Se fue hacia atrás y atravesó una de las paredes de la casa, desapareciendo.
- Estas puertas están cerradas – dijo Victoria a su espalda. La chica había tratado de abrir las dos puertas que daban al atrio circular sin conseguirlo. Sergio no trató de abrirlas, pero abrió otra puerta que había en el pasillo. Daba a una habitación larga y estrecha. Al otro extremo había una puerta abierta.
- Vamos por aquí – dijo y los dos corrieron. Atravesaron la habitación y luego otra más larga, también estrecha. Todavía olía a carne en salazón y verduras en salmuera. Una puerta de madera gruesa, quizá la que mejor se conservaba de la mansión, quedaba al otro extremo: la abrieron sin dificultad y la atravesaron, cerrándola a sus espaldas, llegando a la antigua cocina de la mansión.
Allí se encontraron con el Pandog.
La pequeña criatura estaba en el suelo, cubierta de polvo y con un costado bañado en sangre, de una herida que se había hecho recientemente entre el pelaje. Frente a la criatura había un espectro.
Era un hombre con un tono de piel pálido, pero podía reconocerse la piel negra todavía. El pelo era blanquísimo, el cuerpo rechoncho y la cara era bonachona. Pero miraba a la criatura del suelo con ira.
El Pandog saltó sobre el espectro y asombrosamente no lo atravesó. Sus ojos se habían puesto azules, de un tono eléctrico, lo que quizá fue lo que le sirvió para sostenerse en el pecho del espectro y poder morderle en el cuello. El fantasma no sangró, por supuesto, pero bramó como un oso, agitándose para librarse del “animal”.
Sergio y Victoria salieron de la cocina, huyendo por otra puerta, mientras el fantasma se libraba del Pandog y lo lanzaba contra una pared de madera, atravesándola entre trozos de madera y yeso.


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